46. El manto de mis ancestros

Antonio Cañada Blanca

 

El suelo pedregoso se clava en mis rodillas y noto mis piernas amoldarse al áspero y húmedo abrazo del barro. Mientras el frío cala mis huesos compruebo cómo la voz del capataz se dibuja en el aire gélido con cada orden que exclama. El olivar se extiende hasta donde la vista alcanza y de un lado a otro los peones sortean las lindes toda vez que intentan alcanzar el ritmo de la maquinaria, que cual bando enemigo se enfrenta a la ardua tarea del campo con más tesón que cualquier humano.

Tras de mí, dos mujeres se disputan el peso de una espuerta cargada, así que clavo la piqueta como una estaca y hago por incorporarme, decidida a cambiar algo. Antes de que el capataz agote mi paciencia tomo el fardo sobre mis hombros y deslizo el manto de este verde gigante que ostenta el peso de mis ancestros. Alguien silba desde la ladera para llamar mi atención, pero yo no ceso en mi hazaña y termino la faena sin ayuda.

Desde que mi Alfonso se marchó he luchado para valerme por mí misma sin complejos. Y aún así, hoy existen hombres incapaces de entenderlo.