
43. Adela, la Afeitamuertos
El alma, el espíritu, la energía o lo que sea de los muertos de nuestro pueblo no está condenado a aguantar la eternidad dentro de un nicho, una tumba o un panteón rematado por un ángel flamígero o una espeluznante gárgola; el alma, el espíritu, la energía o lo que sea de los muertos de nuestro pueblo, palpita y pajarea en cada uno de los olivos que acrecientan el olivar de Adela, la Afeitamuertos, olivos con los que ha ido creando un cementerio de almas en mitad de la campiña, en la parcela baldía que heredó de su marido, un borracho desgreñado y pendenciero que se pudre en soledad tras una lápida entre cuatro lóbregas paredes de ladrillos, consumido y corrompido por apestosos e insaciables gusanos, en lugar de sentir las epidérmicas, alegres y saltarinas cosquillas de los pájaros en las grietas retorcidas de los troncos, las conversaciones que polinizan las abejas que transmiten los mensajes de cada árbol, la caricia del sol y los arañazos del viento y del agua sobre los lunares de las ramas que corporeizan la esencia de lo que somos: sentimiento, aire, árbol, aceite.« El campo hay que merecerlo», sentencia Adela cuando arranca alguna estaca sin alma que no agarra en la sangre de la tierra.
—Llorar no entra en el precio. Si usted quiere llantos mañana, detrás de la caja, hay que pagarlos aparte. La vela toda la noche también hay que pagarla. El precio cubre lavar, adecentar la cara y las manos, afeitar y peinar al muerto.
Hay que pagar si los familiares quieren descansar en sus camas y que otros cumplan con sus convenciones. El rato que dura la muerte es incómodo para los vivos porque la muerte dura hasta que el nicho se traga la caja. Después la muerte se acaba y la vida sigue, hasta que viene otra muerte y nos recuerda que sigue ahí, llega de nuevo y tizna el aire con su fardo verde y su olor a aceitunas podridas. La pena se queda dentro del cuerpo para que no se escape y nadie la vea, no vaya a ser que la pena no sea la pena que uno quiere que se vea. ¡Qué necesidad hay de sacrificios si el muerto está muerto y no se entera de nada de lo que hacen los vivos! Luego, cuando la duda martillea y el remordimiento aprieta, arrecia el consuelo por boca de Adela, la Afeitamuertos, que sabe rematar el asunto, que sabe mirar por su cementerio de olivos.
—Váyanse a sus casas, lo que tenían que hacer por este pobre ya lo han hecho en vida. Recen y pidan perdón a Dios.
Los vivos tienen que estar frescos y presentables para cumplir con las visitas y los pésames de los que vienen a malgastar sus respetos con los familiares del muerto. Hay que descansar bien que el día que viene es muy largo y sentido y todos están ya agotados por las emociones que tendrán que exhibir. Todos menos Adela, la Afeitamuertos, que su trabajo es estar presente cuando los otros no están. Y pagando no hay remordimiento. Y ella sabe que ese dinero les pesa menos que el alma del que se ha ido, que para eso la vida sigue y qué lástima de los que se quedan.
— Por cien euros lo arreglo, lloro y me quedo aquí toda la noche. Y no se olvide traer ya la estaca si no quiere que le maldiga y se le aparezca el muerto todas las noches.
Antes, cuando los muertos se velaban en las casas, no se necesitaban a las afeitamuertos. Ahora, desde que hay tanatorios en todos los pueblos, los familiares delegan el sufrimiento y la pena, y en cuanto pueden, dejan en manos de profesionales su pesadumbre y a otra cosa, que los sofás son muy jodidos para dormir y, total, el muerto va a estar bien acompañado, que la conciencia también se calla y se pliega a la razón del dinero, que si no llueve es día de recolección, que los muertos pueden esperar pero el aceite no, que el aceite tiene que hacer su itinerario de varas y de cribas, de prensas y capachos, de depósitos y etiquetas, que se ha puesto muy fino y ahora quiere saber de dónde viene, que en el olivar de Adela, la Afeitamuertos, todo se habla entre los árboles.
Por fin, el silencio de los vivos. Adela, la Afeitamuertos, se queda sola con el cadáver y comienza su trabajo. No tiene aprendiz como tampoco ella tuvo maestra. Cuando su marido murió borracho, ahorcado en un olivo junto a los galgos que acababa de perder en una apuesta, ella, que no tenía hijos ni los quiso tener por si salían como el padre, se hizo cargo del descampado y de los jornales que el borracho debió dar. Las necesidades y las deudas eran muchas, olivos pocos, ningunos…, así que, cuando se enteró de que había muerto la «enterradora» y que nadie quería ocupar su puesto, aprendió a rezar y a llorar y se hizo cargo del oficio y con él se ganó el sustento y pagó la cosecha que su marido se gastó en vino y en juego, que en mujeres nunca gastó nada porque se quedó impotente al poco tiempo de casarse, cuando cambió a la mujer por el vino. Y eso que Adela era buena moza y cariñosa, según fanfarroneaba en la taberna un pretendiente que ella acalló pronto de un garrotazo en la boca y de una risa sobre lo pequeño de sus cojones, «que parecían dos aceitunas engurruñidas»
Son muchos los muertos que se quieren quedar a solas con Adela, la Afeitamuertos. Algunos muertos tienen las caras tristes porque se mueren sin que los quiera nadie. Los muertos que nadie quiere velar son los más hermosos para Adela porque sus últimas horas en este mundo carecen de falsedad, porque sus presencias no incomodan ni inquietan ni recriminan, porque no obligan a mentir. A estos muertos, la última noche, nadie los echa de menos, porque echar de menos es querer y hay muertos que ya no quieren que los quieran, por eso se les queda esa cara de tristeza, porque ya nadie los puede engañar. Adela lo sabe y por eso habla con ellos y extrae su esencia con el agua con la que los lava y que guarda en una garrafa para regar la estaca, y se queda con los mechones de pelo que les corta y se guarda en el mandil dentro de un papel con etiqueta para que alimenten las raíces de las estacas y les den sus almas a los árboles que llevarán sus nombres y que ella planta en su parcela junto a otros olivos para que les hablen y les enseñen a hacer buen aceite y la vida siga y merezca la pena haber vivido.
Adela, sola y agradecida, llena un cubo de agua caliente con jabón de aceite para que la piel del muerto brille más y esté más guapo. Le lava bien la cara, las manos sobre el pecho, asegura los tapones en los orificios de la nariz y de las orejas, le seca la boca y le mete un algodón secante para que no expulse las secreciones. Lo embellece para incentivar la insaciable voracidad de los gusanos y que el alma, libre del cuerpo, migre cuanto antes y pueda entrar en las raíces de su árbol y le dé la savia y la fuerza que necesita para conservar el sitio y la sombra, para formar parte de ese hábitat oleaginoso de ramas plateadas y aceitunas verdes y negras, para ser alimento de personas y de pájaros, soporte de varetas y terrones, de artríticas flores y ágiles lagartijas, porteador de calores y de escarchas, para no ser arrancado y quemado por estéril, porque los árboles que no agarran son almas que no merecen renacer.
Y mientras, le habla, le cuenta cosas de su familia si la conoce, se compadece si ha sufrido una larga enfermedad, le reprende si ha muerto de forma violenta. Lo peor viene cuando tiene que amortajar y arreglar niños. Entonces se calla, les da muchos besos, abrazos, y les jura que en su cementerio van a estar en el mejor sitio, que los niños son la promesa de la vida antes de que el tiempo la empeore, les corta un mechón de pelo y omite con ellos la prueba del agua, porque los niños no pueden ser malos, porque no han salido de la pureza de la inocencia, a pesar de que en los pueblos la infancia dura poco y que la inocencia no sabe de la muerte.
Adela le pone al muerto un nombre inventado, el nombre que le viene al corazón cuando le mira a la cara, el nombre apropiado para el lugar de la parcela en la que se va a plantar su alma. El familiar trae la estaca y, cuando se ha ido, le mete al muerto en el bolsillo una hojita que cuidadosamente elige y arranca, para que, cuando se presente ante Dios o San Pedro lo mande con el diablo, la rama le procure la paz, que para eso la paz se pinta con una paloma con una rama de olivo en la boca. El muerto de hoy es un anciano con el que se ha cruzado varias veces en la esquina de la panadería y le ha esquivado la cara para no saludarla, porque ser la «enterradora» no es oficio de mujer decente, que comer de los muertos es cosa de buitres o hienas, aunque todos necesiten a los necrófagos para limpiar sus calles y sus vidas de la putrefacción de la soledad y la muerte que creen que nunca les va a llegar. Adela le perdona, pero sabe que su alma, su estaca, no va a agarrar, que no resistirá en el cementerio cuando los muertos que moran en los olivos se despierten y caminen juntos en la noche entre las hileras de aceitunas que traen el aroma y el ruido de los recuerdos, la fragancia remota de un amor perdido. Estamos hechos de sentimientos, tan grandes que no se pueden abarcar, como este cementerio de almas y olivos, y aunque nos hayamos pasado la vida ocultándolos como si fuesen una enfermedad, en este terreno vedado al rencor, los sentimientos se enseñorean poderosos y reconocibles, como ese aceite de sangre que brota de las aceitunas y que identifica y señala cada árbol, oro líquido que mana de una fuente oculta e inaprensible, como los sentimientos de los hombres y mujeres que lo producen. Aquí no hay lampantes porque aquí los olivos son felices, aquí hay arbequinas, hojiblancas, picuales que se remozan y se reconocen como hermanos que nacen de una misma cuna, la cuna del amor y de la bondad. Y cada virtud da un matiz de color y sabor, como cada alma es única e inconfundible. Aceite con alma. Las estacas que Adela arranca contribuyen a la selección natural de los mejores aceites, sin que ella lo sepa, y todos tiene una denominación de origen común: la hermosa vida de los que se han ido.
Cuando la luz de la mañana revienta las camas y los familiares comparecen ante un muerto que ya ni conocen, Adela, la Afeitamuertos, se escapa rauda y va a su parcela. Planta la estaca y la riega con la garrafa de agua que guarda la esencia del muerto para que la tierra la pruebe y la juzgue, para que los árboles antiguos, a la noche, cuando las almas resucitan, acepten o renieguen del recién llegado. Porque no todos los árboles se quedan. Algunos son expulsados y volatizados en el humo de la hoguera para llenar el recipiente que les espera en los nichos, que, para mal aceite, ninguno. No son muchos los que no se quedan, que la gente es buena, aunque tengan motivos para no serlo. Y algunos árboles, después de vagar por el purgatorio, no llegan a aferrarse a la tierra, y bien el aire, Adela o la vida, los arrancan y dejan sus huecos para otros que a lo mejor si agarran y merecen el trozo de suelo recién reconfortado y mullido, la compañía y el soplo de la vida que anida en las cortezas retorcidas y viejas de los sabios olivos. Adela, en los días siguiente al entierro, se planta delante de la estaca, la toca, le habla, la huele y la acaricia y ella le dice que ya sí, que ya está lista y que ya no va a volver a estar sola. Porque somos muchos los árboles que guardamos almas. Tantos, que los olivos de alrededor, imbuidos y poseídos por el torrente de la savia, también despiertan por las noches y se unen a los paseos y las danzas, comparten su aceite para revitalizar a los enfermos, engalanan a las aceitunas para que den buen rendimiento y puedan quedarse allí hasta que las almas se vayan a otro sitio, que las almas también se mueren de viejas.
Pero son más las estacas que vienen que las que se van. Adela dice que uno de los maestros aceiteros que purifican y reparten nuestra sangre en la almazara le ha dicho que ya somos casi sesenta millones de almas. Pero esta cantidad a Adela no le importa ni le dice nada porque a ella solo le importan los muertos de su cementerio. Por eso, para seguir salvando almas, se enluta y vuelve al tanatorio. Se pone detrás de la caja y llora. Llorar es fácil, sufrir no tanto y querer es difícil. Para llorar solo hay que pensar en lo que no se ha vivido por emplear el tiempo en cosas inútiles. Para sufrir solo hay que estar vivo y mirar la desgracia que nos habita cuando la vida se detiene y se enreda en cosas inútiles. Para querer hay que llorar y sufrir, porque querer es no desperdiciar la vida en cosas inútiles; pues eso, el cementerio, las almas, los olivos y el aceite.