
56. No se trata solo de palabras
—No os entiendo, habláis todos a la vez, dejadme tranquila, me duele la cabeza, estoy nerviosa con todo esto de la mudanza. Necesito pasear y que me dé el aire. Me voy a dar una vuelta. Será solo un rato, estoy agobiada—dijo Noelia a la vez que dibujaba una marina imaginaria junto a un par de alcayatas huérfanas de cuadro.
Y agarrando al vuelo llaves, bolso y la chaqueta verde que tanto le gustaba se marchó cerrando suavemente la puerta. Atrás quedaban marido e hija moviendo brazos y boca.
Ya en el rellano, amagó el gesto de llamar al ascensor sin acabar de decidirse. No se sentía con fuerzas para enfrentarse al traqueteante cubículo de puertas ciegas, no con la cabeza a punto de estallar. La conversación durante la sobremesa la había agotado. «Será mejor que baje andando,», pensó.
Comenzó a contar los escalones de cada tramo: «siete, tres, siete», concentrándose en la serie para no pensar en nada más. El orden la tranquilizaba, hacía mucho que las palabras parecían flotar inertes dentro de su cabeza sin acabar de tomar impulso. «Es el estrés», decía a su marido cuando no atinaba a encontrar el nombre que buscaba, «necesito descansar unos días.»
Al llegar al escalón número cincuenta y dos, todavía acunada por la cadencia de las cifras, se detuvo un instante para abrocharse la chaqueta. Afuera, sin siquiera echar una ojeada al bullicioso grupo de operarios que montaba un escenario para las fiestas del barrio, comenzó a caminar hacia la estación de La Sagrera. A primera hora de la tarde del domingo los vagones del metro estaban casi vacíos. Tan solo alguna que otra pareja con hijos volviendo de alguna reunión familiar y trabajadores de aspecto cansado. No tuvo pues que preocuparse porque la incomodase alguien sentándose a su lado. En otras circunstancias no le hubiese importado ir apretada y sentir breves contactos de brazos y chaquetas, pero después de abandonar precipitadamente su casa, necesitaba aislarse y detener el torbellino de imágenes y palabras que la acompañaban.
En cuanto se puso en movimiento el metro, cerró los ojos, sujetó firmemente el bolso sobre su falda y comenzó a librar su particular batalla contra el carrusel de figuras y murmullos que poblaba su cabeza. Nadie que la mirase sospecharía de la disputa entre tales adversarios. Tampoco nadie reconocería el instante en que Noelia fundió el sonido de la megafonía con el del eco de un monólogo reptando por su cabeza.
«En cuanto nos hayamos mudado y pueda sentarme por las tardes en el patio de la casa de Campillo todo será diferente», pensaba Noelia. «Ahora estoy demasiado nerviosa, no puedo concentrarme y seguir el ritmo de trabajo, Juan tendrá que ocuparse solo del negocio hasta que me encuentre mejor. Lo quiero mucho, no se lo pensó dos veces cuando le dije que necesitaba detenerme y descansar, que no veía otra forma de deshacerme del peso que me ahogaba sino cambiando de aires. Lo veo mirarme preocupado, cree que no me doy cuenta, se estruja las manos y respira hondo, casi puedo oírlo cuando piensa en mí. Mudarnos nos ayudará, no solo a mí a él también, podremos continuar haciendo las mismas cosas y a la vez disfrutar del vuelo de las carracas tiñendo de azul la campiña de Jaén. Para Ana al principio será difícil vivir sola y estudiar, pero se acostumbrará, tenemos una hija inteligente, ya solo le falta un año para acabar la universidad. Sé que está inquieta, por ella y por mí también, aunque me encanta cuando dice que no me preocupe y vayamos tranquilos y me abraza. Sé que puedo confiar en ella. De todos modos, tampoco será una mudanza definitiva, no podría vivir separada de mi hija. Será una temporada, aprovecharemos que con los ordenadores se puede trabajar desde cualquier lugar para cambiar de paisaje. Estoy segura de que en cuanto lleve unos días cuidando mis queridas plantas y escuche cantar a los pájaros todo se arreglará. Si cierro los ojos veo el patio de la abuela con aquella tortuga tan grande paseándose entre los tiestos y a nosotros sentados debajo de la parra, también veo los veranos que pasaba en el pueblo y los juegos y carreras por sus calles; podré caminar otra vez por los campos de olivos y en primavera asombrarme de nuevo con el blanco purísimo y el oro de sus flores, sentir su fragancia como ya lo hice entonces, podré pensar con claridad, solo es cuestión de tiempo.»
Seis paradas más tarde, en la estación Urquinaona, se apeó no sin antes haber recogido un diario gratuito que alguien había abandonado a su lado. Solo prestó atención a una noticia de la primera página, sobre el resto planearon sus ojos sin otro fruto que el de enredarse en un ciclón de letras. De todos modos, guardó el diario en el bolso para intentar leerlo más tarde en su casa. No quería atollarse entre párrafos sino arrinconar el vértigo que la acompañaba y dejarse llevar por la ciudad caminando hasta la extenuación.
Las calles del centro de Barcelona a esas horas del domingo estaban muy poco concurridas, tan solo transitadas por unos pocos turistas y alguna que otra pareja camino de algún multicine disfrutando de la temperatura casi primaveral de la ciudad a pesar de ser febrero. El escenario deseado por Noelia, que solo buscaba un espacio donde no toparse con conversaciones ajenas ni participar en ninguna. Así que emprendió el camino de vuelta a casa escoltada nada más que por rótulos de paredes y fachadas.
En algunos se detenía para leerlos con calma, concentrándose en cada sílaba, sin el apremio de un gesto nervioso aguardando a que acabase la frase. Porque a Noelia le hubiese gustado que tuviesen más paciencia con ella, que no se adelantaran a sus respuestas, que la dejaran buscar el camino de las palabras sin impacientarse, pero no quería preocupar más a su marido ni a su hija y no decía nada. Tampoco les explicaba sus problemas para leer, lo que le costaba reconocer las palabras que antes fluían a borbotones, pero ahora pesaban como losas. O la vergüenza que sintió al excusarse de leer en voz alta la postal que le envió su hermana desde Grecia en el que era su primer viaje postpandemia. Al principio también pensaba que se trataba de estrés; todo el mundo le decía lo mismo: «descansa Noelia, la vida es para disfrutarla, déjate llevar, no puedes seguir así, no es bueno.» Y realmente no lo era, no había día que no la viesen con dolor de cabeza: un poco los lunes y rabiando los viernes. «Siempre he sido muy nerviosa,» se excusaba cuando le preguntaban; «desde que era pequeña», reía incómoda.
A las siete de la tarde entró de nuevo en su casa. La esperaban marido e hija con el ceño fruncido listos a regañarla por no haber respondido a WhatsApps ni a llamadas. Algo de razón tenían de sentirse preocupados, pero anticipándose a los improvisados centinelas, levantó la barbilla como si la hubiera sorprendido el olor de una fragancia desconocida y, con una amplia sonrisa, celebró el intenso olor a caldo que envolvía al piso con el gesto de aventar hacia la nariz.
—¿Habéis preparado algo para cenar? — preguntó Noelia eludiendo el interrogatorio—. Aunque es igual, no tengo mucha hambre, me haré algo o cenaré fruta, todavía me duele un poco la cabeza, pero casi nada, ya estoy acostumbrada. Me ducho, como rápido y me voy a la cama, estoy cansada.
A continuación, se desató un remolino de palabras familiares pero carentes de sentido, como si de repente le hablasen en una lengua vagamente familiar; un conjunto de sonidos conocidos a los que no era capaz de darles significado porque parecían pertenecer a otro idioma. Así pues, indiferente a unos reproches comprendidos a medias, a gestos de manos y cabeza que no veía ya camino del baño, pero intuía y también porque era consciente de que no haber respondido al teléfono en tres horas les había enojado, se duchó rápidamente, comió una manzana y en menos de una hora ya estaba tumbada sobre la cama esforzándose en leer el diario que unas horas antes había encontrado en el metro.
Tres meses después, también por la tarde, pero de primeros del mes de junio, Noelia miraba sentada bajo la parra del patio de la casa de Campillo una foto de ella misma escribiendo una carta. Se trataba de una vieja fotografía tomada por su madre el último día de verano antes de volver a la ciudad.
—¿Estás bien Noelia? —preguntó Juan poniéndole suavemente una mano sobre el brazo izquierdo—. Llevas mucho rato mirando esas fotos antiguas, pareces preocupada.
—No es nada, estoy bien, estaba pensando en mis cosas, déjame un rato más, quiero estar sola—respondió un tanto contrariada.
Y sin dejar de mirar la imagen volvió a sumergirse en el remolino de pensamientos que la acompañaba. «No puedo hablar, las palabras se niegan a salir, pero sé qué es lo que quiero decir», pensaba Noelia. «Sin embargo, no he olvidado nada, las fotografías me enseñan que es así. Siento y veo como antes. Aunque no pueda expresarlo soy capaz de revivir cada uno de los momentos y de las emociones escondidas en estas imágenes. Esta es del día en que escribí a un chico que acababa de volver a su casa después de unos días de vacaciones aquí mismo, en Campillo. Nunca la llegué a enviar, pero es igual; en aquel entonces tenía catorce años, no era más que una cría enamorada de un chico de diecisiete al que había conocido dos semanas atrás. Debe ser de mediados de agosto, porque David solo estuvo en Campillo las dos primeras semanas. Cuánto ha pasado y qué cerca parece. En aquel tiempo no tenía nada que hacer sino jugar a enamorarme desde que abría los ojos hasta desplomarme agotada sobre la cama bien entrada la noche.
Eran días deliciosamente iguales unos a otros. Comenzaban con el aire todavía fresco de la sierra de Alta Coloma entrando por la ventana de mi habitación. Apenas me despertaba, lo primero que veía eran los rayos del Sol atravesando las rendijas de la persiana y centenares de motitas de polvo danzando suavemente a los pies de mi cama. Me encantaba quedarme un rato despierta siguiendo el ritmo de la sierra en esas minúsculas partículas de la tierra del olivar. A veces creía oír voces que narraban sus historias en los campos de Jaén; sin duda se trataba de un duermevela en el que confundía el sueño con la realidad, pero parecían tan reales que llegaba a sobresaltarme cuando aparecía mi madre entre mis ensoñaciones para darme los buenos días. Luego, me levantaba e iba a abrir la ventana; como si representase una ceremonia de bienvenida a la naturaleza. Ponía los pies desnudos sobre las antiguas baldosas de barro cocido de la habitación, me asomaba, miraba hacia mi derecha y observaba durante unos segundos el juego de sombras de los olivos antes de salir pitando escaleras abajo para desayunar.
En aquel tiempo todavía no había piscina en Campillo de modo que las mañanas pasaban lentamente entre viajes a la vaquería cargada con una vieja lechera de aluminio llena de abollones, a la carnicería o al colmado ayudando a hacer las compras a mi madre. Aunque unos años antes, es verdad, cuando aún era una niña, las mañanas las pasaba entrando y saliendo a toda prisa del patio, jugando a la cuerda y moviendo a la Tortuga de la abuela aquí y allá hasta que el pobre animal abría el pico nada más verme. Pensándolo ahora podrían parecer aburridas las mañanas de entonces, pero no las recuerdo así. Quizá sea por esa cualidad infantil que llega hasta bien entrada la adolescencia por la que el tiempo transcurre de un modo completamente diferente al de los adultos. No lo sé, quizá sea eso, de todos modos, no era sino hasta pasar el letargo en el que se sumía el pueblo después de comer, que no comenzaba verdaderamente, al menos para una jovencita de catorce años como yo, el período en que comenzaban a aflorar las pulsiones más intensas.
Fue en una de esas tardes en el recodo del camino de la ermita cuando apareció un chico delgado como un palo, alto y de piel tan blanca que parecía llegar del invierno. Creo que era el sobrino de una mujer soltera del pueblo que lo alojaba unos días mientras sus padres arreglaban los trámites del divorcio. No estoy segura de su procedencia, pero sí de la conmoción de todo el pueblo en una época en que si no recuerdo mal hacía tan solo un año desde la legalización del divorcio. En cualquier caso, el resultado fue el enamoramiento casi colectivo, y yo entre ellas, de un atractivo joven que, más allá de sus enormes ojos miopes del color de la miel o de su tímida sonrisa, representaba para todas nosotras una cierta idea de transgresión.
Era bajo la encina centenaria camino de la ermita donde nos sentábamos después de cenar para comer pipas, charlar y esperar la llegada de la noche. A nuestros pies el mar de olivos se extendía infinito hasta confundirse con el cielo estrellado. Pero sobre todo era el lugar en el que latían con más fuerza nuestros corazones; el escenario ideal para escrutar sentidos ocultos de frases dichas al azar, insinuaciones veladas o, en alguna ocasión, besos y también roces de manos a veces involuntarios. Se me eriza la piel al recordar el modo en que aquellos anocheceres modulaban la intensidad de las emociones hasta alcanzar la forma de susurro. Ojalá hubiese sido más atrevida, pero el hecho es que nunca llegué a hablar con él más allá de un hola y adiós y alguna que otra frase entrecortada por la vergüenza. Pero siempre recordaré la primera vez que me enamoré. Luego vino Juan, cuanto lo quiero, y Ana, lo que más quiero en el mundo. Sin embargo, he pensado muchas veces en cuál habrá sido el destino de aquel chico que un día apareció de la nada en el corazón del olivar y después desapareció de igual modo. Aún más ahora que huyen de mi boca las palabras. No puedo evitar relacionarlo con aquella otra desaparición. Esta fotografía de aquel verano me ha hecho pensar mucho en eso. Antes me aterraba la idea de olvidar todo lo que viví, ahora lo imagino como la marca que dejó en mí aquel chico cuarenta años atrás. Él desapareció, y al hacerlo de algún modo nos obligó a que construyésemos su historia. Del mismo modo yo también estoy ahora obligada a buscar otras maneras de hacer mundos. No puedo hablar tal como quisiera, pero sí sentir las imágenes transformadas en emociones. Cuando me veo congelada en el tiempo cuarenta años atrás en este mismo patio de Campillo escribiendo una carta que nunca enviaría, experimento de manera quizá aún más intensa aquel vértigo que ninguna palabra, olvidada o no, podrá nunca proclamar.»
Una hora más tarde volvió Juan para encontrar a Noelia en la misma posición que cuando se fue. Con el gesto relajado de quien ha comprendido o alcanzado una meta o descifrado un misterio.
—Está oscureciendo—dijo Noelia frotándose los antebrazos—tengo un poco de frío, ¿puedes acercarme una chaqueta? No quiero entrar todavía, prefiero estar fuera un poco más.
—Está bien—respondió Juan ladeando la cabeza para ocultar sus lágrimas al Sol de la tarde del olivar—te ayudo a recoger las fotos y traigo algo para que entres en calor.
—No, no las recojas, está bien así. Tráeme también el bolso, dentro está ese diario que guardo.
—Sí, ya sé, el del artículo sobre el actor al que también han diagnosticado afasia.
—Ese mismo. Tráelo, por favor.