60. Un día iré a verte
—Un día iré a verte, cuando pueda con esta pena— articuló mi padre.
Esas fueron sus últimas palabras en voz alta, escritas en el dorso de la foto del robusto olivo que cuidó con mi madre en el patio de la casa en la que vivieron juntos y que siempre llevaba en la cartera como se guarda a los seres queridos. Las pronunció entre lágrimas mientras las escribía al saber que esposa y olivo estaban mal heridos, casi habían ardido cuando se quemó la casa, mientras él seguía ingresado en el hospital a causa de una enfermedad incurable, sin poder imaginar que aquellos resplandores que veía entre sueños no eran las febriles puertas del infierno sino la devastación de su hogar. La rescató un vecino, aunque ella ya había ardido por dentro antes del incendio cuando el médico le dijo que mi padre no vería otro cielo que el techo de la habitación en la que se contorneaban unos rostros antiguos que venían a arroparle en su viaje sin vuelta. Mi padre la esperaba con esa fijeza animal que tienen los cachorros cuando oyen los pasos de sus madres en la lejanía y se quedó desconcertado cuando entré yo solo en la habitación. La noche anterior tuve que arrancarla de su lado y, tirando de ella, la llevé a casa para que pudiera dormir en su cama y descansara de la tortura de los sillones de los que acompañan a los enfermos, como si aquellos hierros se le clavaran en el cuerpo para repartir el dolor. Aquello no sirvió de nada pues se pasó la noche mandando mensajes por el móvil por si había algún cambio. Mi madre, después de un mes sin apartarse de la cama ni de los botes que se desaguan en las venas y que distraen a la muerte, estaba agotada, desquiciada, aturdida, extraviada en su sufrimiento disimulado, me decía frases inconexas cuando mi padre dormía y yo iba verles después del trabajo, enloquecía sintiendo cómo mi padre se marchaba con aquel veneno a un mundo lleno de ojos vacíos y lunas grises. Por eso se olvidó de apagar el fogón con la sopa que tanto le gustaba a mi padre, dio una cabezada y ardió la casa y parte del olivo que se dobló para acaparar las llamas y salvarla pero ella se quemó las piernas, las manos y parte de los ojos ante la impotencia del amigo enclavado a la tierra por su condición de árbol. El vecino me llamó por teléfono mientras mi padre dormitaba y cuando subí a la unidad de quemados y la puede ver los médicos me dijeron que era mejor que se quedara encamada una temporada hasta que la piel cicatrizara y que no saliera de la habitación hasta que pudiera aguantar el sol sin sentir puñaladas. Ellos no lo sabían pero estaban más cerca el uno del otro de lo que imaginaban, como habían estado siempre. Esto no se le dije a mi padre cuando me preguntó dónde estaba. Le conté que se había producido un pequeño incendio en la casa por culpa de unos pastos secos y que al proteger al olivo, mi madre se había intoxicado con el humo y que estaba en la casa y que no iba a venir hasta que se le limpiasen los pulmones porque el aire del hospital, tan cargado de males y de olores, no le hacía bien. Que no lo llamaría por teléfono porque no tenía aire para hablar. Entonces fue cuando sacó de la cartera la foto del olivo y le escribió para que se la llevase, sin saber aún que esa iba a ser su despedida. En aquel árbol habitaba lo que sentían el uno por otro, estaba el amor que se tenían incrustado en su corteza, porque amarse es meterse en la piel del otro, es ser aquello de lo que se está enamorado. El olivo era la piel de ese amor. Postrado ante la pena y la desolación, mi padre no pudo seguir sin verla y se fue. Mi madre no pudo supo estar sin ellos y los acompañó a los dos, aunque ya estaban unidos por el dolor y por las cenizas y por la muerte. Cuando se conecta con alguien de verdad uno deja de sentirse solo. Y entonces uno se convierte en paisaje, en casa, en olivo, en caricia, en aire. Y todo se junta y se vive como en un sueño.
—Quiero irme contigo, para que no tengas que esperarme— le contestó mi madre en su habitación cuando leyó la frase recién escrita. Apenas se le entendía por las heridas y la tristeza y yo no quise que mi padre la oyera así por el teléfono cuando le anuncié que él podía morir en cualquier momento.
—Espérame. Iré a cobrarte todos los besos que me debes— respondió ella en la misma foto—. Mientras, me arrancaré la boca y te la llevará nuestro hijo para pagarte todos los que te debo yo.
Cuando volví con la foto a ver a mi padre ya estaba delirando. Era un saco de huesos y muerte con la mirada perdida y blanca, atormentado por el dolor y la memoria, por la despedida que no pudo ser. Le leí el mensaje y sé que lo oyó porque el oído es lo último que se pierde y porque con la fugacidad de lo que se recuerda con alegría se le puso la cara de los días en los que cenábamos junto al olivo. Cerró los ojos. Estaba bañado en sudor como cuando regresaban del trabajo en el campo los días en los que juntaban los jornales que no daba la zapatería. Pero ahora no traía el paso acelerado ni las canciones, ni las bayas ni las flores que cogía por el camino y que me regalaba por haberme portado bien y por cuidar como un hombre de la casa y el árbol. Recitaba unas palabras ininteligibles. Cuando acerqué mi oreja a su boca pude distinguir la plegaria que les había acompañado en sus vidas, aquellas palabras que le decía todas las mañanas a mi madre antes de trabajar, aquellas palabras que le daban sentido a su vida, el propósito de su existencia.
—Rosa, ¿tú me quieres?
La muchacha, arrebolada, le contestaba que sí. Entonces se despedían hasta el día siguiente cuando iba a festejarla a la puerta de la casa de sus padres. Eran jóvenes cuando se conocieron en el tajo de aceitunas. Ella iba con sus padres: él vareador y ella, junto a su madre, en los suelos y la criba. El muchacho era de otro pueblo y había venido con una cuadrilla que dormía en una nave del patrón. Un día, en el almuerzo él se acercó y le habló, y ella le escuchó. Le pidió salir. Ella dijo que sí y su madre dijo que no. Que si acaso fuera a la puerta y hablaran allí, que ella no sabía sus intenciones y no había criado una hija para cualquier gañan que la desflorara y la dejase hecha un desgraciada.
—No soy gañan, señora, que tengo oficio de zapatero pero no se gana para juntar. Y por eso estoy aquí, para juntar y casarme.
—Parece formal y se le da bien la vara— aprobó el padre—.
Cuando el tajo se terminó y se quemó el ramón y se apagó la lumbre y se cerró la nave en la que dormían los jornaleros, el muchacho, que no encontró quien confiara en él y le ayudase, a pesar de tener oficio y de ofrecer las ganancias, con el hato lleno de jornales, fue a la puerta en la que ella le esperaba con la cara con la que se acaba el mundo.
—Rosa, ¿tú me quieres? Espérame a que vuelva cuando pueda con esta pena con la que me voy. Todo lo que tengo va en esta maleta. Volveré cuando tenga un sitio para que podamos vivir.
— Quiero irme contigo, para no tener que esperarte, para no dejar de quererte. Si voy a vivir contigo el sitio es lo menos.
Ella lo dijo sin pensarlo, sin pedir permiso, sin miedo y sabiendo que no se podía volver atrás, porque lo quería, y el amor no puede ser prudente, ni sensato ni cobarde, que esas no son señas de los amantes, que los amores cobardes no llegan a nada, que el amor no entiende de seguridades ni porvenires y que es como un pajarillo salido del nido que se impulsa de una rama a otra antes de saltar al vacío sin saber si le responderán las alas. No se puede amar si se tiene miedo.
Su madre le preparó una maleta, le metió lo poco que tenía y le dio dos besos y le dijo que no mirara atrás y que hiciera lo que tenía que hacer, que ella no lo había hecho y todos los días se acordaba y se arrepentía. Que la llamara para saber que estaba bien. Y que el único casamiento es el de las personas que se quieren, que ya habría tiempo de firmarle a los demás lo que ya eran. Y al día siguiente, sin que su padre lo supiera, ella le dio la mano y se montaron en un autobús que los llevó a una ciudad. Buscaron una pensión y cuando se quedaron solos se tocaron, porque querer consiste en tocarse, y supieron que uno era la tierra del otro, raíces que se cruzan bajo la tierra.
Encontraron una casa barata que tenía un patio de tierra y un salón que daba a la calle y que tenía las ganas de ser zapatería. Y cuando se mudaron y exploraron los secretos, descubrieron una promesa de olivo que apenas sobresalía sobre la maleza que se apretujaba contra su incipiente tallo arrebatándole el poco vigor que le quedaba. Escarbaron a su alrededor, despejaron su espacio, le hicieron un alcorque y vertieron un plato de agua que la plantita supo administrar para su crecimiento. Y, en el tiempo siguiente, el olivo formó parte de la felicidad y del amor de aquella casa y, al sentirse querido, igual que ellos, le ganaron las batallas a los días y se fortalecieron, y cuando las adversidades ganaban y los inviernos alargaban la oscuridad, aquel amor compartido era el refugio para recomponerse y seguir peleando. El amor aprende a darle el sitio a cada uno, a respetarse, como el árbol se lo daba a las ramas que le crecían y en las que las abejas mantenían el mundo, y aprendieron a darle importancia al otro y ayudarse. El amor está escrito en las ramas de los árboles. Conforme van creciendo, a veces tiran derechas al cielo y otras veces las ramas se retuercen y crecen de lado, pero todas le dan fuerza a los troncos. Pues eso es quererse, así de fácil: dejar que las ramas crezcan para donde quieran, brotes de un mismo tronco, saber mirarlas y escucharlas y cuidarlas para que den buena sombra y nazcan sus frutos. Como los pajarillos que nacen en los nidos que el árbol sujeta y protege, nacen las aceitunas y los hijos, con el mismo cariño, con la misma savia y el mismo cobijo.
Y cuando el tiempo anega los campos de la memoria y del sentir, entonces la vida ha pasado y uno tiene que apuntarla en su corazón para que todos los días sean la celebración de esos recuerdos y esos porvenires, porque el único tiempo del amor es el presente y muere a cada minuto y deja la boca cargada de palabras y de abrazos de otro tiempo pasado o por llegar. Y el amor, que es una puerta que solo se abre desde dentro, se queda para siempre de par en par para que vivan las ramas y los pájaros y los recuerdos en las habitaciones del corazón, y las llenen de ruidos y de las luces de los momentos compartidos con el árbol que también se ha enamorado y crecido como solo lo pueden hacer los seres generosos que viven paran los demás, cada uno a su manera se entrega con lo que tiene, cada uno se convierte en lo que siente. Y cuando ya nada queda tras los ojos, a pesar de tanto equipaje, nadie está listo para partir por el dolor de lo que deja, que nada hay más triste que la desolación de una casa, que la tristeza de un árbol quemado. Por eso hay que huir de la tristeza para volver a esas habitaciones compartidas, para volver a andar entre las ramas verdes de los árboles en los que alguien nos espera.
—Rosa, ¿tú me quieres?
Entré en la habitación en la que estaba mi madre. Miraba hacia la ventana.
— Quiero irme contigo, para no tener que esperarte, para no dejar de quererte.
Al día siguiente mi madre se fue a buscar la compañía de mi padre.
Regresé a la casa. El olivo me vio llegar por encima del tejado, vi sus ojos sobre las paredes calcinadas. Dejé las dos urnas en el suelo, cerca de lo que había sido la mesa. Del patio llegaba un lamento sordo y profundo. Podé las ramas quemadas y, frente a la mutilada mirada del árbol, las reuní al otro lado del patio y ardieron hasta reducirse a cenizas. Entonces excavé un hoyo junto al tronco del olivo. Vacié las urnas y mezclé las tres cenizas para que siempre estuvieran juntos, para que pudieran abrazarse en la fría noche de la muerte. Después rellené las urnas para que no tocara la tierra aquellas bocas que tanto se habían besado, las cerré y las enterré en el hoyo. De las hojas sanas rezumaba el aceite que lloraban las aceitunas y caían sobre la tierra formando una lápida.
Arreglé la casa y me mudé con ellos. El olivo renacía y los pájaros volvían a trepar por el verde milagro de la primavera. Algunas tardes encontraba ramos de flores en la puerta y cartas con palabras de amor.