46. La tórtola de la paz

Jesús Alcañiz García y Mar Alférez Ródenas

 

A finales de agosto, después de la siesta, nos refugiábamos en la isla de sombra del olivar de Aquilino. Soltábamos las bicis, sofocados del calor y del esfuerzo, y sacábamos los bocadillos de fuagrás y unas rodajas de sandía. De las eras se acercaban los gorriones a picotear las migas. Enseguida se apuntaban las tórtolas y las torcaces al festín.

Mi hermano Mario y yo colocábamos sobre una rama aceitunas para probar puntería con los tirachinas. Yo le dejaba ganar para que no volviera a casa enfurruñado y me cayera a mí la bronca. Y luego tirábamos a los gorriones, para que nuestra madre nos los preparara fritos, que entonces, por desgracia, estaba permitido.

Ya nos subíamos a las bicis cuando cayó una tórtola a unos metros, malherida del disparo de un cazador. La tomé en mis manos y vi que le quedaba un hilo de vida, mientras mi hermano, impresionado, no podía contener las lágrimas.

Cuando murió, decidimos enterrarla al pie de uno de aquellos árboles centenarios, junto con una ramita de olivo, y juramos declarar la paz a los pájaros y no volver a matarlos nunca más.