49. Sobre la cruz

Colorado Jim

 

José y Carmen eran un matrimonio de avanzada edad. Hacía seis meses que a José le habían diagnosticado un trastorno neurodegenerativo llamado Alzheimer y a pesar del tratamiento la enfermedad, cada día que pasaba se iba haciendo más fuerte, siendo su mujer la que siempre estaba pendiente de él.

Carmen había terminado de fregar los platos que habían utilizado en la comida y después de adecentarse un poco, con voz cariñosa, se dirigió a su marido:

—José, voy a llegarme a casa del niño para ver cómo sigue tu nuera que está bastante pachucha. José, por favor te lo pido, no vayas a moverte de aquí, que ya mismo vengo.

José no dijo nada. Solo se limitó a mirarla con una expresión de tristeza en sus ojos que a Carmen le llegó al alma y con los ojos humedecidos salió a la calle dirigiéndose a casa de su hijo.

A José las palabras de su esposa le sonaron a chino y poco después de que saliera su mujer se asomó a la puerta, y salió a la calle con la idea de dar un paseo ya que hacía tiempo que no le dejaban salir de casa, y más después de que el médico le diagnosticara aquella maldita enfermedad. Su mujer no le dejaba salir solo por temor a que se alejara del pueblo y perdiera el sentido de la orientación y no supiera volver. Con pasos vacilantes comenzó a deambular, no tardando mucho en sentir la voz de un desconocido para él.

—¡Hola José! ¿Dónde vas?

José se detuvo.

—A darle una vuelta a mis olivos.

—¿A qué olivos? ¡Si hace tiempo que los vendiste!

—Pero… ¿Tú quién eres?

—¡Hombre José! ¿Vaya pregunta tonta! ¿De verdad no sabes quién soy?

—Ahora… ahora mismo no… no caigo.

—¿Toda la vida siendo amigos y ahora ni siquiera te acuerdas de mi nombre?

—¡Claro que sí me acuerdo! ¡Tú eres Andrés! Perdona hombre, que llevo unos días que no sé lo que me pasa… A veces no sé ni quién soy ni donde estoy —dijo José con la mirada perdida.

Rafael se dio cuenta de que José no estaba nada bien. Hacía tiempo que no se veían por vivir cada uno en un extremo del pueblo y no se había enterado del estado en que se encontraba su amigo.

—Venga vamos, que te voy a acompañar hasta tu casa.

—No Miguel, que solo voy hasta la fuente, bebo agua y descanso un rato y de camino hablo con los que todos los días se juntan allí.

Rafael observó que volvía a llamarlo con otro nombre, signo inequívoco de que su amigo tenía grandes pérdidas de memoria.

—Cómo quieras, pero a mí no me cuesta nada acompañarte.

José guardó silencio y sin decir nada le dio la espalda y se fue hacia ninguna parte en concreto.

Rafael viendo en el estado en que se encontraba José, se fue a casa de su amigo para avisar a su mujer. La puerta estaba abierta y dando unos golpes sobre la misma gritó.

—¡Carmen! ¡Carmen! Pero al no obtener ninguna repuesta, decidió ir a la fuente para intentar llevar a su amigo a su casa. Al llegar a la Fuente Vieja, preguntó a los que estaban allí reunidos y todos contestaron que no lo habían visto.

José no fue a la fuente como le había dicho a Rafael. Había salido del pueblo por el primer callejón que le llevaba directamente al campo y con la cabeza baja y con el pensamiento casi nulo comenzó a caminar entre aquel laberinto de olivos que no le llevaban a ninguna parte.

Bastante desorientado, siguió deambulando de un lado para otro y la sed y el cansancio estaban haciendo acto de presencia.

Llegó a un pequeño regajo por donde discurría algo de agua y decidió beber en una poza que el agua había formado con el paso del tiempo, con tan mala suerte que resbaló, cayendo de bruces en el regajo.

Era finales de mayo y todavía el agua estaba bastante fría, algo que le vino muy bien. Al contacto con ella, su mente se despejó un poco y con trabajo se levantó preguntándose extrañado mientras se miraba la ropa mojada: “¿Qué hago yo aquí? ¡Por Dios! ¿Qué es lo que me está pasando?”

Con estos pensamientos buscó un sitio donde daba el sol y se sentó sobre una piedra que había cerca de un olivo centenario, para que se le secara la ropa, y con la poca lucidez que había recuperado al contacto con el agua, comenzó a recordar su pasado. Había momen- tos que se reía igual que un chiquillo cuando algo le hacía gracia. En cambio, otras veces se ponía serio y triste, haciendo que sus rugosas facciones quemadas por el sol se humedecieran cada vez que una lágrima resbalaba por sus mejillas. Miró hacia el olivo que tenía en frente viendo como un lagarto le observaba mientras tomaba el sol, sobre un viejo corte producido por el afilado filo de un hacha manejada con habilidad por las expertas y habilidosas manos de un talador. Con tono burlón se dirigió al lagarto:

—¿Qué amigo, tú también te has mojado?

Pronto se olvidó José del lagarto, viniéndole a la memoria el día en que conoció a Carmen, la que hoy era su esposa.

Recordaba que aquel día se levantó temprano. Era su primer día de aceituna y no quería llegar tarde. Cuando desayunó, cogió la capacha con la comida que su madre le había preparado y con la vara al hombro se fue para el cortijo. No sabía por qué, pero aquel día se sentía feliz y alegre. Hasta el sol le parecía que brillaba con más intensidad que los demás días y llegó al cortijo más contento de lo habitual. Los primeros aceituneros que habían madrugado más, habían encendido una gran hoguera en la era que había frente al cortijo y donde en verano trillaban los cereales. Varios hombres y tres mujeres hablaban al calor de la fogata, mientras hacían tiempo a que llegaran los demás jornaleros. Después de dar los buenos días, José puso su atención en las tres mujeres que en aquel momento animadas hablaban entre ellas. La más joven se quitó el pañuelo de la cabeza para colocárselo mejor, dejando al descubierto una preciosa cabellera de color castaño oscuro. Su rostro angelical era de rasgos perfectos: Nariz respingona, ojos negros y labios sensuales con un hoyuelo al final de la comisura de ellos, que se acentuaban mucho más al sonreír.

José se quedó fascinado ante la belleza de aquella joven y a partir de aquel día no dejó de cortejarla hasta que consiguió que ella accediera a ser su prometida.

José se había enamorado de tal manera de Carmen que aprove- chaba cualquier ocasión para hablar con ella, dando lugar a que el manijero le llamara la atención en numerosas ocasiones. Carmen, más tímida y temerosa que José, tardó en acceder a sus deseos, pero sus amigas y compañeras, entre risas, cada vez que este se le acercaba le cantaban una canción que por aquel entonces en los aparatos de radio no dejaban de emitir. Esa canción era signo inequívoco de que era correspondido.

 

Madre yo tengo un novio aceitunero

Que tiene vareando mucho salero

Cuando me ve me dice

Voy a morir por ti

 

Mare yo tengo un novio aceitunero

Que aceitunero me gusta a mí.

 

José desplegó algo parecido a una sonrisa. Conforme la ropa se iba secando, en su cerebro se iban formando grandes lagunas, dejándolo apenas sin memoria. Sin saber qué decisión tomar se levantó y completamente desorientado empezó a caminar. Avanzaba paralelo al pueblo retirándose cada vez más de este. Las sombras se iban alargando conforme la tarde avanzaba, anunciando que pronto se haría de noche. Sus pasos eran cada vez más torpes y más de una vez tropezó estando a punto de caer.

Caminaba por un camino que serpenteaba entre los olivos cuando vio una cruz que le era familiar y con un rictus de amargura en su rostro siguió avanzando hacia aquella solitaria cruz.

Mientras todo esto ocurría, Carmen le comentaba a su nuera:

—María ya me voy, que José se ha quedado solo y conforme está es capaz de salirse y estar vagando por las calles del pueblo.

—¿No has cerrado la puerta?

—No, me ha dado lástima dejarlo encerrado.

—Entonces vete, mira qué hora es y pronto vendrá tu hijo.

—Bueno, mañana me paso a ver como sigues.

—¡Vale! Hasta mañana —respondió su nuera.

Carmen llegó a su casa y al ver la puerta abierta se temió lo peor. Entró en la casa mirando por las habitaciones mientras gritaba repetidas veces el nombre de su marido. Al ver que no obtenía ningún resultado llamó a la vecina, pero ésta no sabía nada y así sucesivamente a todas las vecinas, pero sin ningún resultado.

En la calle se habían concentrado un grupo de vecinos donde cada uno daba su opinión, mientras Carmen cerraba la puerta y corría a casa de su hijo. Llamó a la puerta, saliendo su hijo que no había hecho nada más que llegar.

—¿Qué pasa mamá? —preguntó al verla en aquel lastimoso estado.

—¡Tu padre que ha desaparecido!

—¿Qué dices mamá?

—Lo que oyes, hijo. Me he encontrado la puerta abierta y tu padre no está en casa.

—No te preocupes, que no puede estar muy lejos —dijo su hijo intentando calmarla—. Vamos a casa que ya estará allí.

—¡Dios te oiga hijo! Pero tu padre seguro que se ha perdido y no sabe volver a casa.

Nada más llegar a la casa y mientras la madre preguntaba a los allí reunidos en la calle, el hijo entró en la casa no tardando mucho en salir.

—¡Nada! ¡Ni rastro de papá! Vamos a buscarle.

Los vecinos, decidieron hacerse parejas y repartirse por las calles del pueblo preguntando a todo aquel que encontraban, pero nadie lo había visto. Buscaron por el pueblo y sus alrededores hasta que se hizo de noche y decidieron dejar la búsqueda hasta que viniera el nuevo día.

Cuando volvieron de buscar a su padre, su hijo fue al Cuartel de la Guardia Civil, dando parte de lo que había ocurrido. Estos dijeron que en el momento en que fuera de día iniciarían su búsqueda.

La familia pasó una noche horrible esperando a que amaneciera y con los primeros claros del alba, familiares, vecinos y Guardia civil se lanzaron en su búsqueda.

Serían aproximadamente las ocho de la mañana cuando un coche hizo sonar el claxon un par de veces para que el grupo se detuvieran. Estos habían cruzado el camino para continuar con la búsqueda entre aquellas interminables hileras de olivos.

El grupo se paró y con curiosidad miraron al que había hecho sonar el claxon y que en aquel momento se bajaba del coche con la cara descompuesta.

—¿Qué pasa Macario? ¿A qué viene tanta prisa? —preguntó uno de los que formaban el pequeño grupo.

—¿Qué qué pasa? —exclamó el conductor del vehículo bastante excitado—. Iba al pueblo a llevar la leche cómo todos los días y en el cruce de caminos donde está la cruz blanca, apoyado sobre ella, se encuentra José el Guindo, y por el color de su cara creo que está muerto y ahora iba al cuartel de la guardia civil para dar parte.

—Precisamente desde ayer tarde lo estamos buscando. Carmen su mujer está que le va a dar algo ¡Pobre mujer y pobre José!.

—Está bien, subiros que os voy a llevar y os quedáis allí con él mientras yo me paso por el cuartel.

Cuando llegaron a donde estaba la cruz, vieron que José estaba sentado en la base de la cruz, con la espalda apoyada sobre ésta y con la mirada fija en un punto cualquiera, se había quedado dormido para no despertar nunca jamás.