63. Lluvia en el olivar
Poco después de salir de Huelva sonó el teléfono. En la pantalla de su Megane, conectada con su móvil, Rubén puedo ver que era Elisa, así que aceptó la llamada.
─Hola, Elisa. Ya ha terminado la reunión. Voy en el coche. Dime.
─Es Paula. Ha roto aguas. Se le ha adelantado una semana.
─Pues me quedan más de tres horas hasta Jaén. Y está lloviendo. No voy a llegar a tiempo.
─Lo importante es que llegues. Nosotras nos vamos para el hospital. Conduce con cuidado, cariño.
Con esa noticia y la necesidad de conducir con lluvia, Rubén añadió más tensión a la que ya acumulaba. La reunión se había prolongado más de la cuenta y había sido intensa, con algunas intervenciones vehementes y algunos chispazos que habían provocado situaciones tirantes.
Se le haría de noche por el camino y no le gustaba conducir si la visibilidad era escasa, pero no tendría más remedio. Llevaba poco rato conduciendo cuando comenzó a caer una lluvia fina que iba dejando un salpicado de gotas en el parabrisas, tan débiles que no se unían formando regueros que descendieran por el cristal. Las gotas, detenidas en el parabrisas, dibujaban un mosaico de espejos, un caleidoscopio de infinitos paisajes como micromundos, cada uno con su carretera, sus coches, sus olivos enmarcando la calzada y su lluvia. Rubén se preguntaba si en esos mundos diminutos los coches tendrían parabrisas con gotas que, a su vez, contuvieran otros mundos, como una matrioska dentro de otra que albergara una más hasta el infinito.
Conectó la radio para relajarse y eligió una emisora en la que sonaba Serrat con su Balada de otoño. Llueve, detrás de los cristales llueve y llueve… Igual que en la canción, el cielo estaba pintado de gris y el suelo vestido de otoño, abrigado de hojas.
La canción, triste y melancólica, le dejó un regusto de nostalgia en su pecho. Vinieron a su memoria recuerdos de su infancia con tintes color sepia: el olivar de la familia a las afueras de Torredonjimeno, la silueta de su madre remendando calcetines o desgranando guisantes para la cena, el bullicio de sus hermanos correteando por el pasillo, y algunos años después, el fallecimiento de su madre y la primera vez que acudió al cementerio una tarde en que la lluvia regaba los olivos que rodeaban el camposanto.
Trató de espantar esos recuerdos amargos y pensó en su boda con Elisa y en el nacimiento de Paula. Dios mío, ¡cómo habían pasado los años! Ahora Paula les iba a hacer abuelos. Rubén se sentía culpable por no estar en Jaén en ese momento. Había reservado unos días en la empresa para la semana siguiente, pero el adelanto del parto le había sobrevenido en el peor momento y lejos de su familia.
La nostalgia y la culpa se asomaron a los ojos de Rubén en forma de lágrimas, como las gotas de lluvia en el parabrisas. Tuvo que parar junto a un bar de carretera rodeado de olivos verdegrises. Una congoja amarga se le aferraba a la garganta y le impedía tragar. Así que salió a que le diera el aire, como si en el coche no hubiera suficiente para respirar. Tomó aire y respiró hondo, se llevó las manos a la cara y movió su cabeza a ambos lados, como negando una y otra vez, como si aquel gesto le ayudara a apartar de su mente aquella inquietud que le afloraba a sus lagrimales, que le atrapaba el cuello como un nudo opresivo. Le pegó una patada a una piedra y exhaló su desconsuelo con un suspiro largo y sonoro. Entró en el bar, pidió un café y, mientras se lo servían, buscó los servicios. Aprovechó para lavarse la cara y retirar las últimas lágrimas que aún enturbiaban su vista, que tapizaban su mirada con un filtro de emocionados recuerdos. Se bebió el café en sorbos breves intentando dirigir su atención hacía su entorno y así engañar a su memoria.
Se fijó en una vitrina llena de quesos y botellas de aceite, en unas cajas apiladas sobre la barra que contenían rosquillas y dulces de la zona. Había también cajas de vino, una máquina de tabaco, una tragaperras que no paraba de emitir flashes de luces de todos los colores y un soniquete entre infantil y circense. Se acabó el café, pagó y salió a la calle con otro ánimo, más entero. Se había tragado la emoción de los recuerdos junto a los sorbos del café y ahora respiraba más tranquilo, sin la ansiedad aferrada al cuello.
Aprovechó la parada para llamar a Elisa:
─Dime, Rubén.
─¿Cómo está Paula?
─Está en el paritorio. Juanlu ha entrado con ella. Decía que no quería perderse el nacimiento de su hijo. Yo estoy fuera, esperando. ¿Y tú, por dónde vas?
─Acabo de pasar por Écija.
─Tú tranquilo, Rubén, que lo importante es que el parto vaya bien, que el niño esté sano y que tú llegues cuando puedas.
─Me da mucha rabia no estar allí.
─Lo sé, pero las cosas vienen así. Será por algo bueno que ahora no acertamos a adivinar.
─Será por algo bueno ─repitió él, con un regusto de resignación en su boca─. Seguro. Un beso.
Antes de subir al coche se detuvo a contemplar los olivos, alineados como un batallón de soldados en formación dispuestos para un pase de revista. Pensó que los olivos siempre habían estado presentes en su vida, incluso antes de nacer él. A su abuelo le llamaban el aceituno, porque nació en un olivar. Su madre estaba en plena recolección cuando le sobrevinieron los dolores de parto. Entonces no había hospital y no hubo tiempo de avisar a la matrona. Quien le puso el apodo no llegó a saber que el aceituno murió de pie, como los olivos. Falleció en la guerra, con el cuerpo lleno de cicatrices y de metralla, pero la dignidad intacta.
La infancia de Rubén estuvo marcada por el calendario de los olivos: las podas, la limpieza y el abono foliar, los tratamientos contra plagas e insectos, las fiestas del pueblo en época de recolección, la preparación de los aliños para las aceitunas…
Le vino a la memoria el nacimiento de su hija en Úbeda, en ese hospital de la campiña rodeado de olivares, como una almazara. Sí, los olivos siempre habían estado presentes en su vida, en los acontecimientos más cruciales de su historia. Y ahora estaba allí, como un general revisando la tropa, henchida el alma, los sentimientos a flor de piel.
Se preguntaba qué tenían aquellos árboles para ser tan trascendentales en su vida. Porque el olivo no tiene la alta elegancia de la palmera, ni la silenciosa y solemne aguja esbelta del ciprés, ni la apariencia rotunda del roble, ni la amarilla frondosidad de la acacia.
El olivo carece del vistoso colorido de flores y frutos del naranjo o el cerezo, o de la fragante presencia del laurel o el limonero. El olivo es un árbol sobrio, robusto, austero, sencillo y eterno. No está hecho para ornamentar jardines de palacios ni para embellecer bulevares ni para decorar salones.
Pero no hay ningún otro árbol que refleje mejor la historia, la permanencia a través de los siglos, la memoria de la tierra. No hay ningún otro árbol que simbolice mejor la paz: la rama de olivo en el pico de la paloma. No hay ningún otro árbol que se parezca más al ser humano: arraigado en la tierra con raíces que se entrelazan al olivo más cercano, como un abrazo escondido. El tronco curvado como la espalda de un anciano. La corteza herida, llena de nudos, arrugas y cicatrices que no lo afean sino que lo ennoblecen, como heridas de guerra. Las ramas extendidas, como brazos abiertos, generosas en frutos.
Rubén sintió un hondo orgullo por aquella tierra, por aquellos árboles silenciosos que la poblaban y la enriquecían. Se sintió reconfortado y dispuesto a proseguir su viaje.
Cuando entró en la provincia de Jaén la tarde ya declinaba. Había cesado la lluvia momentáneamente, pero unos nubarrones grises y densos oscurecían el cielo y reducían la visibilidad. Entre ellos, algún resquicio permitía el paso de una luz extraña, malvagris, como filtrada por un tamiz traslúcido, como de un sol moribundo o una atmósfera de otro planeta.
El paisaje se desplazaba fugaz a través de las ventanillas del coche. Las colinas, de tierra ocre y plagadas de olivos, ondeaban en el horizonte. Apenas se superaba una aparecía otra, similar o idéntica, como el oleaje de una marejada que aturdía la vista. Una niebla rasa y blanquecina, como un espectro, vagaba cansinamente entre los olivos y cruzaba, aquí y allá, peligrosamente, la calzada. El olor a tierra mojada impregnaba el aire.
Volvió la lluvia, esta vez impetuosa, a acompañarle en el viaje. Las gotas golpeaban el coche, tenaces, como una ráfaga de metralla, y los limpiaparabrisas apenas conseguían despejar de agua el cristal a pesar de incrementar su ritmo. El paisaje ahora era una cortina de agua. Las luces de los otros coches se volvieron borrosas y dejaban destellos en los ojos de Rubén. Cada punto de luz se centuplicaba en las gotas de lluvia que estallaban contra el cristal, en el rastro descendente que recorrían, en la pátina de agua que dejaba el arco del limpiaparabrisas.
Se apartó en una gasolinera, esperando a que escampara, preocupado por la necesidad de conducir a oscuras y con lluvia, pero apenas a media hora de Jaén. Sin embargo, la lluvia arreció. Tanto, que el golpeteo del agua resonaba con ímpetu sobre el techo voladizo de la gasolinera amplificando el sonido de la lluvia y, aunque parecía seguro y le protegía del aguacero, una sensación de inquietud se apoderó de Rubén. Tuvo que subir el volumen de la radio porque el ruido ensordecedor de la lluvia había ocultado la música. Me marcho a Nueva York con la botella de Fundador. Rubén esbozó una sonrisa forzada, como para infundirse un ánimo del que carecía.
Después de cuarenta minutos de chaparrón, que se le hicieron eternos, la lluvia comenzó a aflojar y era el momento de decidir si continuar bajo aquel techo que le provocaba aquella inquietud o proseguir el camino, a sabiendas de que quedaban pocos kilómetros pero que tendría que hacerlos a oscuras y con la amenaza de más lluvia.
Cogió el móvil y marcó el número de Elisa. Ella descolgó al primer timbrazo, como si estuviera esperando la llamada.
─Ay, Rubén, ¡qué niño más hermoso! Tiene los ojos como su madre y un hoyuelo en el mentón como Juanlu.
─Sabía que no llegaba a tiempo.
─Será por algo bueno, Rubén. El ginecólogo ha dicho que todo ha ido bien. Paula tiene que descansar, eso es todo. Aquí ya no hago nada más. Voy a coger un taxi y nos vemos en casa.
─Dale un beso a Paula si la ves antes de irte. Ahora llamaré yo a Juanlu. Nos vemos en casa, cariño.
Aunque seguía lloviendo, lo hacía con menos fuerza, así que decidió seguir conduciendo. Apagó la radio para concentrar todos sus sentidos en la conducción y avanzó despacio hasta alcanzar la carretera. Otros conductores, que también se habían apartado en la gasolinera, tomaron la misma decisión y continuaron su camino. Eso le proporcionó confianza.
Continuó en dirección a Jaén, conduciendo despacio, forzando la vista para intuir la carretera, apenas visible. Bordeó la ciudad y tomó un camino vecinal que se dirigía a su casa, una casa de campo que no alcanzaba a ser cortijo. Cuando apenas quedaban unas decenas de metros para llegar, el coche se detuvo bruscamente, con una sacudida que caló el motor, al tiempo que sonó un fuerte golpe que provenía de los bajos del automóvil. Un eco resonó en el olivar como un aullido mortecino.
Volvió a llover con intensidad. Durante unos minutos no supo qué hacer. Desconocía el motivo del ruido y de la detención súbita del coche. No sabía si había chocado con algo que estuviera en el camino, una piedra quizás, o un animal. ¿Qué hacer? Intentó arrancar. El motor funcionaba pero el coche no avanzaba. Apagó de nuevo el motor y decidió salir, cubriéndose la cabeza con la chaqueta. Se agachó y enfocó las ruedas con la luz del móvil. Pudo ver una rama de olivo atravesada entre las ruedas delanteras y la carrocería. Seguramente el viento y la lluvia la habrían arrancado de un viejo olivo y la habían depositado en el camino, para fastidiarle el fin de la jornada. Intentó retirar la rama pero no pudo. Estaba fuertemente incrustada y bloqueaba el eje delantero. Volvió al coche, cerró la puerta y se retrepó sobre el asiento. Dejaría el coche allí y se iría andando hasta la casa, qué remedio. “Será por algo bueno”, pensó recordando las palabras de Elisa.
Pero antes de salir, cerró los ojos y se dispuso a escuchar la lluvia, la banda sonora de la naturaleza, que seguía cayendo, insistente: la que caía sobre el campo se amortiguaba en la tierra en un débil susurro, como un beso casi insonoro. Sobre los charcos del camino, el agua chapoteaba en un vivaz tamborileo, y sobre la carrocería del coche, la lluvia rebotaba fuertemente ametrallando la chapa con ímpetu. Rubén se dejó llevar por el sonido de aquella percusión, como una orquesta bien conjuntada. Se intentó olvidar de la reunión llena de tensión, de la memoria dolorosa de su infancia, de las preocupaciones, de la culpa por no haber llegado a tiempo al hospital, del estrés que le atenazaba, de la conducción sin visibilidad que le había agarrotado los brazos y el cuello. Concentró sus pensamientos en su nieto recién nacido y en el olivar que le rodeaba como en un abrazo. Los olivos, siempre los olivos presentes en los momentos importantes de su vida. Y se imaginó el abrazo que al día siguiente les daría a Paula y a su nieto, y disfrutó de aquel momento.
Cuando cesó la lluvia, el silencio cubrió la noche de los olivos y la campiña quedó enmudecida. Rubén respiró hondo y abandonó el coche con un ánimo diferente, como si la tormenta en el olivar le hubiera recargado las pilas de una energía renovadora.