37. La promesa
Aquella madrugada de Sábado de Pasión, las sombras de los últimos paseantes se deslizaban apresuradamente entre las calles bajo un fuerte chaparrón que acababa de empezar sobre Fuente del Arco. La rítmica melodía de la lluvia golpeando sus calles empinadas y los tejados de sus casas encaladas, rodeadas de huertos, encinas y olivares, marcaba el pulso de la noche. La pequeña localidad, asentada en las faldas de las primeras estribaciones de Sierra Morena, parecía abrazada por la naturaleza y el silencio, como si el mismo entorno compartiera el recogimiento de la Semana Santa.
Las casas blancas, con sus pequeños balcones repletos de macetas, sus puertas y ventanas adornadas, se agolpaban en el centro del pueblo para albergar a sus escasos ochocientos habitantes. El olor a tierra mojada y el susurro del viento en los olivos se mezclaban con el eco lejano de las campanas de la iglesia, que aún resonaban en el recuerdo de la última procesión. Todos los fuentelarqueños dormían ya, sumidos en sueños de devoción y tradición, después de otra jornada de la Semana Santa llena de actividades.
Pero había alguien que no podía conciliar el sueño.
Y ese era el pequeño Francisco.
En pijama y mirando por la ventana de su habitación, no podía esperar a que escampara para salir. Quería visitar a Jesús y poder hablar con él a solas. Tenía una duda muy grande y necesitaba evidencias. La respuesta que tanto su madre, como la profe y el señor párroco le habían dado no le convencía. A él le parecía que le trataban como a un niño de preescolar, a pesar de que ya estaba en cuarto de primaria.
Francisco estaba seguro de que Jesús le diría la verdad.
Él sí.
Jesús le presentaría pruebas fehacientes.
Impulsado por una inquietud que solo un chaval de ocho años podía sentir y haciendo caso omiso de las reiteradas prohibiciones de su madre de salir de casa por la noche, Francisco estaba decidido a llegar esa noche a la Ermita de la Virgen del Ara.
A pesar de los seis kilómetros que había desde el centro, él ya se conocía el camino. Desde bien chico, su abuelo y su padre lo llevaban cuando iban a la finca a recoger la aceituna. Solían pasar aquellas tardes de octubre a febrero calentándose en el hogar que había en el cortijo contiguo a la ermita. En esos días, Francisco había aprendido a observar los olivos, a escuchar el murmullo de sus hojas cuando el viento las acariciaba, y a sentir el peso del fruto en las ramas, como si fuera un tesoro que la naturaleza ofrecía generosamente.
El muchacho se vistió con la misma ropa que había llevado durante el día. Zapatos en mano y a oscuras, caminó descalzo por el pasillo. Al llegar al umbral de la puerta principal, Francisco inspiró profundamente. Sentía que, a pesar de estar dispuesto a salir, una mezcla inusual de excitación y temor le hacía temblar. Aunque la puerta estaba cerrada con llave, ya conocía él la manera de abrirla sin hacer ruido.
Una vez en el patio, sintió el frescor de ese inesperado aguacero que seguía cayendo con fuerza. Saltó la verja metálica sin dificultad, ya que abrir el portón habría despertado a su madre.
Francisco estaba pletórico.
Se encontraría con Jesús. Cara a cara. Los dos solos.
Quieto sobre la acera, cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás mientras estiraba los brazos con las palmas hacia arriba. Siempre le gustaba ponerse así bajo la lluvia y dejarse acariciar por ella un ratito. Al oír el paso de una ambulancia, los volvió a abrir y, mientras se santiguaba, se encomendó a Jesús antes de empezar a correr hacia la ermita.
Fundiéndose con las sombras y los susurros de la noche, aprovechaba los rincones para mantenerse fuera de la vista de cualquier vecino que pudiera reconocerlo. Mientras corría atravesando las calles bajo la luz titilante de las farolas, el eco de sus ágiles pasos resonaba cual baquetas sobre el estrépito del tambor que resultaba de la lluvia chocando contra el asfalto de aquellas estrechas callejuelas de paredes blancas.
Francisco llegó a la esquina en donde el blanco desaparecía y el verde era el color que lo envolvía todo. Entre olivares y encinares siguió corriendo, acompañado de la luz de una luna llena y brillante, hasta que tuvo delante de sí a su querida ermita. En ese momento, recordó las historias que su abuelo le contaba sobre el Monte de los Olivos, donde Jesús se retiró a orar después de la Última Cena y justo antes de su crucifixión.
La idea de que Jesús había estado entre olivos como los de su pueblo le llenaba de una cálida sensación de cercanía. Sabía que esos árboles, que parecían eternos y sabios, eran testigos de momentos sagrados. ¿Cuántos secretos más guardarían sus robustos troncos retorcidos?
A pesar de la escasa iluminación, la ermita le pareció más bonita que nunca. Con el corazón latiéndole fuerte y la respiración acelerada, Francisco fue acercando despacito mientras bajaba los escalones que había delante de la galería porticada. Bajo ella y con las dos manos empujó suavemente el portón, confiando en que estuviera abierto.
Y lo estaba.
Dentro, tan solo los cirios que había a los pies del crucificado estaban encendidos. La atmósfera resultaba algo sobrecogedora, muy diferente a la de los días anteriores. Francisco se situó bajo el crucificado y se arrodilló. Bajando la mirada, volvió a santiguarse. La mezcla de asombro y respeto que sentía por estar solo delante del crucificado hizo que el muchacho se estremeciera. Pero su inocente curiosidad fue lo que le animó a atreverse a interpelar al mismo Hijo de Dios.
— ¿Siempre tienes esa cara tan seria por la noche, Jesús? —le soltó como si estuviera hablando con un amigo del colegio.
El Hijo de Dios, esbozando una sonrisa, le respondió:
— Eso me pasa porque estoy solo. Durante el día tengo infinitos momentos de alegría cuando me visitáis los fuentelarqueños, Francisco.
— ¡Sabes cómo me llamo! ¡Eso no me lo esperaba! —contestó el chiquillo tremendamente feliz.
— Conozco los nombres de todos los que me aman.
— Yo te quiero de todo corazón, Jesús. Voy a la catequesis y me gusta mucho.
— Pues por eso sé tu nombre, Francisco.
— Ahora ya me parece verte sonreír, Jesús. Aunque ahí arriba, clavado al madero y con esa corona de espinas en la cabeza que chorrea sangre no parece fácil estar alegre.
— Bueno, el motivo de mi pasión y crucifixión es la redención de todos los pecados de la humanidad, Francisco.
— Lo sé, Jesús. En la catequesis me dicen que debo ser bueno y no dañar al prójimo. Pero a veces, no sé, hay cosas que me cuestan trabajo.
— Entiendo, Francisco. A veces parece difícil portarse siempre bien. Pero lo importante es intentarlo.
— Sí, claro.
— Como, por ejemplo… obedecerle a mamá ¿verdad?
Con la cabeza, el muchachito asintió sin dudarlo.
— Creo recordar que ella te había dicho que nunca salieras de casa por la noche, Francisco.
— Sí, Jesús, es verdad. Pero yo quería verte para hablar un rato y preguntarte cosas.
Luego, con un brillo travieso en los ojos, el pequeño quiso cambiar de tema intentando distraer al Hijo de Dios, igual que solía hacer con sus amigos.
— Jesús ¿tú también jugabas cuando eras niño como yo?
— ¡Claro que sí! En Nazaret corría por los olivares a diario. ¡Había muchos! Mi padre era carpintero y hacía muchas cosas con su madera. Yo no dejaba de pasármelo bien con todos mis amigos. Pero, Francisco, escucha, yo siempre le hacía caso a mi madre. En todo.
— ¿Tu madre también te prohibía cosas?
— Sí, Francisco. ¡Más que mi padre! Una madre siempre quiere nuestro bien. Por ello debe ponernos límites para que seamos chicos disciplinados. Para que al crecer nos convirtamos en hombres de provecho.
— ¿Ella también te ponía normas, Jesús? ¿Normas al Hijo de Dios?
— Pues claro. Y a veces no me gustaban nada. Pero nada de nada. Créeme, Francisco.
- Jolín ¡igual que mi madre!
Después de mirarse fijamente durante unos segundos, los dos se echaron a reír a la vez.
— Jesusito mío, otra cosita… ¡huy! Quería decir Jesús… ¡lo siento!
— Francisco, no te disculpes. No pasa nada. Me encanta que me llames así.
— ¿De verdad, Jesusito?
— De verdad de la buena, Francisquito.
De nuevo, volvieron a reír.
Y aún más fuerte que antes.
La conexión entre ellos era muy directa, como si llevaran hablando desde siempre. Fue entonces cuando Francisco, tremendamente relajado, se atrevió a preguntarle sobre aquella duda que lo atormentaba desde que había empezado con la catequesis.
— Jesusito, dime una cosa ¿por qué debo creer en la resurrección?
Esta era la duda, la gran pregunta para la que Francisco buscaba la verdadera respuesta que nadie había sido capaz de darle hasta entonces. Porque las que le habían dado hasta entonces no le convencían del todo.
El Hijo de Dios, con una mirada llena de amor, le dijo:
— ¡Claro que tienes que creer en ella! La Resurrección es vencer a la muerte. Es un renacer, una nueva oportunidad. Es la luz que sigue a la oscuridad. Francisco, escúchame. Nuestra alma es eterna y no muere. Es tan solo nuestro cuerpo el que nos abandona al morir.
— Sí, Jesusito. Ya sé que mañana vamos a celebrar el Domingo de Resurrección, cuando saliste del sepulcro y resucitaste de entre los muertos. Lo sé porque lo decimos al rezar el Credo.
— ¡Oye! Veo que eres un niño muy aplicado.
— Gracias, Jesusito. Pero de lo que yo no estoy seguro es de que nosotros también vayamos a resucitar como lo hiciste tú.
— Francisco, tú también resucitarás y tu alma estará eternamente a mi lado en el Paraíso.
— ¿Contigo para siempre en el Paraíso?
— Te lo prometo, hijo mío.
— ¡Qué bien que me lo hayas asegurado, Jesús! Me siento ya mucho más tranquilo. ¡Confío en ti!
— ¡Vaya! Me halaga tu confianza, Francisco. No esperaba menos de alguien que nunca, nunca falta a la catequesis.
Y, por tercera vez, se echaron a reír los dos.
Esa madrugada en la Ermita de la Virgen del Ara se convirtió en un diálogo sincero y lleno de vida entre un niño curioso y Jesucristo ya resucitado. Cada palabra, en ese bello acento extremeño que solo se escucha en esas tierras, resonó entre aquellas paredes como una canción de dos almas conectadas para toda la eternidad.
La lluvia había cesado cuando Francisco, sintiéndose reconfortado por su conversación con Jesús, decidió emprender el camino de vuelta a casa. El cielo comenzaba a clarear y el aire estaba impregnado de ese aroma fresco y limpio que solo sigue a una tormenta. Las calles de Fuente del Arco aún estaban desiertas, y el eco de sus pasos se unía al suave murmullo de las hojas de los olivos. Francisco sentía que esos árboles le observaban, como si quisieran recordarle que, al igual que ellos, él también había encontrado raíces profundas en la fe que acababa de renovar.
Al pasar por uno de los olivares que bordeaban el camino, Francisco se detuvo. Los troncos retorcidos de los olivos, con sus ramas cargadas de hojas plateadas que brillaban bajo la luz del alba, parecían extenderse hacia él, como si quisieran envolverlo en un abrazo silencioso. Se acercó a uno de los olivos más viejos y, sin saber muy bien por qué, posó su mano sobre el tronco. Sintió la aspereza de la corteza bajo sus dedos, y una paz indescriptible le invadió. Era como si el árbol, testigo de tantas cosechas, estaciones e inclemencias meteorológicas de todo tipo le estuviera compartiendo su sabiduría, su resistencia y su capacidad de renacer una y otra vez.
— Olivo, tú siempre estás aquí, sin importar las tormentas que te azoten. Eres fuerte y nunca te rindes. Quiero ser como tú —murmuró Francisco.
Aquel sinuoso olivo, con siglos de historia en sus anillos, parecía entender las palabras del niño. Francisco se quedó allí un momento más, sintiendo la fuerza que el árbol le transmitía. Luego, con una sonrisa en los labios y el corazón ligero, continuó su camino de vuelta a casa, sin darse cuenta de que una nueva tormenta se avecinaba, pero esta vez en su propio destino.
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— ¡Francisco, hijo! ¿Por qué te escapaste de casa? En cuanto oí pasar una ambulancia, me desperté, me asomé a la ventana y te vi sobre la calzada… ¡ay, ay, ay!
— ¡Mamá! ¡Perdóname! ¡No debí desobedecerte!
— ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué saliste de casa siendo ya de noche? ¿No te tengo dicho que no lo hagas?
— Es que necesitaba una respuesta.
— ¿Pero por qué, hijo?
— Tenía que ir a preguntarle algo a Jesús, mamá.
— ¡Pero si llevamos toda la Semana Santa yendo a la iglesia y mañana volveremos!
— Es que yo quería verlo a solas, mamá. No podía esperar, jolín.
— ¿Y cómo es que no cruzaste por el paso de cebra? ¿Por qué lo hiciste por en medio? Mira que te lo tengo dicho infinidad de veces…
— Llovía tan fuerte que atravesé la calle justo por delante de casa para ir más rápido. De repente, un rugido metálico y unas ruedas chirriantes se abalanzaron sobre mí. No lo vi llegar, mamá. Solo recuerdo dar varias volteretas y después oscuridad.
— ¡Ay, Francisco! Sigue respirando.
— ¡Mamá! Me cuesta respirar…
— Francisco ¡sé fuerte como lo era papá!
— Sí, mamá, lo intento, pero no puedo. ¡No puedo más…!
— Hijo, no te me vayas tú también, por Dios…¡no me dejes sola!
— Mamá, me duele mucho al respirar… no puedo más… ¡mamá!
— Francisco, te quiero con todo mi corazón, hijo mío…
— Y yo te quiero con toda mi alma, mamá. ¡Perdóname!
Francisco sonrió y cerró los ojos en la camilla de la ambulancia mientras ella, rota de dolor, estrechaba su cuerpecito inerte entre sus brazos cubriéndolo de besos. Saliva dulce que se mezclaba con la sal de las lágrimas, aderezado todo ello por la sangre que seguía brotando de las heridas y contusiones que cubrían su cuerpo ya cadáver.
El pequeño abandonaba este mundo al mismo tiempo que Fuente del Arco iba despertando, exultante de júbilo pascual, dispuesta a celebrar esa mañana la misa solemne del Domingo de Resurrección.
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Francisco abrió los ojos en un lugar desconocido y con una extraña sensación de euforia. La lobreguez del accidente en la calle y la ambulancia se habían disipado y, en su lugar, una luz deslumbrante lo rodeaba. Frente a él y a su misma altura, Jesús le esperaba con los brazos abiertos y una sonrisa llena de consuelo. La cruz, los clavos y la llaga en el pecho habían desaparecido. No llevaba la corona de espinas ni había mácula alguna de sangre sobre él.
— Ven, Francisco, acompáñame. Quédate a mi lado.
— ¡Jesusito, ya vuelvo a estar a tu lado! ¿Adónde iremos esta vez?
— A caminar entre los olivares de Nazaret, hijo mío. Tú, sígueme.
— Nada me agrada más que cumplir tu voluntad, Jesusito mío.
El alma del muchachito se elevó, en una danza eterna de amor y gracia divina, hacia un reino espiritual en el que no existía el dolor: las heridas provocadas por el accidente habían desaparecido, al igual que las de la pasión y crucifixión de Jesús. Mientras caminaban, Jesús le mostró el Monte de los Olivos, el lugar sagrado donde él mismo había orado en sus últimos momentos en la Tierra.
— Este es el Monte de los Olivos, Francisco. Mira, este es el huerto de Getsemaní. Aquí oré intensamente y busqué fortaleza en mi Padre. Entre estos olivos milenarios fue donde encontré consuelo, esperanza y me entregué a su voluntad.
— Es hermoso, Jesusito. Se parece mucho a los olivares de mi pueblo.
— Así es, Francisco. Los olivos son símbolos de paz, de resistencia y de vida eterna. Igual que tú, que ahora caminarás conmigo entre ellos para siempre.
Jesús le había dicho la verdad.
La promesa de la Resurrección se había cumplido.
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La mañana del Domingo de Resurrección, mientras el pueblo se vestía de gala para la misa solemne, un campesino que paseaba por el camino que llevaba a la Ermita de la Virgen del Ara se detuvo frente a uno de los olivos más viejos. Bajo sus retorcidas ramas, entre la hierba humedecida por el rocío, encontró un pequeño zapato. Era el zapato de Francisco, perdido en su apresurada carrera nocturna hacia su encuentro con el Hijo de Dios.
El hombre lo recogió con cuidado y, en ese instante, sintió que el aire a su alrededor se llenaba de una suave calma. Acariciando con ternura el zapato, el campesino sintió una cálida serenidad que le envolvía. La misma que Francisco había encontrado al dejar este mundo acompañado de Jesucristo.
Aquel serpenteado olivo, testigo silencioso de historias y confidencias a lo largo de los siglos, continuó con su quieto silencio, abrazando en sus profundas raíces el secreto de la más bella promesa cumplida. Y mientras el sol ascendía lentamente en el cielo, iluminando con su luz dorada y bermeja los campos de olivares de Fuente del Arco, el vetusto olivo se presentaba como el más orgulloso de todos, sabiéndose el sereno guardián eterno del amor y la paz que Francisco había alcanzado junto al Hijo de Dios.