
45. Gotas de sol
La botella de aceite resbala en mis manos por las huellas tatuadas de otros madrugadores, a los que no hay nada en el mundo que les guste más que un buen desayuno. El sutil acto reflejo de evitar que se rompa ha convertido mi pan rústico en un bautismo inesperado de oro líquido. Desde la barra se oye una risa escandalosa que pronto se mezcla con la tos irrefrenable de un buen catarro primaveral. Sonrío de lado, tratando de limpiar la botella para que a otro no le pase lo mismo que a mí. Con ironía me pregunta si necesito otra tostada y niego tímidamente. Sabe de sobra que no voy a desperdiciar ni una sola migaja de pan, ni una sola partícula de sal, y ni una sola gota de mi aceite preferido.
El bar se ha llenado de adultos que tienen solo unos minutos para comer antes de volver al trabajo, y de niños que esperan resignados a que suene el timbre del colegio. La máquina de café retumba cada treinta segundos y el olor a pan tostado ha envuelto todo el salón, abriendo un poco más el agujero en el estómago de los que aún esperan su turno. La televisión está encendida en una esquina, y ese presentador tan simpático y con cara de buena persona da los buenos días mientras una imagen desagradable aparece junto a él con las primeras noticias del día. ¿Es que todas las noticias tienen que ser malas? Estoy convencida de que también ocurren cosas maravillosas en el mundo, solo que puede que esas vendan menos.
Me quemo la lengua con el café caliente y, en un intento de apagar la quemazón que deja mi paladar en carne viva, noto el regusto amargo del café solo. ¿Se me ha olvidado ponerle azúcar? Puede que sí, estoy muy distraída esta mañana. Incluso nerviosa. Llama mi atención la voz perezosa de un niño de cinco años que está sentado al lado de su abuela en la mesa junto a la ventana. Se frota los ojos con la esperanza de eliminar el sueño que lo invita a echarse una cabezada en la mesa, pero su abuela lo detiene. Con dulzura, abre en dos el mollete pequeño que le acaban de traer, y le pone un chorro de aceite y azúcar. ¿Azúcar? Sí, ese pequeño pertenece al club de los que piden aceite y azúcar el Día de Andalucía en el colegio.
—Cómetelo todo, luego le diremos a papá y a mamá que has sido todo un campeón.
El niño sonríe y devora a mordiscos pequeños su desayuno ante la mirada atenta de su abuela, que parece disfrutar de los minutos juntos que suponen toda una tradición del día a día. Mañana esos recuerdos serán conservados como un tesoro en la mente de ese niño somnoliento.
En la mesa de al lado, dos hombres y una mujer pierden el tiempo en sus teléfonos móviles mientras la comida se enfría frente a ellos. No para de sonar la gota de agua caer, el pipipi, y la vibración sorda que acompañan a cada mensaje recibido y, en intercambios fugaces de miradas, se animan a dejar a un lado el teléfono porque el tiempo se les echa encima. Ellos van vestidos con traje de chaqueta y corbata, y ella lleva una americana sobre un vestido blanco. Se ríen mientras bañan sus tostadas en tomate, aceite e incluso pimienta, mirando el reloj cada poco tiempo para comprobar que todavía disponen de unos minutos de gloria. Los observo sabiendo quiénes son, los veo todas las mañanas salir del banco y entrar en el bar. Bromean con la persona que está detrás de la barra y escucho a uno de ellos gritar:
—Hoy me toca invitar a mí —Deja un billete sobre la barra y aprieta cariñosamente la mano del que lo recibe con una sonrisa.
Salen por la puerta después de despedirse y se cruzan con las enfermeras del centro de salud que está situado a tres calles a la izquierda. Vienen eufóricas y ojerosas, en esa mezcla tan contradictoria de cansancio y adrenalina que les va a dificultar dormir cuando lleguen a casa. Están hablando de la noche tan movida que han tenido en urgencias.
—Sí, sí. Eran las cuatro de la mañana cuando llegaron. Vinieron aquí porque no tenían coche para ir hasta el hospital comarcal.
Continúan comentando el incidente, y a ellas se une un matrimonio de mediana edad que no ha tenido reparos en preguntar qué ocurría. El hombre se queja de la lejanía del hospital si algún día le llega a dar un patatús, y la mujer le riñe por pensar esas cosas tan desagradables, santiguándose. Al final deciden sentarse todos en la misma mesa para estar más cómodos, y las voces nítidas se convierten en murmullos que no alcanzo a oír. Parece una comida familiar en la que todos se ponen al día sobre su vida, y sonrío ante el poder de unión que tiene un buen cotilleo.
La misma voz que antes me ha preguntado con ironía si quería otra tostada, me llama por mi nombre y me invita a acercarme. Necesita que vaya hasta la puerta trasera y reciba al proveedor porque no puede dejar la barra ola, y accedo de buen agrado. Al abrir la puerta, Damián me saluda con unos buenos días que serían capaces de arreglar hasta el día más gris de la historia. Me gusta hablar con él y preguntarle cosas sobre su trabajo, y él siempre me responde sonrojado <<qué niña esta>>.
—¿Me puedes describir de nuevo cómo es? —Me emociono como una niña pequeña, creo que nunca me cansaré de escucharlo.
Las cajas que ha traído Damián se apilan para sujetar la puerta entreabierta, y nos sentamos en el escalón mientras él se toma un merecido descanso. Se ríe ante lo absurdo que le resulta contarme la misma historia un millón de veces, y yo le aseguro que será la última. Es la última.
—Hay miles de ellos por todas partes. Es como el mar, solo que en color verde. No se mueven como las olas hasta romper en la orilla, más bien se balancean con la brisa y dejan sombra en la que cobijarse. No necesitas sombrillas ni nada de eso.
Esos miles de olivos dan el fruto más hermoso jamás cosechado, y este es el único que tiene el poder de convertirse en algo brillante y cálido; en un líquido que baila en su recipiente, y llueve llenando de sabor comidas de nuestra dieta mediterránea. Damián me invita a dejar de soñar y a llevar adentro las cajas que ha traído y, justo antes de irse, me confiesa que se alegra de haberme conocido. Y yo también, para mí ha sido un regalo. Un regalo de sol.
El salón casi se ha quedado desierto porque el reloj ha corrido lo suficiente como para devolver a cada uno al lugar al que pertenece. Aviso a la tos tras la barra de que ya he colocado las cajas en el almacén, y de que lo voy a ayudar a limpiar las mesas para la futura hora punta. Asiente y me sonríe. En la cajita de madera que sustituye al tradicional soporte para los condimentos de aliño, coloco el salero y las tres botellas de aceite. <<Mi favorito es este sin duda>>, susurro leyendo de nuevo la pegatina de aceite picual de la sierra de Jaén. Mismo protocolo en cada una de las mesas.
Pensé que ya lo había visto todo, que ya había escuchado suficientes conversaciones, y que había conocido todas las caras que son posibles en un lugar como este, pero me equivocaba. Son las once de la mañana, esa hora en la que ni se desayuna ni se almuerza, cuando entran por la puerta dos mujeres. En ese limbo horario en el que no sabría muy bien qué comer, ellas piden lo más típico de la zona. De nuevo la cafetera retumba, y el olor a pan tostado despierta cosquillas en mi estómago; lo voy a echar de menos. Me atrevo a acercarme para recomendarles mi preferido, ese que me ha acompañado durante el tiempo en el que ese bar y su gente han sido mi familia.
La ironía abandona la voz y el semblante risueño de esa tos inconfundible que me ha retado durante meses, y ahora incluso puedo percibir tristeza y melancolía. La barra, esa prolongación de su propio ser, queda detrás y ya no hay nada que nos separe. Le recuerdo que debe colocar lo que hay dentro de las cajas en su sitio, y que debería conseguir a alguien que lo ayude en el bar. Me recuerda que allí todos son una gran familia, que le echarán una mano como yo lo he hecho hasta entonces. De manera desinteresada.
—¿A qué pacientes vas a molestar ahora, eh?
Le confieso que no lo sé, que hacer suplencias tiene sus ventajas y sus inconvenientes, pero que por lo pronto vuelvo a casa. Ese hogar que está más allá de donde terminan los campos de olivos y empieza el mar, y que me gustaría no volver a necesitar sombrilla para cobijarme, aunque de momento la tendré que buscar en el trastero. Tengo muy claro el regalo que le voy a llevar a mi familia y él lo sabe. El abrazo dura lo mismo que una canción de despedida, y los nervios desaparecen. Es bonito eso de tener familia allá donde vayas, y eso es lo último en lo que pienso antes de coger la caja que ha puesto sobre la barra para mí.
—No tienes que pagármela, tómalo como una herencia familiar.
Sonríe de nuevo irónico, y yo observo a las dos mujeres que hacen fotos a la mágica botella que hay frente a ellas. No lo han podido evitar y yo tampoco pude; ya se han enamorado de ese bar, del gruñón que hay tras la barra, y del tesoro que reposa en el pequeño recipiente transparente. El secreto de una tierra que está destinado a ser compartido con el mundo.
—¡Hasta pronto! Y recuerda que Damián vuelve la semana que viene, que los del banco te han preguntado por la variedad suave de ese aceite para que lo pidas, y que la abuela de ese niño te ha hecho un pedido para su fiesta de cumpleaños.
—Pero, ¿tú eres médico o trabajas en mi bar? —Sonríe incrédulo.
—¿Yo? Yo ya soy de aquí, como todos. A mi madre le va a encantar… —Envuelvo la caja entre mis manos y me preparo para continuar la tradición de los desayunos en un lugar nuevo, o en el lugar de siempre. En ese que me ha convertido en lo que soy y en lo que me gustaría ser toda la vida.
Y la sombra me cobija por última vez.