54. Un olivo en la Argentina
—Decime ¿Cómo vos amás a una plantita más que a la tullida de mi hermana con la que te casaste?
La pregunta se hizo en ese tono que usan de manera exclusiva los argentinos y cuya musicalidad seguro que está justificada en algún par de nucleótidos de la cadena de ADN, circunstancia esta que, estoy convencido, convierte a nuestros hermanos sudamericanos en una subespecie del género humano.
Roberto era mi cuñado. Es mi cuñado. Y la tullida es mi esposa. El cabrón de Roberto insiste en denominarla tal cosa porque ella tiene cada ojo de un distinto color. Uno es azul y el otro marrón. Pero la llama tullida delante de todos y detrás de todos también. Carmen, mi esposa, odia a su hermano por ello. Ya desde el colegio, Roberto insistía en lo que, según él, era una clara minusvalía indicativa de que una parte de la familia se manifestaba claramente incestuosa, cosa por la que la su madre también lo odia. Su padre lo ignora. Pero a mí siempre me hizo gracia aquello, por lo que Roberto y yo hicimos migas desde el principio.
—No entiendo por qué dices que quiero más a mi oliva que a tu hermana. Mi plantita es un recuerdo de mi tierra a la que añoro como es normal. Y a las plantas hay que regarlas. Y eso hago.
—Es sencillo eso, boludo. Tú riegas dos veces a la semana la plantita ¿No es eso?
—Correcto.
—Pues estoy seguro que a la tullida no la riegas tanto.
Así es Roberto.
La crisis de 2007 me había llevado a la Argentina con la promesa de un empleo y sueldo. Lo que iba a ser un paréntesis en mi vida se convirtió en un punto y seguido cuando conocí a la tull…, Carmen. Cuando conocí a Carmen. Me enamoré y de pronto habían pasado quince años. Buenos Aires fue acogiéndome entre sus brazos poco a poco para no dejarme ya escapar. Solía regresar a Andalucía por Navidad, y de la última me traje un esqueje de olivo que era el que traía entre manos cuando mi cuñado decidió dejarse caer por casa.
—Y dime, pibe. Vos sos un capo en esto de las olivas, ¿no?
—Bueno, a ver. Esto es como lo de los toreros. En España no somos todos toreros. Yo sé cosas de los olivares. Mi tierra está rodeada de ellos, quieras que no algo se pega. ¿Qué quieres saber? ¿Algo concreto, o así en general?
—¿Cuántas olivas hay que tener para ser rico en España?
Roberto siempre es original en sus cuestiones.
—¡Buf! Eso es difícil. Déjame pensar. ¿Cuánto, según tú, es ser rico?
Me gustó mi maniobra dialéctica. Con Roberto siempre es un recibir continuo cuando se conversa con él. Hay que meterlo en aprietos para ir poniendo límites a su ingenio.
—Digamos que cuando tenés plata suficiente para no poder gastarla en tres vidas.
—¿Tres vidas, por qué tres vidas?
—Para que sobre, boludo.
—Pues entonces un millón de olivas.
—¡Un millón!
—Pa que sobre, gilipollas.
—Venga va, che. Dejate de quilombos. Si preguntaba es para interesarme por vos y lo que has mamado allá, que a los gallegos hay que sacaros lo vuestro palabra por palabra.
Tenía razón Roberto. No era fácil para mi hablar donde la añoranza rasgaba gargantas y traía recuerdos mezclados con suspiros. Si podía lo evitaba y ello me hacía diferente a estas gentes que sembraban palabras como nosotros olivos. Lo que dejé atrás en el tiempo no fue solamente ruina y miseria, y ahora que lo pensaba, nunca lo dejé atrás pues se vino conmigo.
—Bueno, mira. Te diré que en mi tierra las gentes son un poco como los olivos. Secos, duros y con fruto. No son desde luego como los argentinos que tenéis más encanto que vergüenza.
—¡Oye, pibe! —protestó Roberto.
—Pero si es un cumplido —atajé yo—, ya quisiéramos la mitad del talento que hay en esta tierra, pero allí se trabaja, aquí vivís de la poesía y la conversación.
—Bueno, che. También tenemos estrategia. Casamos a las tullidas con terratenientes.
—Yo no soy terrateniente. Pero una vez lo fui.
—¿Fuiste rico?
—Bueno, no llegué a saberlo nunca. Un incendio se llevó por delante una herencia que mi abuelo me legó en forma de olivar.
—¿Qué pasó, pibe?
—Bueno, es una larga historia que ahora no viene al caso. Te diré que fui yo el que le pegó fuego a aquello, pero fue sin intención. No vayas a pensar que quería cobrar el seguro o algo así. Digamos que no siempre tenemos las mejores ideas.
—¿Y el incendio aquel es el motivo de tu tristeza?
—¿Cuál tristeza?
—Pues esa que arrastras, che. O vos te figurás que aquí somos todos boludos. Vas torcido por la vida y eso es que algo te pesa.
Los argentinos. Bendito pueblo. Estoy seguro que si eligieran mejor a sus gobernantes serían amos del mundo. Roberto, como casi siempre, tenía razón. Creo que me sentí acorralado y di las gracias por ello. Quizá contarlo no lo sacara de dentro, de allí donde escondemos las cosas, pero compartirlo quizás hiciera que se convirtiera en algo más liviano de sobrellevar.
—Siempre hay una mujer, Roberto.
—Esto promete —contestó él. Y sentándose a mi lado empezó a calentar agua encendiendo el termo eléctrico para servirse el mate que es para ellos todo el año lo que la cerveza en verano para nosotros.
—Ella, era sobrina del guardés que llevaba la finca que se quemó. Por una cuestión de cuentas, la sobrina, el guardés y yo mismo habíamos quedado para reunirnos y hablar de dineros. Pero como el incendio se sobrevino y yo acabé medio asfixiado en el hospital, pues la reunión no tuvo lugar. Pero se pasaron por cortesía a visitarme.
Cuando la vi, el mundo se paró.
—Este cuento le encantaría a la tullida. Deberíamos llamarla —me interrumpió mi cuñado.
—Todos tenemos pasado, Roberto.
—Perdona, che. Era una sugerencia no más. Sigue, pibe.
—Pues qué te cuento. Me enamoré perdidamente de ella. Pero…, no pudo ser. —Mi silencio se eternizó. De pronto todo empezó a doler de nuevo. Allí estaba la razón de mi huida, el dolor. Y este que sentía lo hacía como estrenándolo igual que un traje en una boda. Escondemos las cosas que nos dañan con la esperanza que desaparezcan, pero no lo hacen. Están ahí, esperando. Las palabras huyeron de mí. De pronto ya no me apetecía contar aquella historia.
—Sos único contando historias, pibe. Esto da para una serie. Una no muy larga, es cierto, digamos…, una de minuto y medio…Ya me la estoy imaginando: Llegué, quemé, me enamoré y me fui a la Argentina. Un Oscar no sé si nos darán. Lo mismo una uñita de Oscar…
—Vale, vale. Ya está bien. —Interrumpí yo— Es que duele, carajo.
—¡Pero contáme, viejo! Eso que vos hacés, no es contá. Contá es dar detalles, hablar de la primera cita, el primer beso, el primer arreón…; contá es hablar de su sonrisa, de las babas que te chorreaban cuando la cogías de la mano…; contá, viejo, es hacé la película para que yo la vea y llore contigo…
—No pudo ser porque ella se metió en un convento.
—¡La concha de tu madre!
—No mentes a mi madre que está tranquila allá en Fuengirola.
—¡Pero, pibe…! ¿Qué le hiciste?
—¡Cómo que qué le hice! Yo la amaba, pero ella era budista. Y de las convencidas. Intenté…, bueno…, salimos un par de veces, ella me contó y yo no pude, o no supe, ¡o era el destino o…joder! ¿¡Qué quieres, que la raptara!? Se fue al Tibet. Como mi abuelo.
—¿Tu abuelo también se hizo monja?
—No. A él se lo comieron los buitres.
—¡Ah! Me habías preocupado.
—Es una larga historia.
—O sea, de tres minutos lo menos.
—Vete a la mierda.
Me levanté y seguí podando el esqueje. Quería quitarme esa conversación de la cabeza y me concentré en las clases on line sobre bonsáis que había tomado para convertir ese olivo en una obra digna de mi recuerdo por mi tierra. Cogí una guita que até entre dos ramitas de manera que cuando crecieran lo hicieran en un determinado sentido.
—¿Te ayudo? —dijo en tono conciliador Roberto.
—Agarra aquí —propuse indicándole una de las ramitas. Él lo hizo y anudé el hilo tensándolo.
—¿Cuántas aceitunas da un olivo?
—Siempre depende. Pero puedes calcular unos cuarenta kilos por árbol. Más grande, más kilos. Pero depende de muchas cosas. Si es de secano, o de regadío; si llueve, si el árbol está cansado o no…
—Sos un capo del mundo del olivo.
—No. Pero olivos como este supusieron un principio para mucha gente allá en Andalucía. De alguna manera ese pasado lo vamos heredando. Es como si todos los de allí sabemos, al ver un olivo, que le debemos nuestra oportunidad. O que estamos donde estemos un poco gracias a ellos. Por eso este olivo es más como un símbolo de respeto a ellos. Por lo que hicieron por nosotros.
—Eso da para un largometraje, viejo.
—Le voy a enseñar a tu hermana una cosa de venenos para que te asesine.
—Yo también te quiero, pibe.
—Y yo, cuñado.