58. Añoranzas entre olivos
En mi mente brotan multitud de recuerdos de los olivos, como en una nebulosa, y los olivares aparecen algodonados por las nieblas invernales del campo castellano, duro y rudo, pero a la vez amable y afable. Y todos esos recuerdos tenues y borrosos se van convirtiendo en realidad palpable, como cuando se desvanece la blanquecina bruma de la niebla y deja paso a un día soleado y brillante, en el que mis añoranzas entre los olivos se transforman en palabras lúcidas y diáfanas que hilvanan este sentimental relato.
Resuenan en mis oídos las frases cariñosas pronunciadas por mi padre mostrando su devoción hacia sus longevos olivos, heredados de su familia, que descubrían su vida centenaria en cada surco y rugosidad de los troncos. En ellos, el paso inexorable del tiempo se equipara con su excelencia, porque los olivos son como los amigos, que los mejores son los más antiguos. Mi padre los trataba como a un hijo, con cuidado y mimo en cada aceituna que recogía, en cada azada que daba, en cada aliento que respiraba junto a ellos. Los sentía como una parte de sus entrañas y como una viva impronta de nuestro patrimonio natural y cultural. Por eso decía:
—“Sin tierras ni olivares, ¿qué sería de nuestras ciudades?” Y permanecía pensativo, observándome con su chispeante mirada. Sus ojos tenían la tonalidad verde de las aceitunas, no podía ser de otro modo.
A lo largo de todo el año, los olivos necesitaban cuidados continuos. Cada estación tenía unas labores propias. Después de la recolección, había que podar, cavar, quitar malas hierbas, observar cómo iba su floración, para comprobar que se cumpliera el refrán de “flor del olivo en mayo, aceite para todo el año”. En otoño, había que prestar atención a cómo iba engordando la aceituna, según las lluvias y las temperaturas.
Al llegar el invierno, en torno a la Navidad, teníamos que cumplir el sagrado rito familiar de ir a recoger las preciadas aceitunas, ya que por San Silvestre se entinaja el aceite, porque la aceituna, hay una por San Juan y ciento en Navidad. Y toda la familia nos despertábamos, entre nieblas y escarchas, “al amanecer de Dios”, y salíamos con las estrellas para volver con los luceros. Nos convertíamos en una cuadrilla de afanosos aceituneros. Años atrás, el trabajo de hombres y mujeres era diferente. Los hombres vareaban y cogían grandes cantidades en los paños. En cambio, a las mujeres se nos relegaba a un trabajo más ingrato, recoger las aceitunas caídas en el suelo, una a una. Después, afortunadamente, el trabajo se igualó y hombres y mujeres vareábamos olivo a olivo para sacarle su pequeño, pero gran fruto. Para todos, era una recolección muy valiosa, no económicamente, pero sí por su implicación afectiva.
El itinerario para llegar del pueblo al olivar lo recuerdo como un camino sinuoso, en el que me asustaba perderme si me despistaba por esos andurriales. Primero teníamos que atravesar la vía del tren por un paso a nivel, con una señal en aspa que advertía “Ojo al tren, paso sin guarda”. Después llegábamos a un paraje llamado La Nava, en el que había un manantial con grandes piedras alrededor, usadas como lavadero. Yo caminaba sintiendo recelo y temor al escuchar los mugidos de toros bravos de una ganadería cercana. Al avanzar por un sendero pedregoso, en la ladera del monte, muchas veces embarrado, nos desviábamos por el Pozo del Calero, una construcción circular en la que antaño se fabricaba cal. Por fin, llegábamos a nuestros olivos, que eran llamados “de la cabra” porque fueron canjeados por unos antepasados a cambio de una cabra.
Yo, cuando era niña, entremezclaba mis juegos infantiles, correteando entre los troncos y disfrutando cuando se iban llenando los sacos. Recuerdo cómo me subía al tractor con torpeza, pero también con entusiasmo, cuando llevábamos las aceitunas a la almazara del pueblo, que todos llamábamos la prensa o el molino. En nuestro pequeño pueblo, Cañada de Calatrava, la prensa era un referente, por ser punto de encuentro, de recolección y el de mayor actividad económica.
La arcaica y vetusta almazara, como bien significa su nombre derivado del árabe, era el lugar donde se exprimía la aceituna. Todo el proceso se hacía artesanalmente. Tenía varias piedras grandes que giraban y molían las aceitunas y debajo se ponían baleos redondos de esparto, que servían de amortiguadores, con un agujero en el centro.
El aceite obtenido se conservaba en un alcuzón, un recipiente de hojalata en el que se podían almacenar varias decenas de litros. Recuerdo el alcuzón con una imagen difusa, pintado de verde, y que siempre estaba guardado en la cámara de la casa de mi abuela. Esa cámara nada tiene que ver con los significados de esa palabra en la actualidad, sino que, en las antiguas casas manchegas, la cámara era una estancia situada en la planta alta. Era un espacio diáfano, que se utilizaba como almacén o trastero, en el que se colocaban dos tipos diferentes de objetos. Por un lado, las cosas inservibles, que ya no se usaban y se dejaban de recuerdo, y por otro lado, alimentos que se recolectaban en el campo. En ese apartado, estaba el alcuzón del aceite, junto con jamones y embutidos colgados para secar, hortalizas de temporada, sacos de trigo y cebada, frutas como uvas, melones o higos. A la cámara se accedía por una escalera de piedra sin barandilla, y, en general, no tenían ventana o sólo un ventanuco pequeño. Desde mi visión de niña, era un lugar misterioso, porque lo percibía como enorme, lleno de sombras y de cachivaches almacenados, que alentaban mi imaginación.
Del alcuzón cogíamos el aceite, que representaba, para mí, un líquido mágico, porque era el remedio para todo. Se usaba para reblandecer el cerumen de los oídos, para el cansancio de pies, encías dolorosas, estreñimiento, heridas. También la infusión de las hojas de olivo servía para tratar la hipertensión y la fiebre. Con el aceite usado además se elaboraba jabón, para todo el año poder lavar con las tablas de madera en el arroyo cercano o en el manantial llamado Las Peñuelas. Pero, fundamentalmente, el aceite de oliva virgen extra es el ingrediente más genuino e imprescindible de nuestra dieta mediterránea.
Quise volver a vivenciar sensorialmente todas esas experiencias pasadas en los olivos, por eso degusté una cata de pan con aceite y azúcar, como las que me hacía mi abuela para merendar, y yo las saboreaba en la antigua mecedora al lado de la alacena. Recordé los olores fuertes, inconfundibles, de las aceitunas en la prensa, el ruidaje continuo de los conos de piedra en la molienda. Y las texturas rugosas de los troncones, que yo palpaba rebuscando cada recodo. En el tronco, daba tres toques suaves, con la superstición de que, si tocaba madera y le contaba al árbol mis pesares, los duendes que allí habitan vendrían en mi ayuda.
Además, los olivos van unidos en el recuerdo a los animales que teníamos en casa, que eran parte integrante de la familia: la burra Pacha, y los perros Keti y Tea. Los tres nos acompañaban cuando íbamos al olivar. Pacha era una afable burrita de color gris claro, con pelo suave. Ayudaba a transportar aperos, agua, comida. Keti era un perro rápido y saltarín, de color negro con el hocico blanco. Tea era una esbelta perra color canela. En el campo, eran muy buenos cazadores. Corrían a capturar presas como perdices o conejos y volvían solos a casa con el animal cazado. Mantenían una complicidad tal con mi padre, que sólo con los gestos se comunicaban y él decía que sólo les faltaba hablar.
Este humilde olivar tenía solamente treinta y tres olivos, pero eran grandes, muy productivos, con buenas cosechas, que aportaban el aceite necesario para la familia durante todo un año. En el centro del olivar estaba plantada una gran encina centenaria, “impasible, casta y buena” como escribió Machado. Era punto de referencia para el trabajo olivarero. Alrededor de ella, mi padre construyó una pedriza, formando un majano circular y allí se situaba lo que él llamaba el hato, en el que depositaba los aperos de labranza y donde se hacía el condumio, las comidas típicas campestres, como el ajo patatas.
Cerca de los olivos había una laguna estacional, como los típicos aguazales del Campo de Calatrava, en Ciudad Real, que aparecía o desaparecía según la lluvia recogida. Por eso, durante el estío, permanecía seca, pero tras las épocas de lluvias, aparecía rebosante de agua y de vida. En esos periodos, los olivos se reflejaban claramente en la laguna como en un espejo. Cuanto más calmada estaba el agua, más nítido era el reflejo que proyectaba. Desgraciadamente, con la falta de lluvias, la laguna cada vez está más seca y añoro con morriña la espléndida imagen de los olivares espejeados en ella.
También vienen a mi memoria todas las costumbres relacionadas con las ramas de olivo, que históricamente eran consideradas como símbolo de paz, porque se usaban por los ejércitos vencidos en una batalla, que cargaban ramas de olivos en sus manos como petición de paz. En mi pueblo, rememoro con nostalgia la tradición del Domingo de Ramos, en la que después de la misa, las ramas de olivo bendecidas se repartían entre todos los paisanos, y después las poníamos entrelazadas en las rejas de las ventanas, con la creencia popular de que así se espantaba al diablo. Desde mis ojos de niña, yo mostraba mi cara de sorpresa y misterio al contemplar cómo el cura bendecía las ramas con agua bendita. Después las llevábamos a casa, y yo iba corriendo a toda prisa, deseando colocarla en el balcón y respirar con alivio, porque así confiaba en que el diablo no entraría en nuestro hogar.
Cuando mi padre acusó el paso de los años, no pudo ocuparse de las tareas arduas del cuidado de los olivos. Por eso, tuvieron que venderse con pesar y tristeza. Él los recordaba con nostalgia, pero también con la satisfacción por el trabajo realizado en ellos durante toda su vida. Él presentía que la Parca, en su trabajo de hilandera, se le estaba aproximando, para llevárselo consigo. Y que el hilo de su vida pronto acabaría cortado por unas invisibles tijeras.
Toda esa riqueza gastronómica, cultural y ancestral no debe perderse. Por ello, animo a todas las personas relacionadas con el cultivo del aceite de oliva para continuar con su cuidado y promover su conocimiento. Así, otras personas tendrán la oportunidad de vivenciarlo, con actividades de oleoturismo, tales como rutas senderistas por olivares, visitas a almazaras, experiencias gastronómicas, catas de aceite, celebración de eventos, y todo ello también para propiciar el empleo, la economía, el aumento de población de esos pueblos ligados a nuestro oro líquido, producto único por sus extraordinarias propiedades.