
52. Lluvia sin mirada
La lluvia ha dejado los olivos limpios, hoy su belleza es sublime. Los rayos de sol otorgan a sus hojas el resplandor merecido. Amablemente el viento mece sus ramas y como gigantes danzan. La tierra seca respira, en ella las raíces se alimentan. Árboles milenarios que generación tras generación nos donan ese oro líquido que durante siglos la humanidad hemos sabido valorar.
Fue mi bisabuela quien logró hacer brotar sus primeros esquejes, derramando sobre ellos las primeras miradas de cariño. Fueron sus manos las que enderezaron sus débiles troncos. Maduraron envueltos en gozo, repletos de amor de madre y de dulces caricias de mujer. Ella nos enseñó a quererlos, a apreciar su jugo y sus propiedades. Sus recetas han pasado de madre a hija, de abuela a nieta, hasta llegar a mí. Son el fruto de mi estirpe, un regalo heredado y salvaguardado, un tesoro repleto de ancestral magia.
Hoy soy yo la que derramo en ellos la mirada de orgullosa matrona. Quiero que ellos se regocijen con mi presencia, que en mí encuentren a todas y cada una de las mujeres que hemos honrado su existencia. Deben saber que siempre han estado y estarán en nuestra mesa, en nuestras alacenas y despensas. Han de sentirse orgullosos, ya que han sido el eje de nuestra economía. El ungüento que ha reparado nuestras quebradas pieles. Ha sido su esencia la que ha logrado diluir nuestras heridas y ha conseguido colmar nuestras agrietadas manos.
Todo esto lo veo yo, pero ellos no me miran. Un reguero de lágrimas me ciega. Sueño que este viento que nos mece son las manos de mi bisabuela. Y que esta lluvia que nos empapa, son sus besos. Abro los ojos y los veo repletos de amor. Nuestra añoranza nos une, por fin me miran.