51. La merienda

Larsen

 

Después de jugar, acudíamos presto a la convocatoria vespertina. Nuestra madre cortaba las rebanadas de pan moreno y, colocando el dedo en el gollete de la botella de aceite de oliva, esparcía un chorrito del verdoso líquido sobre la superficie.  Expectantes e impacientes, los tres hermanos esperábamos a que espolvoreara con la mano un puñado de azúcar sobre el pan untuoso.

Cada uno tenía su propio ritual para comerse aquel pedazo de pan. Mi hermano mayor iba cortando trozos pequeños y los introducía despacio en la boca. Mi hermana se lo comía a dentelladas en un santiamén y pedía otra rebanada; le llamábamos “la Termita”. Yo empezaba extrayendo el migajón, que era la parte que menos me gustaba, y lo engullía rápidamente sin pensarlo; después, con parsimonia me comía la corteza y, por último, me chupaba los dedos para apurar hasta el último residuo de aquella deliciosa ambrosía.

Desde la nostalgia, algunas tardes, nos reunimos los tres para una merienda “antigua”, pero este pan no es el mismo pan ni el aceite se parece a aquel otro, ni siquiera el azúcar endulza como entonces. Debe ser porque faltan las manos que preparaban la merienda.