53. El silencio del tiempo

Lauresa

 

Un olivo es un viejo, viejo, viejo y es un niño con una rama en la frente

y colgado en la cintura un saquito todo lleno de aceitunas.

Rafael Alberti

 

Abuelo, ¿por qué te gusta tanto este olivo? Porque es viejo. ¿Qué digo viejo? Viejísimo. ¿Cómo tú? ¡Uy, no! Muchísimo más. Ha vivido tanto, ha visto tanto y ha conocido a tanta gente… Si pudiera hablar… ¡Jaaa, jaaa, jaaaaa! Pero no puede. Ni tampoco acordarse de las cosas como nosotros. Pues claro que sí. Tiene memoria. ¿Has visto los profundos surcos de su tronco? Son como nuestras arrugas. Cada una guarda un recuerdo. Y fíjate las que hay. Tiene más de quinientos años ¿Es el olivo más viejo del mundo? ¡Qué va! Hay muchos que lo son aún más. Bastantes de los más antiguos están en Grecia…

 

¡Está chupado!, se convenció Atenea al aceptar el reto. Y eso que se enfrentaba al mismísimo dios del mar, el todopoderoso Poseidón, que a buen seguro se lo pondría difícil. ¿Y qué? Ella era la diosa de la sabiduría y no estaba dispuesta a dejar escapar aquel triunfo. Iría a por todas.

Quien lograra imponerse en la competición entregaría su nombre y su protección a aquella prometedora ciudad recién fundada. Zeus, dios de dioses, decidió concederle su tutela a la divinidad que crease el regalo más útil para sus habitantes. Sí, vale, Zeus era el padre de Atenea, pero no había trato de favor como insinuaban unos cuantos malintencionados.

Poseidón fue el primero en exhibir sus habilidades. Golpeó con su tridente la roca y de esta brotó agua. Hubiera sido un preciado elemento en una tierra tan sedienta de no ser por un pequeño detalle: se trataba de agua salada. El listón está bastante bajo, pensó Atenea, lo superaré con creces. Dicho y hecho. Incrustó su lanza en el suelo con todas sus fuerzas y brotó un olivo “cuyas hojas no caerán ni tan siquiera en el invierno, su fruto alimentará al pueblo y se hará famoso en el mundo entero”. Su pronóstico iba muy bien encaminado. Aquel árbol rebosante de vida proporcionaba una madera de tacto sedoso e irregulares vetas pardas dignas de una obra de arte. Unas aceitunas deliciosas y un aceite que valía su peso en oro, puro oro verde, oro líquido. No existía en todo el orbe conocido, del uno al otro confín, una grasa más sabrosa y saludable.

La diosa salió victoriosa y la nueva urbe se llamó Atenas. Un pequeño mar no era comparable, ni de lejos, al olivo. Símbolo de resistencia y fertilidad, demostró ser el mejor presente que jamás cedió a los humanos deidad alguna.

Aquella planta soportó impertérrita el transcurrir del tiempo. Cuando los persas incendiaron Atenas, se calcinó junto a ella. Sin embargo, consiguió retoñar. Resurgió de sus cenizas cual ave fénix y desde entonces encarna la esencia mediterránea.

Hay a quien le gusta creer que aquel olivo sagrado original es el mismo que hoy desafía en lo alto de la Acrópolis el indomable sol de la Hélade. Ya se sabe, si non è vero è ben trovato, que aseguran los italianos. Otros que tienen que ver, y mucho, con la cultura olivarera.

 

Anda, cómete la merienda que se hace tarde y no te quedará hambre para la cena. Y hoy hay pastel de cumpleaños. La niña arranca un goloso bocado al pan con aceite y chocolate y el abuelo empieza a canturrear. Andaluuuceees de Jaéeen, aceituneros altiiivos, decidme en el alma, ¿quiéeeen, quién levantó los oliiivooos?

¿Te acuerdas cuando fuimos a Córdoba con papá, el tío Antonio, la tía María Dolores y los primos?, suelta la pequeña con la boca a rebosar de migas y los diminutos dientes embetunados. ¡Y tanto que sí! No hace ni un año. ¿Por qué lo dices? Porque te quedaste mucho rato mirando un mosaico. ¡Ah, sí! El del Museo Arqueológico. Lo hicieron los romanos en el siglo IV y representa la primavera, el verano, el otoño y el invierno. Eso ya lo sé, y también cuál prefieres tú. ¿Ah sí, listilla? A ver, dilo. El invierno, porque hay olivos. Creo que no podrías vivir sin olivos cerca. ¿Sabes? Tienes toda la razón. Anda, mastica y traga. Acábatelo todo, que luego tu madre me regaña.

La palabra vuelve a dar paso al cante: ¡Cuántos siglos de aceituuunaaa, los pies y las manos preeesooos, sol a sol y luuunaaa a luuunaaa, pesan sobre vuestros hueeesooos! Se imagina de chiquillo, tal vez con un par de años menos que su nieta, cuando aprendió a varear. Apenas pasó por la escuela, pero leía cuanto caía en sus manos. Había que arrimar el hombro, que las olivas no se recogen solas. Porque era aceitunero como su padre, como el padre de su padre, como el padre de su abuelo… Al menos lo fue mientras el cuerpo aguantó.

Generación tras generación, del alba a atardecer, los Moreno se han ganado a vida entre grisáceos troncos retorcidos, agrietados de tantas protuberancias y con raíces tan profundas que se diría buscan el centro de la tierra. Entre ramas preñadas de esos pequeños frutos elípticos que encierran un elixir de dioses que los humanos tienen la fortuna de disfrutar. Entre pequeñas hojas perennes, verde oscuro en el haz y plateadas por el envés.

Los olivos que trabaja su familia son tan robustos como generosos. Soportan estoicamente los zarandeos de las varas, los estragos del tiempo y los rigores del clima. Es tentador considerarlos especiales, pero son igual a todos, como sus antepasados que tantas satisfacciones y beneficios dieron cuando todo aquello pertenecía a Roma. Siempre han sido así y siempre lo serán. Lo dice en voz alta sin darse cuenta.

 

Cómo les gustaba a los romanos el aceite de Andalucía cuando aún era la Bética. Por eso su comercialización era de lo más rentable, un negocio redondo al que fenicios y tartesios ya habían sacado provecho. Barcazas cargadas con grandes ánforas de barro remontaban a diario el Guadalquivir y surcaban el Mare Nostrum hasta la península itálica, hasta el ombligo del Imperio.

Testigo mudo de todo ese trajín es el monte Testaccio de Roma. Lo que empezó siendo un vertedero es hoy una colina artificial que se eleva a cincuenta metros de altura y abarca un kilómetro de perímetro. Unos cuarenta millones de fragmentos de recipientes apiñados, en su mayoría con denominación de origen Bética. No por casualidad era la provincia preferida de los emperadores. Y de patricios, ciudadanos, nobles, guardias pretorianos…. cuantos podían costearse un buen aceite, vamos.

Tan importante era el olivo que Rómulo y Remo, fundadores de Roma, nacieron a la sombra de uno. O en eso se empeña la leyenda. Y cuando la capital se vestía de gala para celebrar los Idus de Julio, los caballeros ceñían sus frentes con una corona, no del vulgar laurel como se cree, sino del refinado olivo. Una de las cosas que copiaron a los griegos, quienes reservaban dicho honor a sus mejores atletas.

 

¡Fiiiiiuuuuu! ¡Fiiiiiuuuuu! ¡Fiiiiiiiuuuuuuu! La niña abre los ojos de par en par, deja caer el pan sobre el regazo y se tapa las orejas. Venga, que no hay para tanto, le reprende el abuelo. ¿O es que nunca has oído silbar? Así de fuerte no. ¿Cómo lo haces? Con una hoja del árbol. Me la pongo en los labios y soplo. Así la flauta me sale gratis. Jaaa, jaaa jaaa. La niña ríe con ganas mientras escupe brillantes migajas marrones. No seas marrana y come más rápido. Al final, entre el silbido y las migas, esto se va a llenar de pájaros.

La pequeña obedece y se mete en la boca el último bocado que bien bien podían haber sido cuatro. Se le hinchan los carrillos. Fantasea con que es un hámster. Piensa que se atragantará, pero no. Por si acaso, se gira para que el abuelo no la riña. Él ni la mira. Sumido en sus pensamientos, sigue a lo suyo. No los levantó la naaadaaa, ni el dinero, ni el señooor, sino la tierra callaaadaaa, el trabajo y el sudooor.

La ha cantado miles de veces. Es sin duda su favorita. Se la enseñó su padre. También qué significaba la letra y quién la había escrito: Miguel Hernández. El poeta del pueblo, lo llamaban.

Él y los suyos son el pueblo. Hijo, nieto y bisnieto de jornaleros al servicio del terrateniente de turno, dueño y señor de los olivares. Aunque desconoce los lujos, nunca ha faltado el pan en su mesa. Ni el aceite. Y eso que barato no es. Apenas tiene de nada, pero de eso sí.

Ignora cómo se vive fuera de este terruño. Lo más lejos que ha llegado ha sido a Córdoba. Soñaba con ver aquel mosaico. Lo había descubierto por casualidad en un libro que el patrón tenía en su casa. Todos habían ahorrado para acompañarlo. Nunca se había sentido más querido que en aquel viaje inolvidable, primero y último.

No tiene más quien más tiene, sino quien menos necesita. Oye esta máxima desde chiquillo. Habrá a quien le parezca un consuelo de tontos. A él, que se considera con suficientes luces, le vale. Está orgulloso de haber trabajado esta tierra. Porque el campo pide mucho, pero también da mucho. ¡Los olivos, para quien los trabaja! Era el grito de guerra de los más exaltados durante las huelgas. ¡Pamplinas! ¿Qué importa que tengan amo si en su espíritu los siente suyos? El alma es mucho más importante que el bolsillo. Y está convencido de que los olivos la tienen.

Se considera un hombre feliz. En armonía con el cielo y el suelo. Si hubiera podido elegir una vida, hubiera escogido la suya. Y de morir ahora mismo, lo haría tranquilo. Está preparado. Pensar en eso le lleva a la nostalgia y la nostalgia, a su juventud. A la recogida iban siempre en cuadrilla, unas pocas familias que, aun de distinta sangre, hubieran querido compartirla. La savia de los olivos les había hermanado.

Los árboles que ahora contempla son los mismos de entonces. Centinelas de una tierra sencilla y silenciosa como él. Que aunque pueda parecer dura, inhóspita y miserable, se despliega cercana, acogedora y espléndida. A la que los olivos han imprimido un carácter introvertido y un lirismo sobrecogedor. Este paisaje está grabado a fuego en su piel, clavado en sus retinas. Podría recorrerlo con los ojos cerrados sin tropezar una sola vez.

¿Te das cuenta de que vivimos en un mar de olivos? ¿Cómo va a ser un mar si estamos en el campo?, replica la niña relamiéndose los restos de chocolate de la comisura de los labios. Es una metáfora. Usa tu imaginación y creerás que las ramas que mueve el viento son olas. ¡Hala, es verdad! Dicen que desde el aire apenas puede verse el suelo, que una enorme alfombra verde que cubre llanuras, lomas, montes y hasta sierras. ¿Una alfombra de hojas? Nunca se me hubiera ocurrido.

 

Cae la tarde y el sol va retirándose, sin prisa y sin pausa. Es hora de volver a casa, anuncia el abuelo. Nos esperan para la fiesta. Que no todos los días se cumplen noventa años. La niña agarra su mano callosa.

Avanzan despacio. Él, apoyado en su cayado. Ella, dando saltitos. Delante, la silueta del cortijo recién encalado se recorta contra un cielo ensombrecido salpicado de destellos anaranjados. Impera el silencio. Es uno de esos momentos mágicos. Solo se oye la respiración sibilante del anciano, entrecortada pero serena. El calor ya no ahoga y el frescor de la albarca se agradece. Gorriones y petirrojos se retiran con trinos de buenas noches. Pronto búhos y lechuzas los relevarán. El aroma a azahar lo impregna todo y la luz tiñe de dorado el manto de olivos, que adquiere un especial atractivo. Todo parece posible, eterno.

Por un instante se cree casi inmortal, como los olivos, guardianes de una tradición que atesora valores más allá de una frontera trazada a compás sobre un mapa y de un tiempo controlado por saetas. La una y el otro, relativos. Simbolizan la esperanza, lo duradero. Musas de poetas, pintores, escultores y fotógrafos, han sido muchos los que han intentado captar su esencia, su carácter perpetuo. Son el pasado y el presente, y ante todo el futuro. El tiempo vuela, tempus fugit, así que lo mejor que se puede hacer es aprovechar el momento, carpe diem. Cuando era más joven, los sacerdotes decían misa en latín. Le gustaba oírlos y de vez en cuando soltaba alguna expresión. El cura del pueblo les enseñaba historias bíblicas, a él y a sus hermanos. Algunas eran divertidísimas. Si cerraba los ojos era como estar en el cine…

 

¿Sabes que en la Biblia aparecen un montón de veces los olivos y el aceite de oliva? ¿Te acuerdas de Noé, el tipo ese con melena y barba blanca que tenía un arca? Vimos una película hace poco. ¡Síii! El que salvaba a los animales porque llovía mucho, ¿no? Ese mismo. ¿Sabes qué hizo para comprobar si el diluvio había parado? ¿Qué? Dejó volar una paloma. Cuando regresó traía una rama de olivo en el pico. Era la señal de que todo volvía a estar en calma, que Dios ya no estaba enfadado con los humanos y había dejado de castigarlos. Es la razón de que la paloma sea el símbolo de la paz.

Abuelo, ¿qué más olivos hay en la Biblia? Están también los del huerto de Getsemaní, en Jerusalén, donde Jesús rezó después de la Última Cena. Aún queda un puñado, herederos de los árboles primitivos.

¿La gente antigua cocinaba con aceite como nosotros? No todos. El aceite se usaba para muchas otras cosas, no solo en la alimentación. Como combustible de lámparas, para hacer masajes y para elaborar medicinas, perfumes y cosméticos con los que estar más guapos. Sobre todo los egipcios. Cleopatra era muy guapa. Lo vi en la tele. Seguro que lo usaba. Seguro que sí. ¿Los egipcios también se copiaron de los griegos, como los romanos? Nooo. Los egipcios estaban antes. Pero fueron los griegos los que nos descubrieron lo bueno que el aceite era en la comida.

Un néctar de dioses y hombres, de héroes y mortales, reflexiona. Los olivos conforman la columna vertebral de la cultura mediterránea. Han unido a las personas de esta parte del globo, de Algeciras a Estambul, desde los albores de la civilización. Esencia de la dieta más sana del mundo, junto con el trigo y la vid, su aceite es indispensable en los platos españoles, magrebíes, egipcios, provenzales, italianos, croatas, griegos, turcos, libaneses… Aportan una explosión de sabor al Mare Nostrum, tan nuestro y tan íntimo, y a la vez tan popular y tan universal.

A los olivos, hay que respetarlos y mimarlos, explica muy serio a la niña. Cuando yo ya no esté, tendrás que hacerlo tú. Ya ves lo importantes que son. Hasta han dado nombre a un color: el verde oliva. ¡Como el amarillo limón… por el limón!, chilla la niña entusiasmada por la ocurrencia. Él le dedica una cálida sonrisa.

Es casi de noche. Vamos, Olivia.