
54. Promesas de hojalata
Solos bajo la protección del olivo, nos miramos de verdad. Habíamos trabajado juntos en la recogida de la aceituna, pero no habíamos intimado. Aquel chico tan desenvuelto siempre me había gustado, aunque él nunca había mostrado ningún interés por mí.
La noche era calurosa, él observaba con descaro mi canelillo que iba alternando con mis ojos y sonreía al verme inquieta. Un escalofrío recorría mi espalda; él sintiendo mi excitación, intentó besarme. Yo lo rechacé, fue un impulso del que me arrepentí de inmediato, ya que lo deseaba tanto como él.
Esa contradicción martilleaba mi mente, pensando que no lo volvería a intentar. A grandes bocanadas inhalaba el humo de su cigarro para después entornando los ojos, exhalarlo con gesto pensativo. Unas voces cercanas nos alertaron de que los amigos que esperábamos para ir al pueblo de al lado a celebrar la noche de San Juan, llegaban.
No me prestó atención en toda la noche. No hablamos de lo acontecido. Yo seguía culpándome.
De regreso, ya casi amaneciendo, volvimos por el mismo sendero; los olivos despertaban perezosos de la noche más corta del año; el sol brillaba sobre las hojas de hojalata. Mi corazón se alteró y aproveché mi excitación, para hablarle de mis sentimientos. Volvimos a sentarnos al amparo del olivo. No hubo casi palabras, solo un festival de caricias que la amanecida nos regalaba, y alguna que otra promesa difícil de cumplir.