
62 . La almazara
Mi padre me llevó al molino para que viera de dónde venía el aceite que consumíamos todo el año, para que supiera que cuando fuera mayor no habría otro mejor ni a mejor precio, siempre virgen extra. La almazara era parte de un cortijo, mi padre conocía a los dueños y al personal porque no en vano llevaba allí sus aceitunas cada año. Era una época en la que uno llevaba una garrafa de plástico de 25 litros que nos duraba varios meses, el aceite no se vendía envasado todavía, sino a granel, y se despachaba a todo el que se acercaba a aquellos campos cubiertos de ocre y verde, de líneas convergentes de olivos que se perdían en el horizonte, con tonos cambiantes según la estación.
Mi recuerdo de aquella primera visita es el olor, ese olor intenso, afrutado y suave desde que entramos en las instalaciones hasta que nos fuimos dos horas más tarde, cuando mi padre terminó de charlar con todo el que se encontró. El cortijo olía al aceite que mi madre me ponía en un canto de pan para merendar, todos los días, con un poco de azúcar.
Pocos años después era yo el que se quedaba a charlar con Rafael o con José, y me llevaba una caja o dos de botellas de dos litros, y me gustaba el paseo desde el pueblo al cortijo, doce kilómetros de olivares y huertas en un relieve suave salpicado de casas blancas. Y me gusta hacerlo hoy día aunque desde más lejos, desde donde la vida y el trabajo me han llevado.