48. La flor de sus anhelos

Angelines Moreno

 

La tarde de otoño enrojecía tras el crepúsculo. Nubes se instalaban formando unos cúmulos cargados de lágrimas rotas que se estrellaban contra el cristal de la ventana. Laura, ensimismada, parecía que estaba ausente, pero no, su mente la tenía en otro lugar…

Aquella mañana de otoño, la sorprendía la flor de sus anhelos, amaneció vestida de rojo, el pubis se había transformado en una deliciosa pelusilla que lo envolvía, sus pechos empezaban a despuntar como dos pequeños minaretes, se miraba al espejo y se sentía gratamente sorprendida. No eran las redondeces de la niñez, algo diferente le movía el alma. Bajó a la vieja cocina en que los leños crepitaban en la chimenea; las ascuas incandescentes desprendían ese calor envolvente que, sumado a los besos y caricias de su madre, comprendían su mundo. Los brazos amorosos de su padre la llevaron hasta ese hermoso corcel que, junto a él, los transportaba sobre sus lomos hacia ese lugar soñado, galopando entre hileras diestramente colocadas sobre la tierra virgen del olivar. Sentían la brisa de la mañana, percibían los aromas embriagadores de la naturaleza… Paralela a ellos, volaba una paloma blanca que portaba en su pico una rama de olivo preñada de aceitunas ¡tan verdes! Como los ojos de aquel zagal que la miraba enamorado.

Despertó de su ensimismamiento abriendo la ventana.  La lluvia mansa que cubría la tierra le entraba por los sentidos ese olor, ese color, ese sabor frutado de matices tan ocultos e imprevisibles, y ese amor al delicioso néctar, el jugo de la aceituna. Se sentó en su  mecedora, cogió su vasito de aceite de oliva virgen extra que, como un bálsamo fue degustando, con sus emociones y sensaciones, desde la adolescencia hasta la senectud.