48. Susurros de olivo
Apenas caía el sol en Almedina, una fragancia terrosa y salada comenzaba a llenar la casa de Juande, trayendo consigo recuerdos de tiempos pasados, cuando pasaba las tardes ordeñando y vareando olivos junto a su mujer. Aunque lo atribuyó al dolor de su ausencia, el aroma se intensificaba con cada día que pasaba.
—No se preocupe, Juande. La tristeza juega malas pasadas —le decía el médico.
Pero el anciano sentía que había algo más. Esa noche, el perfume se volvió tan penetrante que se levantó de la cama y siguió su rastro. Sus pasos lo llevaron hasta el olivar familiar, abandonado desde que ella murió.
Bajo la luz de la luna llena, los olivos parecían rejuvenecidos. Juande sintió cómo las ramas mecidas por la brisa lo llamaban, invitándolo a quedarse.
Se acercó al olivo centenario, aquel que su mujer solía decir que tenía alma. Cerró los ojos y escuchó. Todo estaba en silencio hasta que un crujido, como si el árbol respirara, hizo que Juande abriera los ojos y comenzara a respirar en armonía con el olivo.
Al amanecer, encontraron su bastón apoyado en el olivo. Juande nunca apareció, pero el árbol parecía más vivo que nunca.