48. El rey del Mar de Jade

Manuel Cobos Ramírez

 

El traqueteo del carruaje hacía imposible conciliar el sueño. Sentado frente a él, al arzobispo no parecía importarle en absoluto los continuos baches del camino. Muy al contrario, su barbilla descansaba sobre su pecho prácticamente desde su salida, al alba, y roncaba de una forma suave y monocorde, recordándole a los gruñidos que hacían los lechones al dormir.

El padre Ignacio se asomó por la ventanilla. A pesar de estar cerca del mediodía, el cielo gris plomo tornaba oscura la imagen agreste que desfilaba ante sus ojos. La crudeza del invierno no se había instalado de momento en esas tierras, pero a cada rato, un repiqueteo de gotas tamborileaba sobre el cristal. La lluvia iba y venía, como si no se atreviera a descargar del todo.

Varias jornadas los separaban aún de su destino. Hacía cinco años, el rey Carlos III exigió la desaparición de la Compañía de Jesús. Los jesuitas como los llamaban los villanos, se vieron obligados a buscar acomodo en otras congregaciones, pero tras varias idas y venidas, decidió viajar hasta Sevilla y desde allí, partir a las tierras del Nuevo Mundo, donde la labor educativa de sus hermanos aún era valorada y necesaria, lejos del yugo de los monarcas europeos. Así fue como se unió al arzobispo en esta travesía, donde atravesarían Jaén de este a oeste hasta llegar a Córdoba, y desde allí continuar hasta Sevilla.

Calculaba que debían estar cerca del noroeste de la provincia y las agraces montañas de Sierra Morena, a lo lejos, parecían un desierto, sin señal de mano humana desde su salida. La compañía de escopeteros que los escoltaban se turnaban en vanguardia por los flancos del carruaje cada cierto tiempo. Cabalgaban hoscos y empapados, mirándolo de reojo, maldiciéndolo sin duda, por ir cómodo y seco dentro del habitáculo.

Fue en ese instante, cuando estaba a punto de intentar dormirse de nuevo cuando todo se desencadenó. Se oyó un estallido y, acto seguido, las voces del cochero inundaron el interior del carruaje, aumentando la velocidad de forma vertiginosa hasta transformar el suave traqueteo en violentas sacudidas. Esto provocó que el mitrado cayera hacia delante, evitando Fray Ignacio males mayores al sostenerlo.

-¿Qué demonios ocurre?-preguntó alertado, los ojos muy abiertos, intentando salir rápido de su fase onírica en busca de respuestas.

-No estoy seguro –respondió el otro justo cuando otro estruendo retumbó. Ahora lo sabía, eran disparos. “Dios bendito nos están asaltando”

No era casual que el arzobispo viajara protegido. Un cofre considerable lleno de monedas de oro yacía a sus pies y por todos era sabido que los caminos de Sierra Morena, eran guarida de lobos y ladrones, donde la rapiña y la violencia campaban al margen de las leyes de los hombres.

Otro disparo más, acompañado por el aullido del cochero, hizo disminuir la velocidad del carro hasta detenerse.

-Por Dios, ¿son bandoleros? –la voz aterrorizada del prelado apenas un susurro.

El misionero en ciernes se acercó hasta el cristal para contemplar la escena sin poder creer su mala suerte. En el exterior, una veintena de jinetes los rodeaba. Los escopeteros mantenían las manos levantadas pero sus ojos denotaban una furia apenas contenida que casaba con sus mandíbulas apretadas. Uno de los salteadores se adelantó.

-Tenéis dos hombres heridos, lo más sensato sería no aumentar ese número haciendo alguna tontería. Las tumbas de los héroes son poco profundas en la sierra –sonrió ante su ocurrencia- ahora tirad las armas al suelo y descabalgad –ordenó.

A regañadientes, los escoltas lanzaron sus armas al camino embarrado antes de bajar de los caballos.

– Martín, ata los caballos formando una bonita ringlera –volvió a ordenar y todos los bandidos rieron a sus espaldas- los ilustres ocupantes, salid de inmediato.

Fray Ignacio y el arzobispo se miraron. La cara del diocesano era una máscara de puro terror.

– Tranquilícese bajaré yo –una vez fuera volvió a cerrar la puerta del carruaje. Sus suelas se hundieron en el barro besando el agua fría y fangosa sus dedos desprotegidos. Un aire desapacible soplaba, pegándole la sotana al cuerpo. El olor a tierra mojada era tan intenso como la tensión del momento. El bandolero giró la cabeza para observarlo divertido.

– ¿Quién se esconde ahí fraile?

– No importa, solo tomad lo que habéis venido a buscar e iros –su voz sonó más autoritaria de lo que pretendía, pero el cabecilla de los bandoleros no pareció ofenderse.

– Sois valiente, pero busco la carga de ese carruaje, por tanto, todo lo que haya en él y no me sirva debe ser descargado. ¡Bajad excelencia, hoy tendréis que caminar!

Aterrorizado, el susodicho descendió, con la mirada clavada en el suelo bajo las burlas del resto de malhechores.

-Bien –retomó la palabra el cabecilla- a unas ocho leguas encontrareis una venta donde os darán cobijo y alimento, desde allí podréis retomar vuestro camino sin problema, estoy seguro.

– ¿Una venta? ¿pretendéis que el arzobispo de Sevilla camine ocho leguas hasta una inmunda venta? –replicó furioso fray Ignacio ante el mutismo de los demás.

-Según tengo entendido, el mismísimo Jesús caminó cuarenta días por el desierto. Ocho leguas no parecen demasiadas para tan ilustre portavoz de su palabra.

– ¿Y qué hay de los heridos? Ellos no podrán caminar esa distancia –replicó uno de los escopeteros.

-Tenéis razón –admitió, echando la vista atrás como en busca de algo antes de chasquear los dedos- Malapata, trae uno de los burros, no dejaré que se ponga en duda el honor de Esteban el Guapo. Uno de sus compinches acercó a la bestia sosteniéndola por el bozal de esparto.

-Es un burro un poco díscolo y tiene la fea costumbre de morder, pero es fuerte, podrá cargar con los heridos.

El resto de escoltas se unieron a él para ayudarle a cargar con su compañero herido en una pierna y el cochero, cuyo hombro izquierdo aún sangraba.

Uno de los bandoleros subió de un salto al pescante y tomó las riendas para gobernar a los caballos.

-No quedaréis impunes, Dios lo ve todo –sentenció Fray Ignacio a modo de advertencia justo antes de que partieran.

-Te garantizo Padre que ha Dios le trae sin cuidado lo que ocurre en Sierra Morena –uno de los bandoleros se acercó a Esteban mientras hablaba y le susurró algo al oído. El cabecilla observó más detenidamente al jesuita antes de volver a hablar – ¿sabéis dar la extremaunción? –le preguntó.

-Por supuesto.

-Muy bien, subid al carruaje pues, vendrás con nosotros.

-No puedo, debo llegar a Sevilla.

-Cree que se lo estoy pidiendo –rio con fuerza seguido por los demás- vendrás con nosotros ahora, o tú mismo cavarás los hoyos donde enterrarás a estos inocentes escopeteros, al cochero y al mismísimo arzobispo. Mi bondad tiene límites, no la pongas a prueba –y dejó descansar su trabuco sobre el antebrazo izquierdo dando énfasis a sus palabras –Tras observar la preocupación y el miedo en el rostro de los demás, accedió de mala gana –Tapad las ventanillas para que no conozca el camino ¡nos vamos! –gritó Esteban.

El traqueteo comenzó de nuevo y, aunque estaba a oscuras, esta vez no intentó conciliar el sueño en todo el trayecto.

Anochecía cuando por fin se detuvieron. Descendió desorientado, y fue conducido hasta una boca abierta en la montaña. Alrededor de esta el paisaje era tosco y hostil. Sin apenas vegetación, salvo ralas formaciones de arbustos espinosos rodeados de roca viva. Tras él, lejos y muy abajo se extendía un mar de olivos hasta donde alcanzaba la vista. Bañados por los últimos rayos de sol, los acebuches relucían con una belleza más propia de mundos feéricos.

-Hermoso, ¿verdad? –le susurró una voz a su espalda –yo lo llamo el Mar de Jade -Al girarse, se encontró Esteban, en cuyo rostro, arrebolado por la luz del atardecer, se extendía una blanca sonrisa –es uno de los pocos instantes del día en los que aún creo que existe Dios –confesó.

-Me apena oír eso –admitió con sinceridad.

El joven que había susurrado a Esteban antes de ordenarle acompañarlos, se acercó nervioso hasta ellos.

-Acompañe a Lampiño, él le indicará su cometido.

El muchacho lo guio hasta las entrañas de la cueva. Los demás apenas les dedicaban miradas de soslayo mientras se afanaban en distintas tareas. Acá y acullá todos parecían tener una función: unos acomodaban a las bestias, otros descargaban los fardos, los había que encendían las hogueras o preparaban los utensilios para la cena… Avanzaron hasta un rincón oscuro, iluminado tenuemente por una tea en la pared, cuya sujeción improvisada prometía una caída más pronto que tarde.

-Este es Laureano –le comunicó Lampiño, indicando un bulto en el suelo cubierto por mantas –fue apuñalado hace tres días, ni siquiera sabemos cómo aún sigue vivo- confesó en un murmullo.

Se arrodilló junto al moribundo. Estaba empapado en sudor, aunque pequeñas sacudidas recorrían su cuerpo a cada rato como si no pudiera controlar el frío.

-¿Cómo te encuentras hijo? –preguntó Ignacio, colocando su mano en la ardiente frente.

-¿Es usted cura? –preguntó con un hilo de voz entreabriendo los ojos –necesito la extremaunción, llevo demasiado tiempo alejado del camino de Dios.

Asintiendo, le hizo las preguntas de rigor, dándole la oportunidad de arrepentirse de sus pecados para luego, recitar los versículos de San Mateo antes de la extremaunción. El bandolero le dio las gracias y cerró los ojos, su rostro en paz antes de caer dormido, quizás para no despertar nunca más.

Lampiño lo acompaño hasta la entrada a la cueva, regresando de inmediato a velar a su compañero. La noche ya cubría por entero las sierras circundantes y el gélido viento arreciaba, atravesando la sotana como puñales. A pesar de ello agradeció estar fuera, pues en la cueva el ambiente cargado, con la mezcolanza de olores a comida, animales y hacinamiento, lo embotaba. A su espalda, como de la nada, apareció Esteban con una manta que depositó sobre los hombros del fraile.

-Lo ha hecho bien con Laureano –admitió, invitándole a sentarse –incluso nosotros tememos por nuestra alma cuando vemos la muerte cerca.

-Todos suelen negar a Dios hasta que lo necesitan –sentenció.

El bandolero asintió, con una sonrisa triste en los labios. Acto seguido tomó una escudilla y la colocó entre los dos. Algunas rebanadas de pan humeante, una frasca de aceite y varias tripas de embutidos le recordaron que llevaba todo el día sin probar bocado e inconscientemente sus tripas rugieron.

-Usted puede alimentar nuestras almas, deje al menos que nosotros alimentemos su barriga –bromeó antes de pasarle la navaja.

Ambos comenzaron a comer en silencio, contemplando el piélago de olivos en lontananza bajo miríadas de estrellas titilantes. El momento, no por extraño dejaba de ser idílico. Cuando dieron buena cuenta del plato permanecieron en silencio un rato más. Fue Esteban quién de nuevo rompió el mutismo.

-Supongo que usted no aprueba lo que hacemos y no le culpo, pero no son demonios los que descansan en esa cueva, solo hombres, la mayoría empujados por la desesperación ante las injusticias de la vida.

-Te equivocas si crees que soy juez o verdugo. Yo solo muestro el camino e intento instruir las mentes, la decisión de cada cual es un peso con el que deberá cargar él mismo.

-Sólo sois pastor, ¿no? –sonrió el bandolero –¿puedo preguntaros porqué acompañabais al arzobispo hasta Sevilla?

-Pretendo viajar al Nuevo Mundo, también yo estoy repudiado en esta tierra, como vosotros –se sinceró.

-Esta tierra… -Esteban se puso de pie reflexionando –esta tierra, sus gentes, han sido explotados desde hace siglos, sin más opción que deslomarse para subsistir. Ahora, casi todos los hidalgos de la zona están comprando las tierras más baldías y plantando olivares –señaló a la lejanía –el olivo es un árbol fuerte y si se sabe tratar, su fruto es valioso. Las buenas gentes de por aquí tienen mucho en común con el olivo, pero nadie se detiene a darles educación o esperanza a la espera de frutos.

-Es difícil cambiar la fortuna del pueblo llano –se lamentó el jesuita.

-¿Lo es? –dudó el otro –jamás se le ha dado la oportunidad. Siempre gobiernan los mismos, demasiadas veces de forma inaceptable. Es por eso que elegí esta vida.

-Prefieres ser ladrón a siervo.

-¿Ladrón? Que han hecho ellos para merecer lo que tienen: sus tierras, sus diezmos e impuestos… nada –replicó furioso –robar a un ladrón no es más que justicia poética.

-El Rey no estaría muy de acuerdo contigo.

-En España mandará el Rey, pero en la sierra mandamos nosotros.

-¿Qué intentas decirme hijo? –preguntó, intentando sosegarlo.

-Gente como usted es necesaria aquí, no al otro lado del mundo.

-No lo tengo claro.

-Se subestima –le advirtió volviéndose hacía él –a medio día a caballo de aquí, en las afueras de Marmolejo, vive un señor que no es un tirano, al menos no tan pronunciado como sus congéneres. Podría proponerle unirse a él. Ofrézcale educar a los hijos de los labriegos –expuso.

-¿Te estás escuchando? ¿Acaso crees que aceptará?

-Y por qué no. Inténtelo al menos, solo le pido eso. Esas personas merecen la oportunidad de ver el mundo con otros ojos, con los del conocimiento, tanto como los indios allende los mares. Atrévase a sacar los frutos, el pueblo necesita personas preparadas desde abajo.

Miró la escudilla, reflexionando, cuando sus ojos se posaron en la frasca de aceite. Sin saber muy bien por qué la tomó, vertiendo apenas unas gotas sobre el barro horneado. El aceite se extendió formando un pequeño charco. Fray Ignacio tomó un resto de hogaza y lo partió en dos, mojando uno de ellos en el dorado líquido, deleitándose ante el resultado.

-¿Ve como un simple trozo de pan cambia con unas gotas? –le dijo Esteban sonriéndole de pie.

El jesuita volvió a mirar el pan y muy a su pesar, se sorprendió devolviéndole la sonrisa. Extendieron la charla varias horas más y después, Esteban adecentó un buen sitio junto a la hoguera parar que el clérigo descansara.

 

Sentía no haber dormido lo suficiente cuando Esteban fue en su busca. La entrada a la cueva aún permanecía en penumbras. Una vez fuera vio como el cielo dejaba atrás la oscuridad, dando paso a un malva evanescente, indicador del ascenso perezoso del sol. En lontananza, una niebla baja ocultaba el Mar de Jade. El bandolero apareció con dos caballos guiados por las riendas y le ofreció uno.

-Comeremos por el camino –le anunció mientras montaba.

-¿No piensas vendarme los ojos? –preguntó sorprendido el fraile.

-Usted mismo se ha quitado la venda. Además, algo me dice que no nos delatará y tengo ojos en todos los pueblos de por aquí.

-Es bueno saberlo.

 

Los jornaleros descansaban durante el resistero para almorzar, ya que el sol aprieta más. Fue durante esos momentos de relajación y charla cuando los dos jinetes aparecieron. Al principio no se mostraron especialmente sorprendidos, hasta identificar a Esteban el Guapo como uno de ellos. Desde la loma, se vislumbraban más abajo los encalados muros de un cortijo con tejado a dos aguas.

-Hay viven los Quesada –anunció el bandolero –me temo que nuestro viaje concluye aquí.

-Haré todo cuanto esté en mi mano para procurarle una educación a estas gentes.

-Estoy seguro Padre. Recuerde que el aceite bien vale el esfuerzo –dijo señalando los olivos que los rodeaban antes de marcarse la sien con el dedo –buena suerte y que Dios le bendiga.

Fray Ignacio se quedó allí, observando la espalda del Rey de Sierra Morena hasta perderlo en el horizonte. Solo entonces se atrevió a murmurar las palabras que atesoraba en su garganta.

-Que Dios te bendiga Esteban y buena suerte.

Viró su caballo y poco a poco, puso rumbo al cortijo de Quesada.