59. Venero

Victoria Eugenia Gómez Sánchez

 

Parece que las cosas sencillas se las hubiera tragado el tiempo. Así, desde la ventana de la memoria, miro el recuerdo de aquellos días de la infancia donde la vida era simple y bella a la misma vez.

Para merendar bastaba darle un pellizco a la tableta de chocolate, meterlo entre dos trozos de pan y salir corriendo a jugar. Lentejas para almorzar, si las quieres las comes y si no para mañana, porque lo que hoy sobraba en el plato se comía al día siguiente, nunca se tiraba nada. La basura orgánica, la única que existía en las cocinas, se echaba en un mismo cubo y cuando estaba lleno se llevaba a casa de Rosarillo, su lustroso cerdo daría buena cuenta de ella. Para picar, cuando el gusanillo del estómago se empezaba a retorcer por lo aromas de la cocina, mi madre ponía un plato hondo, con un dedo de aceite de oliva una pizca de sal y la panera con pan cortadito. Mojar pan en aquel aceite de oliva, que se quedaba adherido al paladar, era saborear la tierra recién labrada, el rayo de sol que atraviesa cada oliva.

Mi madre decía que el aceite de oliva servía para todo. Un buen chorreón de aceite de oliva ensalzaba cualquier plato, gourmet que le llaman ahora. Ella lo sabía bien, tenía un cutis terso, como porcelana, su único tratamiento facial era cada noche mojar un trapito en aceite de oliva y masajear bien cara y cuello. Su pelo espeso, esponjoso, ondulado como nubes de algodón, se lo nutría con unas gotitas de aceite de oliva en las puntas. Venero esta tierra nuestra de olivos y las manos de los agricultores que los cuidan. Con la alcuza venero ese hilo dorado de las cosas sencillas.