45. Alquimia
El ordeñe debe hacerse antes de junio. Pulgar e índice deben buscarse, abrazando la parte superior de la rama, mientras el resto de los dedos deben colgar ligeros, para que al ir bajando se encuentren con los frutos; pero, al tiempo, deben mantener una suave rigidez, necesaria para desprenderlos con un leve tirón. La caída puede darse directamente hacia el balde de zinc, aunque lo ideal sería que la propia mano se llenara antes de las olivas, para después depositarlas en el fondo suavemente, y así evitar cualquier golpe que pudiera generar alguna oxidación posterior. Paradójicamente, cuando la cosecha es buena y el calibre de las aceitunas supera las expectativas, la mano resulta escasa y el desborde en cascada se vuelve inevitable. Cada cosecha generaba en papá una expectativa hiperquinética: idas y vueltas al galpón para recolectar las herramientas y los receptáculos: baldes, palanganas, frascos, jeringas, telas, coladores, tijeras, balanzas y una serie de elementos que siempre dispuso en la gruesa mesa de mármol de la cocina del fondo, pero que nunca lo vi usar. Es que, en definitiva, uno puede haber hecho todo tal y como Dios manda, pero los resultados serán siempre una sorpresa. Por eso su emoción al ver la nutrida recolección de aquella temporada, quizás la más exitosa en una década.
A sus noventa y seis años, el cuidado de los dos olivos del fondo de su casa era su preocupación y su ocupación exclusiva. Por eso, ver que los frutos no surgieran secos ni arrugados, ni defectuosos o mezquinos, lo hacía desbordar de entusiasmo. Porque entonces quería decir que durante el año había seguido correctamente al sol, haciendo la poda de modo adecuado para lograr que la luz penetrara hasta las ramas más cercanas al tronco; porque entonces en el tratamiento del suelo no había habido fallas y la gramilla había evitado que por las grietas de la tierra se evaporara la humedad que reclaman las raíces. Porque todo confirmaba que los fertilizantes naturales que elaborara, aun con la proporción de sus elementos calibrada a ojo, había respetado la esencia de las fórmulas que su madre, la abuela María del Rosario de la Fuente Menéndez, le había enseñado desde antes de tener memoria.
Así como las corrientes de aire dirigen el oleaje a veces hacia un lado y a veces hacia otro, también los vientos de la historia conducen los destinos en direcciones opuestas. Por aquellos días yo me enredaba en trámites y me ahogaba en papeles, en certificados de nacimiento y de muerte, en documentos que refrendaran que mis antepasados nunca habían votado aquí, y todo para conseguir la llave que me permitiera escapar de las trampas de los tecnócratas que hundían, otra vez, a mi país. Yo buscaba Europa. Pero hace más de un siglo, hubo huracanes en el reino que supo ser, bajo los Borbones, el más extenso y poderoso. Y así, el aire sopló de modo tan violento que las ondulaciones del mar de olivos de las sierras de Jaén arrastraron hacia el lejano oeste a los que lograron no perecer. Sin garantías, millones llegaron a las tierras nuevas, que prometían la salvación de la gazuza y, con un poco de esfuerzo y de suerte, incluso la prosperidad. Así recaló la abuela, que por entonces era una niña, en Mendoza, en la por entonces joven localidad de Maipú. Si quisiera embellecer esta historia, podría decir que su destino americano fue decidido por sus padres, por encontrar aquí, en estas tierras tan fértiles como las andaluzas, una escenografía montañosa de inevitable reminiscencia a la Sierra Mágina, que decoraba el horizonte de su breve caserío natal, apenas alejado de Alcalá la Real. Podría referir unos campos casi indistinguibles de aquellos que los vieron nacer, o las idénticas fuentes de agua fresca que seguían un irregular cause montañoso, para formar mínimas cascadas cuyo sonido era el único motivo de la interrupción del silencio. Pero eso sería literatura. Porque lo cierto es que, a pesar de haber vendido todas sus rústicas posesiones, mis bisabuelos no contaron con el dinero suficiente para llegar al puerto de Buenos Aires de modo directo, ni mucho menos para la elección del sitio donde dibujarían sus destinos. Solo para recalar en Paraguay alcanzaron los ahorros, remontando el Paraná y quedando en medio de lo que por aquel entonces no era más que una selva hostil, donde de nada hubieran servido las destrezas laborales propias de los bosques que recibieron de las generaciones que los precedieron. Por eso el apuro para cruzar al Chaco. Y allí la suerte de dar con ese terrateniente que les ofreció moverse hasta el suroeste del país, tentado por la experiencia de trabajo de esa familia nacida debajo de un tapiz de olivos, que era el prometedor cultivo en el que había decidido recientemente invertir tiempo y metálico.
Se instalaron en un predio donde las hectáreas se contaban por cientos. Se les facilitaron los materiales para construir una morada humilde, pero aun así más grande, cómoda y sólida que la casa de la campiña, de piedra caliza seca, que habían dejado en Europa. De a poco, desplazaron las vides por olivos y, sin prisa, pero sin pausa, como les gustaba decir a ellos, lograron el milagro de reproducir la cuenca del Guadalquivir en la planicie sedimentaria andina. Si los trinos de los pájaros no fuesen tan diferentes, hasta se podría hacer creer a algún desprevenido que el Mar Mediterráneo se hallaría viajando algunas leguas hacia el sur. Con la cosecha hecha a puro trabajo de vara, contaban sin embargo con una almazara que el terrateniente había enviado a hacer a unos ingenieros españoles que vivían en Buenos Aires. Un poco de modo artesanal, un poco tecnificado: todo se hacía así por aquel tiempo. No todo, en realidad. En el campo al fondo de la casa, que con el pasar de los veranos, comprimido por las medianeras que lo separan de las viviendas vecinas, se ha convertido en el extenso jardín que caminaba mi padre con su andar corto y algo descoordinado, la abuela plantó ella misma los dos olivos de los que la familia extrajo siempre el néctar mágico de uso casero. Dos olivos quizás no tan altos, pero de troncos exageradamente enroscados; troncos como las vueltas de la vida que pusieron a Rosario en el sur del planeta, a mi padre en el mundo y a mí mismo en esa casa, donde se tenía que estar para ayudar al viejo con su pasión heredada. Esos árboles, iguales a todos, pero tan diferentes, solo podían trabajarse con las manos. Como las de la abuela, pequeñas pero endurecidas por los callos de quienes se ganan por sí mismos todo lo que tienen. Aquí, la tradición obligaba al contacto directo entre el artesano y la naturaleza. Sin mediaciones, sin los artilugios mecánicos inevitables para la producción masiva.
Quizás por ese delicado trato, por esa dedicación personalizada, ocurriera que, durante tres temporadas de fecha imprecisa, la abuela hubiera conseguido extraer casi dos litros de aceite de oliva puro extra con tan solo diez kilos de gordas aceitunas. Así me lo contó y me lo repitió cada año mi padre. La importancia de la ceremonia no admite sospechar de las exageraciones ni de las tergiversaciones que tan comúnmente contaminan los relatos a través del tiempo. Algún primo me dejó saber, también, que el sabor picante de estas extracciones hechas a mano era tan profundo, que convertía a cualquier desabrido pan, o al más humilde plato de queso y habas, en un elixir difícilmente olvidable. Buscando igualar esas hazañas inigualables, papá llenó los baldes aquella vez. Y no teniendo necesidad de pesarlos, pues los diez kilos buscados se lograban casi siempre con cuatro de ellos a tope, los sometió igualmente a la precisión de la balanza. De allí, directo a la gran palangana donde esos concentrados de sabor verde recibían su bautismo de ingreso desde la naturaleza al mundo humano. Hojas, polvillo y pequeños insectos y arañas encontraban al rato la superficie del agua, y así era más sencillo sacar los frutos sin impurezas. A pesar de ello, era indispensable el paso por un gran colador. Papá ya no utilizaba el que fuera de la abuela, porque el tiempo y el uso lo habían ennegrecido. Pero sí, como su madre, después de esta fase, secaba una a una las olivas. El uso del papel en vez de una tela no era su única innovación. La abuela las trituraba con una suerte de mortero de piedra, que le permitía separar la carne del hueso. Papá lo conservaba y siempre lo traía, disponiéndolo al lado de las tijeras y de otras dos herramientas indescriptibles. Supongo que tener a la mano ese lote de pertrechos que no utilizaba, se explica por el mero hábito o por la pura nostalgia. Porque en realidad echaba mano de una pesada, pero parece que muy noble, licuadora de mano eléctrica que no les temía a los carozos y que producía una pasta excelente. Lo que seguía también involucraba alguna iconoclastia respecto al proceso original. Porque, mientras la abuela procedía al filtrado a través de un paño nuevo de tela de algodón, papá se desembarazaba de cualquier sutileza sacrificándola en la hoguera de la practicidad: utilizaba un pulcro calcetín, que llenaba con cucharadas de la verde carne vegetal, más o menos hasta la mitad, para después hacerlo girar por la parte superior, para que se así se cerrara y dejara el contenido bien aprisionado, listo para ser prensado con la fuerza de las manos, sobre el tamiz que, a su vez, colocaba encima de un embudo inserto en un frasco de plástico tamaño optimismo. Aunque mi padre necesitaba mi presencia, mi labor fue siempre un poco la de un espectador. Pero ese año, por primera vez, me permití intervenir, porque la potencia de sus palmas ya no era suficiente para lograr dejar que la pasta expulsase todos sus jugos. Me sorprendió que él no me interrumpiera. Fue la primera vez que le percibí un leve gesto de resignación. Llenamos varios recipientes y con la ayuda de una gruesa jeringa y movimientos que se iban agilizando con las repeticiones, fuimos pasando el contenido a varios frascos de vidrio en los que habíamos colocado sendos filtros de papel, de esos que se utilizan para hacer café. El proceso era de una lentitud insoportable para el ritmo de estos tiempos. Pero aquí el compás lo marcaba la tradición. Con una sonrisa de satisfacción, papá puso a calentar la pava en el fuego, mientras preparaba el mate. La espera de la decantación la hicimos en el living de la casa.
La sala cumplía con todas las condiciones para competir en un certamen para hallar la nueva sede de la Embajada de España en la Argentina. Todo remitía a los orígenes de la familia. Figuras de madera y plástico del toro de Osborne, afiches de Manolete que copiaban a los originales, pero con lugar para poner el nombre del destinatario de esa reproducción convertida en souvenir. El Cristo plástico sufriente en su cruz, erguida sobre una montaña de piedras, que era ícono y velador a un mismo tiempo. Y fotos, muchas fotos. La clásica, de marco grueso y ovalado de madera, protegiendo con un vidrio la imagen coloreada a pincel de Rosario, sentada al lado del abuelo Celestino, ostentando en su mano una galera seguramente alquilada para la ocasión. Y luego una exposición de las diversas tecnologías que el siglo veinte fue proponiendo para retener el tiempo: fotos en blanco y negro, fotos en las que el mundo era sepia, pequeñas polaroid; imágenes fuera de foco propias de las décadas de los ochentas y los noventas, impresas en papel Glossy, fotos digitales que se sucedían unas a otras en un portarretratos digital, que la tía Beba le instaló a papá como regalo en una visita, y que no paró de exhibir las mismas imágenes en bucle por lo menos por diez años. La decoración la generó el tiempo y papá nunca trató de evitar esa azarosa acumulación de cosas. Mientras cebaba el mate, evitaba apoyar la pava caliente en los muebles de estilo, para que no quedaran marcados con esos espantosos círculos blancos que los descuidos imprimen en la madera noble. El silencio se rompía con preguntas de rigor sobre la salud o el clima. No había apuro; hasta bien entrada la noche los verdes líquidos oleosos no se separarían del decantado rojizo que se hundiría en los frascos. Papá tomó un papel y comenzó a hacer algunas reglas de tres, para calcular hasta dónde ascendería ese año la producción del aceite, teniendo en cuenta los resultados de las últimas cosechas, a los que sistemáticamente sumaba su inquebrantable ilusión de que cada nueva temporada siempre sería algo mejor que las previas. Me conmovió que posara su mano sobre la mía y me agradeciera con la mirada estar a su lado. Me repitió, como cada temporada, la referencia bíblica de aquel Salmo que habla de la buenaventura de aquellos que comen del trabajo de sus propias manos y que promete que quienes así actúen tendrán a sus hijos como plantas de olivo alrededor de la mesa. Como plantas de olivo: eternamente.
Su vida se iba apagando de a poco, pero su exaltación parecía crecer con el tiempo. Por eso no pude hablar, no pude decirle. Traté de esquivar la mención de que Amadeo, a pesar de cumplir los doce en unos meses, no estaría para su primera cosecha el año próximo, según dictaban las leyes familiares. Y no solo no estaría presente su nieto, sino que tampoco yo lo haría. Porque el gestor había previsto que en menos de tres meses ya contaríamos con nuestras ciudadanías europeas y en un par más, nuestros pasaportes españoles arribarían al consulado. Las fuerzas expulsivas de la fortuna, marcando una secuencia rítmica tan amplia que solo es posible de ser detectada retrospectivamente, desde la distancia de las décadas, nos obligaban a protagonizar la Odisea pendular de aquel viaje que hacía más de una centuria había depositado a la abuela en este valle por entonces vacío que hoy ya es ciudad.
Papá me contó anécdotas repetidas. Yo traté de vincular sus historias con algunos sucesos políticos y económicos de los que todos hablaban por esos días. Un rato escuchamos la radio, porque a la tarde se sintonizaba a ese viejo locutor que mechaba las noticias con algunos tangos; un rato salimos al jardín de adelante y me explicó cómo hacía para que sus rosales fueran tan frondosos. Yo volví a entrar y él se quedó en la verja, conversando con el vecino de la casa de la esquina. Y de a poco se fue yendo el día. Le propuse dejar los frascos en su proceso de precipitado hasta que desapareciera la luz del sol, para así, mientras tanto, ir haciendo hervir las alcachofas, con la paciencia suficiente para que no solo se volvieran tiernas las hojas del centro, sino también las más alejadas. La olla bullente bien llena, la exageración de tres dientes de ajo, un gajo de un cuarto de limón y la infaltable hoja de laurel. Los cuarenta minutos recomendados se convirtieron en una hora, tiempo suficiente para que el viejo diera el último paso de la producción del mágico líquido jiennense. Separó el aceite de los varios frascos de vidrio y los trasvasó, primero a un mensurador y de allí a la antigua jarra decorativa de peltre, de base elegante, vientre esférico y saliente, cuello estilizado y extenso, tapa diseñada para ser levantada por el pulgar y asa de diseño exquisito, que proveía el refugio contra la luz oxidante y la distinción final que ameritaba semejante proceso tradicional.
–Cuatrocientos cincuenta y cinco mililitros, finalmente. Nada mal -le dije.
-¡Noniná! -sentenció feliz.
Papá sacó las alcachofas del agua con una espumadera, y las depositó en el plato de cerámica decorado con la Torre del Oro de Sevilla, reservado exclusivamente para este acontecimiento. Les dio una llovizna de sal, las regó con el exprimido de un limón antes mezclado con esas hierbas de las que solo él sabía y luego dejó que se deslizara sobre ellas, lanzado desde una altura histriónica, el hilo áureo y oleico de nuestra panacea universal. Brindamos con un vino torrontés mendocino, de notas frutales. Hincamos nuestros incisivos en la punta menos fibrosa de una hoja y contamos tres, para arrancar, sincronizadamente, la parte más carnosa, la más cercana al corazón. El silencio que siguió a la cata me permitió saber que también él había cerrado los ojos al dejar ingresar la frescura y la intensidad que se convertían en el sabor de la aceituna al fondo del paladar. Una sonrisa leve y satisfecha, de identidad y orgullo, coronó ese primer bocado y los que siguieron. A la cena se agregaron luego un par de platos preelaborados. Con ellos, sin embargo, solo hubo voracidad.
No hubo postre; nunca había. Junté mis cosas y llamé a un taxi. Antes de irme, fui hasta el jardín y miré los olivos para atesorar el recuerdo detallado de sus intrincados nudos. Corté un pequeño ramito y entré a la cocina. Le pedí al viejo que no se molestara, que yo iría solo hasta la entrada. Y lo abracé apretada y largamente, para agradecerle, para mostrarle mi respeto incondicional. Su cansancio se había acumulado en la pronunciada curvatura de su espalda. Me abrigué, me colgué el morral y caminé hasta el frente de la casa sin mirar hacia atrás. Abrí la puerta de rejas, salí y la cerré, asegurando el pasador desde fuera. Sobre una de las columnas dejé el ramo, para asegurarme – como lo hicieron otros tantos desde el alba de la historia – de que nuestro rito alquímico se perpetuara con las generaciones.
Hoy tengo como referencia de mis encuentros la Puerta del Sol. Amadeo me ayuda a recolectar las picual de nuestra casa de campo de Chorrera, pero no en junio sino en octubre. Trabajamos como me enseñaron la abuela y papá, que nunca han muerto.