56. El olivar que antes fue encinar

Abril

 

Chiquitina, estos olivos los plantó mi bisabuelo Natalio hace más de ochenta años. Corría la década de 1940. En aquel tiempo era un hombre joven, aunque ya estaba casado y tenía varios hijos. Antes de comprar esta loma había sido arrendatario de una finca de tierra calma de secano en otro paraje distante unos diez kilómetros de aquí, donde cultivaba cereales. Al parecer era muy decidido, con un fuerte carácter, las ideas bastante claras y la suficiente energía y constancia para materializarlas. Me contaron que se aventuró en un viaje largo y desconocido en un tren renqueante a Madrid acompañado de su suegra, quien llevaba un canasto de piñonate como tarjeta de presentación, para hablar con una marquesa a la que finalmente le arrendó una finca.

Algunos años después Natalio decidió que iba a ser propietario y empleando las escasas ganancias obtenidas del arrendamiento compró unas pocas hectáreas de encinar en esta pendiente. Con mucho trabajo, sudor y paciencia convirtió las encinas en picón y empezó a plantar olivos, tarea que le llevó años pues debía obtener ingresos periódicamente con la venta del carbón para mantener a su familia, -que no paraba de aumentar con el nacimiento de nuevos hijos-, mientras crecían los olivos y hasta que dieran fruto al cabo de un lustro, como mínimo.

Esta tierra era conocida en la comarca por «el encinar» y como mi bisabuelo vino de fuera a establecerse aquí le apodaron «el del encinar» y por extensión todos sus descendientes somos denominados así.

Una vez que toda la finca estuvo plantada de olivos Natalio decidió construir un cortijo, ése que se ve arriba, eligiendo la parte más alta de la loma para su emplazamiento porque había conseguido agua en un pozo ahí cerca. Mi bisabuela Rosa prefería vivir en la parte baja de la finca, más próxima al camino y más alejada del monte porque mantenía presente el recuerdo de Perico, muerto supuestamente a manos de unos bandoleros o refugiados en las sierras por cuestiones políticas después de la guerra. Natalio no cedió a las exigencias de su mujer priorizando la comodidad de tener cerca el pozo al que había adosado a un lado una fuente abrevadero para los animales y al otro un lavadero y había reservado justo debajo una cuartilla de tierra para plantar la hortaliza y poder regarla sin desperdiciar mucha agua en las acequias y aprovechando la pendiente natural. Mi bisabuela amenazó a su marido con no irse a esa vivienda, pero las circunstancias (una pandilla de hijos pequeños de diversas edades y nula posibilidad de ganarse la vida con independencia de Natalio) no le permitieron cumplir sus palabras.

Así un día de primavera dejaron la casa que tenían alquilada en el pueblo, cargaron en carros los muebles y enseres para instalarse en el cortijo de la loma, con sus hijos y acompañados por animales domésticos que se acomodaban en los corrales adosados a la parte trasera de la edificación. Al despedirse de los vecinos del pueblo mis bisabuelos, como si tuvieran telepatía, al unísono recordaron el día que la joven Pepa había acudido muy preocupada a pedirle a Natalio que fuera a casa de Magdalena porque temía que se hubiera colgado en la tirante de la cámara. Mi bisabuelo siguió almorzando sin prisa porque había visto en la calle horas antes al amante de Magdalena, pero la cándida Pepa no estaba al tanto de las andanzas de la vecina y le parecía muy extraño que Magdalena se hubiera dejado la ropa a medio planchar. Tras muchos apremios de Pepa y terminado el almuerzo con parsimonia, Natalio fue a casa de Magdalena, comprobó que era cierto lo de la plancha, subió a la cámara y sólo encontró colgadas ristras de ajos, cebollas y alguna paletilla, pero ni rastro de Magdalena, quien apareció horas después a lomos de un caballo, acompañada por el vendedor ambulante de telas que una vez a la semana iba ofreciendo su mercancía por el pueblo y los cortijos de los alrededores.

Este bisabuelo fue agricultor y tratante de ganado, lo que hoy llamaríamos un emprendedor, pero en realidad era un hombre con las suficientes agallas para arrancarle a la vida lo que le interesaba. Nunca se durmió en los laureles y con tesón Natalio arraigó su familia a esta tierra, enseñó a sus hijos a cultivar los olivos para que fueran productivos en un suelo no muy fértil, siguió comprando más hazas próximas y plantándolas de olivos, emparentó con otras familias de la comarca a través de los matrimonios de sus descendientes, unos acertados y otros no tanto, pues la prosperidad económica que alcanzó atrajo unas veces a jóvenes de «buenas familias» y otras a cazafortunas de medio pelo e interesados de escasos principios.

A Natalio le alcanzó la vida para ver el resultado de su trabajo y organización (el cortijo totalmente construido y el olivar en plena producción) pero también la división de todo entre sus hijos. La primera vez que se sintió verdaderamente enfermo le pidió a un vecino de confianza que le ayudara a hacer partes lo más iguales posibles (un trozo de tierra que producía pocas aceitunas había que compensarlo en el mismo lote con otro mejor) y después, siguiendo la tradicion, sorteó entre sus descendientes los siete lotes, para que nadie pudiera pensar que había tenido intención de beneficiar o perjudicar a alguno de los hijos y hubiera rencillas entre ellos.

Antes de morir Natalio en 1969 ya se habían casado todos sus hijos, y en algún caso debió hacer un gran esfuerzo para no ponerle mala cara a algún yerno, como aquel que había tenido un hijo con una pobre mujer antes de casarse y nunca lo reconoció ni se responsabilizó de nada o aquel otro que se creía con derecho a darle un bofetón a su mujer cuando a él le venía en gana u otro que era más flojo que un muelle de guita y para que hiciera algo en el olivar tenía su mujer que ir delante.

El tercer hijo de Natalio fue mi abuelo José, casado a finales de los años 50 con Isabel, una buena muchacha de la comarca a la que se declaró en una fiesta de carnaval; se estableció en el pueblo en una casa comprada un año antes, quedándose en la vivienda del campo algunas hermanas suyas con los respectivos maridos. En esta época muchas personas de Andalucía y de otras regiones (porque entonces todavía no existían las Comunidades Autónomas, que son una creación de la Constitución Española de 1978) emigraron a Cataluña pero mi abuelo y todos sus hermanos se quedaron en la comarca, gracias a la herencia del bisabuelo que les permitía obtener ingresos para vivir, eso sí administrándose bien pues cada descendiente tenía la séptima parte de la finca de Natalio. Algunas elecciones de pareja no habían sido las más idóneas para mantener el patrimonio familiar, así una hermana del abuelo José, aconsejada por su marido, quien se creía un crack en temas económicos, acabó vendiendo los olivos para invertir en viviendas con la fiebre del ladrillo de los años 90, pareciendo inicialmente que había actuado fenomenal, pero se arrepintió de la decisión cuando en el año 2008 pinchó la burbuja inmobiliaria y se quedó con varios pisos comprados, únicamente con las entradas pagadas, y con las hipotecas pendientes sin saber cómo hacerles frente, acabando los pisos embargados por las entidades bancarias prestamistas.

Como te decía, chiquitina, mi abuelo José fue un agricultor de manual, no le gustaban los animales, vivía en el pueblo, pasaba su tiempo libre en el casino haciendo vida social con sus paisanos, procuraba obtener la máxima producción de los olivos, fue el primero que se compró un tractor en cuanto empezó a ocuparse de la tierra, pues a su padre (mi bisabuelo) le había tocado trabajar con bestias para todas las faenas (yuntas uncidas o mulos aparejados según el trabajo), fundó la cooperativa del pueblo con otros socios y la presidió durante ocho años. Antes de que se generalizaran las cooperativas los agricultores vendían su cosecha a corredores, que en realidad eran unos intermediarios entre los productores y las almazaras donde se transformaban las aceitunas en aceite. Comentaba mi abuelo que los corredores pagaban pronto, -cuando no hacían como uno que estafó a numerosas personas porque se fugó a Latinoamérica dejando pendientes de pago toneladas de aceitunas-, y las cooperativas liquidaban al final de año porque esperaban hasta haber vendido el aceite para cerrar la contabilidad, pero al no existir intermediarios y autogestionarse favorecían los intereses de los olivareros.

La segunda generación «del encinar», que fue la de mi abuelo José, se dedicó principalmente al cultivo del olivar; una hermana suya hizo algún pinito en otro sector como la hostelería, y un cuñado compaginaba la llevanza de la tierra con un taller de carpintería en el pueblo. Fue una generación que no tuvo una buena formación académica porque cuando eran pequeños no existía la escolaridad obligatoria y en el mundo rural se ocupaban de la enseñanza de los niños maestros ambulantes, que iban durante todo el día de un cortijo a otro enseñando lo más básico, pagados por las familias, comiendo en la casa donde le ofrecían sentarse a la mesa, de ahí el dicho «tiene más hambre que un maestro».

A mi abuelo José le tocó un tiempo de cambio en el olivar por la mecanización (pasó de labrar la tierra y recoger las aceitunas de forma manual a hacerlo con maquinaria), el distinto perfil de los trabajadores ( primero fueron locales, pero después se iban incorporando inmigrantes) y un gran aumento del papeleo tras la incorporación de España a las entonces Comunidades Europeas en 1986 (los planos, fotos, solicitudes y demás requisitos para las subvenciones).

Chiquitina, este abuelo tenía fama de conciliador y formal, por eso el vecino Sebastián recurrió a él cuando se jugó a las cartas la matanza y la perdió. Al parecer, cuando acompañó a Sebastián para hablar con su mujer, la encontraron apostada en una ventana, escopeta en mano, gritando «si alquien quiere llevarse la matanza le vuelo los sesos».

El segundo hijo de José es mi padre. En esta tercera generación «del encinar» sólo uno de mis tíos se dedica en exclusiva al olivar, pero todos conservan su parte de tierra, aunque la agricultura es su segunda fuente de ingresos, de un importe ya reducido. Mi abuelo decía que el trabajo en el campo era muy duro, inestable e imprevisible, siempre pendiente del tiempo, además de la reducción de la extensión de tierra por las sucesivas particiones, de modo que fomentó la preparación de sus hijos para que pudieran ganarse la vida en otras ocupaciones, por eso tengo tíos que trabajan en la sanidad, en la administración o poseen negocios propios .

Mi padre tiene muchos primos que le han dado variedad a la descendencia «del encinar» y también motivos de cotilleo, desde la ruina económica de su primo Enrique, tan sobrado él pensando que los préstamos no había que devolverlos, -decía si no tenéis dinero es porque no queréis, es tan fácil como firmar unas cuantas veces y te dan lo que necesites-, hasta la sonada infidelidad de su prima Carla cuando desapareció dejando al marido con dos hijos adolescentes y la localizaron pasadas unas semanas en Matalascañas disfrutando de su amante y dos millones de pesetas que había sacado de la cuenta bancaria conyugal; sin olvidar el enorme prestigio profesional de su prima Elvira que ocupa una cátedra en una importante Universidad Europea.

La generación de mi padre está a caballo entre el mundo rural y el mundo urbano, tienen formación académica, han viajado, conocen otras culturas, trabajan en el sector servicios principalmente, pero a la vez mantienen un fuerte vínculo con el olivar y están impregnados de la cultura agraria por su mentalidad de ahorro (en el campo los años son de 24 meses, decía mi abuela para referirse a que los olivos un año producían una buena cosecha y al siguiente escasa, por lo que había que administrar los rendimientos del año productivo para vivir hasta la siguiente cosecha abundante), por su capacidad de trabajo, por la valoración del esfuerzo en contraposición a la mentalidad de querer obtenelo todo con facilidad e inmediatez.

Allí viene mi madre, llamada Elisa; la organización personificada, con un teléfono móvil en la mano para cerciorarse de que tiene cobertura en el lugar donde se encuentra. Estoy segura de que lleva un segundo teléfono en el bolso, por si acaso. Su carácter perfeccionista no la convierte en una madre cómoda pero con el tiempo he valorado lo mucho que ha resuelto en su vida. Hoy ha insistido en acompañarme con el pretexto de que tocaba regar las parras de la entrada.

Ella se empeñó en comprar la casa de la loma en 2010 cuando una prima de mi padre y su marido, que habían puesto un negocio de turismo rural, se divorciaron. La situación legal estaba enredada, tuvieron que pleitear, esperar y les costó una buen suma, pero consiguieron la vivienda de los antepasados, la rehabilitaron y ahí pasamos en confinamiento en el año 2020, esa época tan extraña en la que para poder dar un paseo por una ciudad había que tener perro o pedirlo prestado, como hacía una amiga de Jaén.

Chiquitina, tu padre se llama Roberto y yo lo conocí en Oporto, donde coincidimos haciendo un Erasmus en el último curso de la carrera, él estudiaba Agrónomos y yo Económicas. Hubo buena conexión desde el principio y pasamos juntos muchas horas, me gustaba acompañarlo a los viñedos de Vila Nova de Gaia en los que experimentaban una nueva forma de plantar las parras para que fueran más productivas. Cuando volvimos de Portugal continuamos con la relación a distancia, él en Castilla-La Mancha y yo en Andalucía. Los avatares laborales nos llevaron, a tu padre y a mí, a trabajar en distintos lugares y para poder vivir juntos decidimos trasladarnos los dos a Madrid, porque la capital ofrece muchas posibilidades. Al principio las expectativas y la ilusión por el nuevo proyecto vital nos tenían siempre contentos, pero la impersonalidad de Madrid, el tiempo que hay que dedicar a cualquier desplazamiento y la ausencia de vínculos afectivos fuertes, excepto la pareja, poco a poco fueron creando una sensación de desarraigo y nostalgia que desembocó en una situación tensa e insatisfactoria.

Una vez embarazada, no me daban tregua el estrés, insomnio y desasosiego, así cuando vinimos a pasar la Navidad decidí que no ibas a nacer en Madrid sino en esta tierra y ahora veo con claridad que en estos olivos están mis raices, que son parte de las tuyas, y en el corto plazo no voy a volver a la capital; aquí nacerás y serás la última, por el momento, de la saga «del encinar».

EPILOGO

Chiquitina nació el 30 de julio de 2023 en el hospital provincial, en un parto muy medicalizado con epidural e episiotomía, pero mejor ahorramos los detalles. El padre estuvo presente y cuando cogió a la bebé se le iluminó la cara, resistiéndose a entregársela al personal sanitario al ser requerido para ello. Una semana después, chiquitina y sus padres se instalaron en la casa de la loma, asistidos por Elisa, la mujer de las múltiples ocupaciones: lo mismo limpia el baño que hace la declaración del IVA, ahora aconseja cómo cuidar a la nieta o le hace ropita.

Roberto, como buen agrónomo, se ha visto seducido por los olivos, empezando a investigar la forma de mejorar la productividad, igual que en sus años de estudiante hizo con la vid. Está entablando relaciones, mitad amistosas mitad profesionales, con los primos y tíos de su mujer indagando sobre el riego por goteo, el cultivo ecológico, la posibilidad de registrar una marca de aceite del encinar y comercializarla por internet.

Parece feliz aquí, con todos los corrales traseros disponibles para alojar a su caniche, aunque la mascota siempre está en la cocina o el comedor. Si la bisabuela Rosa pudiera ver al perrito dentro de las habitaciones de la familia y hasta en el baño le daría un soponcio, diría ¡Jesús, si los animales viven mejor que las personas¡.

Ha instalado una pantalla grande de televisión al lado del cuadro con el Cristo del Paño y en la alacena, junto al quinqué para alumbrarse antes de que instalaran la electricidad en los años ochente, al almirez de alguna antepasada de la saga del encinar, Roberto guarda su tablet, su ordenador portátil, su teléfono móvil de última geneneración y sus correspondientes cargadores.

La reciente madre acuna a chiquitina en una de las mecedoras que compró Natalio -restauradas por Elisa-, a ratos sale a los olivos para que la bebé tome el sol y el aire en las horas menos calurosas. Mientras está sentada a la sombra del parral en la puerta de la casa con un ojo mira las noticias económicas y con el otro a la niña, tan delicada, con un olivo y una parra diminutos de oro, engarzados en una cadenita colocada en el cuello, regalo de los abuelos. Desde la parte más alta observa en pendiente la loma como un tapiz marrón con lunares verdes donde se aprecia un remiendo también marrón pero con rayas verdes (el trozo donde un heredero arrancó los olivos que plantó Natalio y sembró otros pequeños, alineados muy cerca entre ellos para que pudiera recolectarse la aceituna con una máquina).

La economista piensa en el futuro de su hija y de la finca, en este mundo en cambio, que avanza a una velocidad vertiginosa, donde a alquien se le ha ocurrido hasta la venta de parcelas en una realidad virtual, a la vez que pasea entre esos olivos que han sido testigos mudos de casi un siglo de historia, pero se siente optimista porque la familia se ha adaptado a los nuevos tiempos y el cultivo del olivar tiene milenios de historia, argumentos sólidos para vaticinar que ambos sobrevivirán.