61. Un mapa de dos colores

José A. Alcalá Martín

 

Clara acariciaba la frente, deteniéndose allí donde la piel decidía plegarse y formar profundos surcos. El rostro tranquilo no disimulaba el arrugado entrecejo, ni ocultaba las incipientes canas. Te estás haciendo viejo, papá. Aún eres joven, te queda mucho por vivir. Justo hoy cumplía cincuenta y cinco años, pero había envejecido más de veinte en los últimos doce meses. Hizo el cálculo y estimó casi un par de años por mes. La irreparable pérdida había acelerado el paso del tiempo. Maldita relatividad. Le apretó la mano, quizás con excesiva con fuerza, pero no se quejó.

Observó las gotas del suero caer metódicamente, lejanas a ella, pero cercanas al padre y su corazón. Están condenadas a caer. El pensamiento, por absoluto, la entristeció de forma rotunda. Se enjugó una solitaria lágrima y apretó el botón de asistencia. Apenas quedan ya condenadas.

Desde hacía un año, cada instante, arrastraba hirientes dolores bajo el tirano mandato del no: no había nuevos recuerdos, no había abrazos, no había llamadas para preguntar qué iba a comer, no había actualización del finde, no había whatsapps sobrecargados de besos, no había palabras que animaran ni que consolaran; no había nada nuevo de ella.

La muerte de su madre había sido inesperada, sin aviso de ningún tipo. Se fue, ya no estaba; aunque el mundo continuó como si nada hubiera ocurrido. La echaba tanto de menos que, su corazón, por brevísimos instantes, se olvidaba de latir, acongojado por la sombra de su partida. Sabía que para su padre también era insoportable, aunque intuía que ambos pesares eran diferentes, complementarios quizás, como el descanso lo es para la vigilia. Y ahora, cuando por fin habían interiorizado la ridícula idea de no volver a verla y hasta en ciertas en ocasiones se permitían el lujo de sonreír, justo ahora, el corazón del padre pecaba de fragilidad.

 

Ya no podrás cuidar el campo, papá. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Dónde te vas a refugiar?

Entró una joven enfermera. Portaba la obligatoria mascarilla y le sonrió con la mirada.

—Apenas le queda líquido —dijo Clara procurando mantener la compostura de su voz.

—No te preocupes, se lo cambio ahora mismo. ¿Sigue durmiendo?

—Sí, no se ha despertado en todo el rato. ¿Es normal?

—Es normal, no te preocupes. Solo es el cansancio después de la operación.

—Eso será. La doctora me ha advertido que nada de esfuerzos, incluso muy moderados. Su corazón no se lo va a permitir –inhibió el siguiente pensamiento por un segundo, aunque finalmente la angustia lo expulsó—. No sé qué va a hacer si no puede cuidar la finca, sus olivos. Son la mitad de su vida, la otra mitad ya la perdió con mi madre. Se va a hundir…

La enfermera la escuchaba mientras cambiaba el gotero y le devolvió una mirada llena de cariño y complicidad.

—Al principio se sentirá perdido y se hundirá. Pero creo que tu padre es muy fuerte. Los días previos a la operación nos ha contado historias de su vida y siempre lo ha hecho con una gran fuerza. Se nota que siente verdadera pasión por sus olivos. Además, tengo que decir que narra muy bien sus historias. A todas nos ha fascinado. Nunca había valorado la importancia de la lluvia, pues vivo prácticamente aquí encerrada, y ahora me alegra oír llover y saber que el campo se está regando —le apretó con ternura el hombro—. Quizás pueda trasladar esa vitalidad a algún nuevo proyecto.

Clara sonrió. Agradeció no haber escuchado el típico “ya verás como las cosas mejoran”, “ya encontrará algo” o “cuando se cierra una puerta, se abre una ventana”. Estaba harta de escuchar réplicas artificiales de boca de familiares, amigos y conocidos; frases que solo desprendían formalismos protocolarios sin llegar a decir nada.

¿Un nuevo proyecto vital?  Pero, ¿qué?

Sobre las blancas sábanas, destacaba la pulsera que ella le había regalado cuando fueron a visitarla a Dubrovnik, el año de su Erasmus. Alzó su antebrazo y la comparó con la suya propia. Las rayas rojizas destacaban con fiereza sobre el azul terciopelado del cuero. Sin embargo, una mezcla dispar de grises y marrones habían conquistado la pulsera del padre. A pesar de ser completamente iguales cuando las compró, cada una había evolucionado de una forma muy distinta. La del padre expuesta día sí y otro también a los fríos del invierno y los calores del verano, a la humedad de las acequias, al roce de las puntiagudas hojas y la rugosidad de las mantas… En cambio, la suya, refugiada entre las paredes de asépticas oficinas, había permanecido inmune al parte meteorológico y sus inclemencias.

Clara le susurró.

— ¿Te acuerdas de las escaleras de Dubrovnik? Su estrechez, su laberíntico trazado. ¿Te acuerdas como te enfadabas porque me fiaba más del móvil que de tu instinto? Decías: “¿Dónde se ha visto que un hombre de campo no sepa orientarse? Mira, por allí sale el sol, no necesito nada más.” —sonrió con añoranza—. ¿Te acuerdas del free tour sobre Juego de Tronos? ¡Cómo lo disfrutó mamá! Estaba como una niña pequeña viendo las escalinatas por donde había subido la cabrona de Cersei. Se imaginaba al enano caminando con ventaja por aquellos estrechos pasadizos. Cómo se reía imitando a Tyrion mientras movía la copa de vino tinto en la mano.  Y tú, todo el rato refunfuñando y preguntándote que cómo era posible que esa serie le gustara tanto, que te hacías un lío con tanto nombre y tanta casa. Además, decías que habían dejado de salir los lobos y eso no te gustaba. Los dragones no son reales, pero los lobos sí… ¿verdad papá?

De repente, el qué fue patente, el cómo viable, el cuándo accesible, el dónde obvio y el por qué necesario. Un centelleó indeterminado inundó los ojos de Clara y por primera vez desde hace mucho tiempo, se permitió sonreír abiertamente. Eso sí, con prudencia, que tampoco era cuestión de invocar a la mala suerte. El padre se removió en la cama, como si el impulso del pensamiento de su hija le hubiera empujado a salir del letargo.

***

Unos meses después

Clara se inclinó sobre el mapa de la finca. Extendido sobre el rulo de piedra destacaban cuatro colores. Sinuosas líneas azules indicaban el transcurrir de las acequias. Los puntos verdes señalaban los olivos más importantes: el majestuoso de tres pies, los que enraizaban al borde del balate septentrional, los tres de cornezuelo, los que contaban los años en centenas, aquella oliva de tronco hueco que albergaba un pasaje al mundo secreto de la pequeña Clara… Lo más maravilloso de aquel mapa era que había tantas historias como raíces corrían a lo largo del terreno.

Entremezclándose con líneas azules y verdes, aparecían el rojo de Clara y el negro del padre. Algunas veces los trazados iban paralelos, pero muchas otras veces divergían. El mapa actual era el cuarto anteproyecto que trazaban y todavía no se habían puesto de acuerdo en cuál era el mejor recorrido.

El padre, concentrado, se rascó la barba, dio un largo trago a la cantimplora y volvió a la carga.

— ¿Entonces, comenzamos aquí? –y con un círculo negro rodeó el olivo que había junto a la alberca.

—Ya te lo he dicho. Creo que es mejor dejar la alberca para más adelante. No ves que estarán cansados y bajo la sombra de ese olivo podrán refrescarse un poco.

—Pero, hija, no entenderán la visita si no les explico cómo circula el agua por las acequias. Sin ellas, no es posible el riego.

—Papá, por favor, que todo el mundo sabe que los árboles necesitan agua.

—Claro. Pero no todo el mundo conoce cómo el agua corre de poza en poza.

—Yo creo que es mejor comenzar aquí –Clara marcó un punto alejado del inicio del padre—. Desde aquí tienes unas vistas panorámicas de toda Sierra Mágina y del pueblo. Desde ese mirador, les cuentas nuestra historia y costumbres. Señalas la Iglesia de la Encarnación, el Ayuntamiento, el restaurante de la Lola, la churrería del Esteban, la cooperativa. Lo que tú quieras. Pero, siempre resaltando la importancia y la larga tradición del aceite en la comarca. Partes de lo general y luego, conforme os movéis por la finca, vas a lo particular: al regadío, a las mantas, a la técnica del avareo, etc. ¿No le ves sentido?

—Dicho así, sí —lanzó un largo suspiro—. Sé que tú estás convencida de que es buena idea, pero, dime, a quién le va a interesar esto. ¿Crees que de verdad van a venir a escucharme a mí? ¿A mí? —se señaló con el índice derecho en el pecho.

—Papá, ¿no va la gente a escuchar cómo se recoge la uva y cómo se hacen los vinos? ¿No se forran las bodegas con eso?

—Sí, pero, ¿cómo vas a comparar la idea de tomar un trozo de pan con aceite, con tomarte cuatro copas de buen vino? Yo, en Jerez, cuando terminamos la visita, bien contento que iba.

—No puedes comparar, es cierto. Pero aquí degustarán aceite de primera calidad, aceitunas de cornezuelo, tortas de aceite. Aprenderán sobre la recogida, sobre el campo y la vida misma. ¿Te parece poco?

—Claro que no. Pero, ¿de verdad a la gente le interesa el campo? Es que no lo termino de ver, hija.

—¿No está la gente deseando salir de las grandes ciudades y perderse en una casa rural? Además, están cansados de los chismes que les cuentan en las visitas guiadas sobre reyes, obispos y nobles verdes. Yo misma me he hartado de hacer free tours por toda Europa, y a los dos días solo me acuerdo de un par de anécdotas graciosas y seguro que una de ellas es inventada.

—Pero es historia, hija.

—Tú mismo lo has dicho, historia. Esto es el presente, es la vida misma.

—¿Y si hace un día de perros? ¿Y si llueve? ¿No se van a cansar?

—Eres insoportable cuando te pones a la defensiva —le riñó con afecto—. ¡Papá, que no los vas a poner a dar palos a las nueve de la mañana en pleno enero! Solo les vas a dar una vuelta por el campo y por la cooperativa. Luego se van a atiborrar de productos derivados del aceite. No creo que sea tanto sufrimiento, ¿verdad?

—La verdad es que no.

—Además, no está de moda la dieta paleolítica, el entrenamiento funcional, el aire puro y reconectar con la naturaleza. ¿Acaso hay algo más saludable que pasar una jornada en el campo?

El padre asintió con la cabeza a regañadientes. Siempre había sido un imposible llevarle la contraria a su hija; y no sería por falta de ganas en muchos casos. Clara lo percibió un tanto cabizbajo, y prosiguió.

—Lo que es importante para uno mismo, si sabes cómo transmitirlo, también es importante para los demás. Y tú, con tu pasión por estos olivares, haces que el campo resuene en alguna parte que la gente había olvidado o directamente desconocía. Recuerda a la enfermera del hospital, y cómo la cautivaste. Tú hiciste que le importara la lluvia. Ella nunca volverá a pensar sobre el campo de la misma forma. Ni sobre la vida si me apuras.

—Pero el campo es importante para mí, para ti, para la gente del pueblo. Lo fue también para tu madre —hizo una larga pausa—. Además, yo no he podido estudiar como tú… ¡cómo voy a guiar a unos desconocidos! Yo he cuidado de estas tierras, nada más. ¿Cómo pongo en palabras el alma que encierra cada olivo?

— ¿Solo de las tierras? —le respondió ofendida—. ¿No has cuidado de mamá durante casi cuarenta años? ¿No has cuidado de mí toda mi vida? ¿No has cuidado de todos los jornaleros? ¿No has cuidado de la gente del pueblo?

—Yo solo he cumplido con mi deber. Además, eso de que yo he cuidado de vosotras, ¿no habrá sido al revés?

—Anda, calla y no hagas que me cabree. ¿Te acuerdas cuando Jacinto se cayó del árbol y se fracturó el fémur?

—Como si hubiese sido ayer.

—¿Crees que esa historia no es digna de ser contada?

El padre sonrió al recordar los gritos de su amigo, las mulas, los relámpagos, la improvisación de la camilla, la carrera bajo la lluvia, el apoyo incondicional de todos los trabajadores. Solo de rememorarlo, se le ponía la piel de gallina.

—Además, yo ya he hablado con la junta directiva de la cooperativa y les ha encantado la idea. Les van a hacer un 10% de descuento en las botellas de aceite de primera extracción y un 15% en las garrafas. Y Lola está encantada de que el tour termine en el bar para la degustación de aceites y aceitunas de cornezuelo. Es más, yo diría que se le han encendido los ojos al pensar en grupos de turistas sedientos.

—Veo que no das puntada sin hilo. ¿Has hablado con la Gema también?

— Ah, sí, y claro, ella está muy contenta de aportar sus tortas de aceite y el pan de pueblo para el mojeteo. Me dijo que ya era hora de que alguien le diera algo de vida al pueblo, que se estaba muriendo.

—Es que la Gema es muy apañá. Sabía que no habría ningún problema con ella. ¿Y has tratado con el dueño del hotel? Ya sabes que es un tacaño. Me apuesto lo que quieras que, cuando le propongas lo del descuento, se lo va a pensar. Y mucho —apostilló muy seguro.

—Pues, como se ponga tonto, y no digo ninguna tontería, adecentamos el viejo cortijo de los abuelos y montamos una casa rural en menos que canta un gallo. ¡Que no será por falta de decoración rústica! —recalcó la última palabra con sorna.

—Mira quién habla, la que no soporta las moscas, ni el frío ni el calor.

—Calla ya, anda.  ¡Contenta me tienes con tus inseguridades!

Clara cogió del brazo a su padre y ambos caminaron entre las veredas de olivos. Se movían sin prisas, disfrutando de la puesta del sol y del sosegado silencio que los acompañaba.

—¿Te acuerdas cuando me preguntaste si los olivos se sentían solos?

Clara se quedó unos segundos pensando.

—No, no lo recuerdo. ¿Era pequeña?

—Tendrías cuatro o cinco años. Estábamos justo aquí, apoyados en el tronco de este olivo, cuando te quedaste mucho rato mirando a lo lejos y, de repente, me dijiste: “Papá, ¿crees que podemos mover los olivos un poquito?” Yo te pregunté que por qué los querías mover. Tú me respondiste seria, sin apartar la vista de aquellos dos olivos: “Es que tienen que sentirse muy solos. Sus hojas no tocan a sus compañeros. Yo, cuando estoy triste, te doy la mano a ti, a mamá o a la abuelita. ¿No crees que ellos también deberían tocarse con sus hojitas?”

Clara sonrió.

— Lo ves, ya apuntaba maneras de organizadora.  ¿Y qué me respondiste?

—Que nosotros no lo veíamos, pero ellos se dan la mano bajo tierra, con sus largas y profundas raíces.

—¡Así no se sienten solos! —respondió con voz de niña pequeña.

—Eso es, exactamente, lo que dijiste. ¿No es increíble?

—Me gusta saber que aun puedo pensar como la Clarita que correteaba por aquí.

De pronto, la imagen de una niña con coletas, con rozaduras en rodillas y piernas, con una dentadura con demasiada ventilación se hizo visible para ambos. Una niña de risa constante,  que siempre iba a la carrera en busca de una rodaja de pan con aceite y una onza de chocolate. En busca de la madre con mil ojos que siempre estaba dispuesta a ofrecer una palabra de amor, un sonoro beso y una mano mágica que sanaba el dolor con un enrevesado trabalenguas. Ahora mismo, estaba allí, entre ambos. Flotando en el ambiente, tan etérea que lo envolvía todo. ¡Cuánto hubieran dado por poder tocarla una última vez! Aunque fuera con la punta de la nariz. Se abrazaron sin decir nada; ante lo obvio, las palabras redundan.

—Y, dime, otra vez, ¿cómo se llama eso que te has inventado? —le susurró para no romper la armonía del abrazo.

—No me lo he inventado, solo lo hemos adaptado. Se llama Free Tour. El Free Tour del Olivar.

—El “fri tú” del olivar. Me gusta cómo suena.

—Me encanta que te guste, pero, papá, tendrás que mejorar el inglés para cuando abramos el tour para extranjeros. Que los asiáticos no te van a entender —respondió burlona.

—Eso será coña, ¿verdad?, ya sabes que yo de inglés, solo sé decir “bir” para pedir en los bares —la miró con profundo orgullo—. ¡Estás completamente loca! —y dibujó una gran sonrisa—. Gracias, hija.

Si tenían suerte, tal vez fuera uno de los últimos atardeceres tranquilos por aquellas tierras. En unos días llegarían los primeros turistas campestres. Un mar de olivos les aguardaba. Un mar de olivos centenarios, extraordinarios y, ahora también, visionarios.