44. Papajotes

Antonio de Pigafetta

 

Mi madre dice que el abuelo Pedro necesitó perder tres veces el corazón para morirse y dejar de rezongar. En realidad solo rezongaba con ella, con los demás solía ser bastante amable. Supongo que la culpaba  por haberse llevado a mi padre lejos del pueblo, pero no creo que de eso tuviera ella la culpa. Mi padre nunca tuvo intención de quedarse y, en lugar de mediar, se quitaba de encima toda responsabilidad en aquellas desavenencias:

—Yo no tengo ninguna culpa de que os llevéis como el perro y el gato —les decía a los dos.

Desde que se fue a Granada, a estudiar, sabía que no se quedaría en el pueblo, que quería ampliar horizontes. Prefería pintar los olivos, desde lejos, en lugar de desgastarse las manos cuidándolos. Sin embargo, nos inculcó a  toda la familia el amor por aquel rincón de la Sierra de Mágina, mucho antes de que se llenara de visitantes de fin de semana. Mi hermana era la única que siempre buscaba excusas para no ir, es «una urbanita recalcitrante» en palabras de mi padre. Yo creo que es una manera complicada de decir que, simplemente, prefiere quedarse en la ciudad, que acostumbrada al ruido ensordecedor, teme los susurros de la naturaleza.

Mi padre quería ser artista, anduvo dando tumbos por ahí. Al final comprobó que no podía vivir de sus propios cuadros y optó por dedicarse al arte de otros y trabajar en los museos.

—Uno tiene que reconocer sus limitaciones para no ser un frustrado toda la vida —nos explicaba a mi hermana y a mí cuando le tocó orientarnos sobre nuestro futuro.

Vivir del arte ajeno produce menos sobresaltos que vivir del propio, creo yo, te permite cierta tranquilidad, al menos en el terreno económico. Sobre todo desde que nos instalamos en Málaga, que según mi padre pasó de ser una ciudad gris dentro de una provincia bonita a ser la ciudad más luminosa desde que empezaron a creer en los museos.

—Viví una temporada en Nicasio Calle, —nos explicaba cuando le daba por recordar— que es una callecita al final de Larios, justo antes de la Plaza de la Constitución. Estaba cerca de la casa de Picasso  y del Museo de Bellas Artes. Yo trataba de aprender de los maestros, pero, ya sabéis… Donde ahora hay museos, entonces solo había bocacalles oscuras y amenazantes. Hasta la catedral, bajo la pátina negra del tiempo, estaba como cubierta por un halo de tristeza.

Quizás encontrar a mi madre y subir con ella de la mano por los laberintos de la Alcazaba, a besarla «mirando la mar con su traje de lentejuelas» convirtió aquella ciudad gris en un paraíso. Y después de rodar por esos mundos decidieron regresar porque, según dice mi madre, que a veces también se pone sentenciosa, «en la costa de Málaga puedes entenderte en todas las lenguas del mundo sin el inconveniente de los climas extremos y la mala comida».

Desde Málaga era más fácil acercarse al pueblo. Salvo para mi hermana, subir a  la Sierra Mágina era un paréntesis en nuestra rutina. La abuela aún vivía, por entonces, y el abuelo, aunque miraba a mi madre un poco de reojo, todavía no se mostraba gruñón. Mi madre para eso también tiene una teoría:

—Muchos hombres, al contrario que el vino, no ganan con el paso del tiempo.

Ni siquiera todos los vinos ganan con la edad, algunos se avinagran. Quizá un poco de eso le pasó al abuelo Pedro. La primera de las tres veces que perdió el corazón fue cuando enterramos a la abuela. Tengo un vago recuerdo porque era aún un niño, un poco desorientado en mi nuevo colegio malagueño. La gente se agolpaba entre las tumbas y desbordaba el pequeño cementerio. El ataúd sonó con un golpe seco, como un portazo, cuando cayó al fondo de la fosa. Y como si fuese una señal, Rufo, el perro de los abuelos aulló a lo lejos y yo sentí como un escalofrío por la espalda y tuve que cogerle la mano a mi madre. Camino de vuelta al pueblo, ya en la carretera, nos adelantó un coche que llevaba la radio a toda pastilla. Sonaba una canción antigua que yo nunca había oído: «…Cuando salí de Cuba, dejé enterrado mi corazón…» Por la mejilla curtida del abuelo rodaban unas lágrimas como de cristal, pero él no se daba cuenta. Fue la única vez que lo vi llorar, si aquello era verdaderamente llorar.

Yo le pregunté a mi madre, al oído, qué le pasaba al abuelo y ella me lo resumió:

—Acaba de perder el corazón.

 

Por casualidad estábamos en el pueblo cuando comenzaron a arrancar los olivos. Aprovechaban el fin de semana en que las máquinas no trabajaban en la cantera del pueblo de al lado para utilizarlas en esos trabajos. Era un espectáculo ver como atacaban a aquellos árboles centenarios. Primero hacían una zanja alrededor, dejando un pequeño círculo de tierra en torno al tronco. Me recordaba los asedios medievales que he visto en las películas, se les cortaba a los sitiados toda posibilidad de auxilio exterior y después se acometía el asalto final. Del mismo modo, con la zanja, se recortaban las raíces del olivo y se le negaba la última esperanza de agarrarse a su tierra. Una vez aislado, la pala metía una dentellada con sus dientes metálicos por debajo. Así arrancaba el cepellón entero y lo cargaba al camión con destino a algún jardín de gente pudiente o algún parque público de una ciudad lejana. Los olivos tienen el mismo aire pacífico y trascendente que los santones orientales, esos que son capaces de estarse quietos durante horas, días incluso, sin necesidad de comer y casi sin respirar. De algún modo, quien compra esos árboles incluso milenarios, tiene la sensación de comprar el tiempo.

El abuelo Pedro me llevó a ver como arrancaban los olivos. Acostumbrado a ver las suaves ondulaciones moteadas de olivos, mirando desde el camino sus ojos se empañaban viendo como la ladera se llenaba de abruptos socavones. Aquel paisaje adquiría un aire trágico de campo de batalla.

—Ahí se llevan mi corazón —dijo con voz queda, como para sí mismo.

—¿Por qué dices eso, abuelo? —quise saber.

—En el tronco de ese olivo que acaban de cargar —me explicó, y apuntaba con la mano temblorosa hacia el camión— grabé un corazón con mi navaja. Tenía poca más edad que tú ahora. Tu abuela me había dicho palabras al oído que parecían papajotes recién salidas de la sartén. Y el viento susurraba entre las hojas como mandando callar al mundo…

Cuando me explicaba esas cosas tenía el mismo aire ausente que cuando enterramos a la abuela. Estuve mirándolo un rato por el rabillo del ojo a ver si soltaba unas lágrimas como entonces. Pero, aunque no lloró, yo sé que acababa de perder el corazón otra vez. Y yo me puse triste por sus pérdidas y por mí mismo también, porque hasta aquel momento no me di cuenta de que echaba de menos los papajotes de la abuela, aquellos que me quemaban los dedos y la boca porque hay cosas incompatibles con la paciencia.

 

La última vez que el abuelo Pedro perdió el corazón, la definitiva, fue la del infarto que lo mató. «Afortunadamente no sufrió», le decía mi padre a todos el día del entierro. Porque el abuelo se quedó en el sofá a la hora de la siesta «con la cabeza sobre el pecho, como un pájaro dormido», como nos explicó la señora que pasaba cada tarde a hacerle la cena y poner orden en la casa. Al parecer, al abuelo se le explotó el corazón y todos alrededor nos quedamos entre sorprendidos y desolados, como los niños cuando les estalla el globo que llevan en las manos. El abuelo aún se movía con soltura, parecía tener buena salud, aparte de esas cosas de la tensión y el colesterol para las que todos los viejos toman pastillas. Nadie esperábamos un desenlace tan fulminante.

Hasta mi hermana, por una vez, abandonó la ciudad y venció sus miedos para acompañarnos; aunque no dejaba de mirar el móvil ni en el cementerio. Mi madre lloraba a moco tendido a pesar de andar siempre como el perro y el gato con el abuelo; para el camino de regreso se aferró a mi brazo, todo el mundo necesita algo a qué agarrarse cuando las cosas desaparecen a su alrededor.

Los coches que pasaban por la carretera no nos dejaron más que un rastro de humo y ruido, ninguna música, ninguna vieja canción. Todo en aquella tarde se confabulaba para negarle un lugar a la nostalgia.

Hasta mi padre escamoteó unas lágrimas furtivas con los dedos. Supongo que sintió aquella muerte como la dentellada que le arrancaba la última raíz que lo unía a aquella tierra. Se sentiría como los olivos, sitiado y a merced del golpe definitivo que lo arrastraba hacia los jardines ajenos, hacia los parques lejanos… Allí donde ya no cuenta el corazón, ni los días, ni la historia, sino el capricho de los poderosos. Y el más poderoso de todos es el tiempo.

Los olivos lo saben bien, por eso se acurrucan, como los santones orientales, mientras destilan, como alambiques, las doradas lágrimas de la tierra. Y, para quien quiera escucharlos,  susurran con sus hojas viejas historias del corazón, delicadas y quemantes como papajotes recién salidos de la sartén de la memoria.