42. Oliver y sus amores

Camelia Estefan

 

En un pequeño pueblo del sur de España, donde el sol danza con las frutas, me encontré contigo. Tan pequeña, con tus dos colores, negro y verde, a la vez grande y diminuta. No tenías cuerpo ni silueta definida, solo eras gordita y redonda, brillando bajo la luz del día. Mientras tomaba una cerveza, no podía evitar pensar en ti, en tu forma que ansiaba tocar con mis manos. Tan jugosa y sabrosa, tu sabor era algo que deseaba que quedara grabado en mi boca. 

¿Qué hombre podría resistirse a tanta belleza y sabor? Pero yo, obstinado, aguantaba. Entré en el local y, cuando vi que la camarera se acercaba con un pincho de tortilla, giré la cabeza; no me interesaba. Pedí otra cerveza, pensando en ti, con la esperanza de que aparecieras. Si no te encontraba, al menos anhelaba que trajeran algo que me recordara a ti, quizás en una forma más melodiosa, más jugosa y sabrosa.

Hoy imaginaba otra variante de ti, esperando el tomate triturado, pero no. La camarera regresó con raciones de pescado. ¿Cómo era posible no verte hoy? Ni siquiera una foto tuya, una hoja o una corona en tu honor, nada. Decidí que emborracharme parecía inevitable, porque no te encontraba ni siquiera en imagen.

Pedí otra cerveza, la saliva acumulándose en mi boca, y miré a la camarera que se acercaba ondulando como una sirena, pero yo te esperaba a ti, mi gordita, mi amor sabroso. Finalmente, te presentaste ante mí, en tu forma gordita y verde, en un plato junto a pan tostado y tomate.

Después de tres cervezas, gané el mejor premio: te encontré. Natural y en estado líquido, ahí estabas, mi mejor amiga, tú, mi amor, que llevas el nombre de aceituna y aceite de aceituna, que sacia a la gente y la alimenta. Esa felicidad que sentí al verte en mi plato se debía a que yo había cultivado olivos, y sabía cuánto trabajo se necesitaba hasta que este fruto llegara a la mesa de un restaurante. Mientras recogía las aceitunas, pensaba con amor en el día en que las disfrutaría en su estado final. No podía esperar a degustar la aceituna, cuya esencia se desplegaría en mi paladar como un baile de sabores mediterráneos. Su piel tersa y brillante me recordaba al reflejo del sol en las olas del mar en un día de verano. Cada mordisco era como un encuentro cercano con la tierra misma, un tributo a la paciencia y al cuidado que requiere la creación de algo tan exquisito.

Mientras saboreaba la aceituna, abrí los ojos y me transporté a los campos de olivos que se extienden hasta donde alcanza la vista. Las hojas plateadas susurraban secretos antiguos, mientras el aroma fresco del aceite de oliva impregnaba mis sentidos. Era como si cada aceituna fuera un pedacito de historia, un regalo de la tierra que había sido cultivado con amor y dedicación. 

Cada aceituna era un mundo en sí misma, un pequeño tesoro que revelaba la generosidad de la naturaleza y el arduo trabajo de las manos que las recolectaron. Su sabor salado y delicado me llevaba en un viaje de sensaciones, desatando una sinfonía de placer en mi boca. Al terminar la última aceituna, me sentí agradecido por haber tenido la oportunidad de experimentar algo tan simple y tan profundo a la vez. La humildad de la aceituna me recordaba la importancia de apreciar las pequeñas cosas de la vida, de encontrar belleza en lo cotidiano y de celebrar la conexión con la tierra que nos nutre.

Tras saborear las aceitunas, mi atención se desvió hacia el aceite de oliva que reposaba en una pequeña aceitera sobre la mesa. Su color dorado brillaba con una intensidad que parecía capturar la esencia misma del sol que había nutrido a los olivos. Al verter unas gotas sobre el pan tostado, el aroma del aceite me envolvió, transportándome a los campos de olivos en plena cosecha. 

El aceite de oliva, líquido oro de la tierra, era la culminación de todos los esfuerzos y la pasión que se invertía en el cultivo de los olivos. Cada gota era un tributo a la tradición y al conocimiento transmitido de generación en generación, un regalo de la naturaleza que nos recordaba la importancia de cuidar y respetar nuestro entorno.

Al probar el aceite de oliva, mi paladar fue invadido por una explosión de sabores: notas herbáceas, un toque picante, y un ligero amargor que se desvanecía en un regusto suave y delicado. Era como si cada gota contuviera la historia de la tierra y del ser humano, condensados en un elixir que alimentaba cuerpo y alma.

Mientras contemplaba las hojas de olivo que adornaban la mesa, me maravillaba su belleza y su simbolismo ancestral. Las hojas plateadas, símbolo de paz y prosperidad, bailaban con la brisa como susurrando secretos milenarios. Su presencia era un recordatorio de la fortaleza y la resistencia de los olivos, que se erguían majestuosos en los campos, testigos del tiempo y del mundo que se desplegaba a su alrededor.

Al acariciar una hoja de olivo entre mis dedos, sentí la conexión con la tierra y con las generaciones pasadas que habían cuidado de estos árboles sagrados. Su aroma suave y fresco me envolvió como un abrazo cálido, infundiendo en mí una sensación de calma y gratitud por la belleza simple y eterna de la naturaleza.

Así, entre el sabor de la aceituna y el aceite de oliva, y la presencia tranquila de las hojas de olivo, me sumergí en un mundo de sabores, aromas y sensaciones que despertaron en mí una profunda reverencia por la magia de la tierra y la generosidad de sus frutos. Cerré los ojos, agradecido, y prometiéndome a mí mismo seguir cultivando la admiración y el respeto por la naturaleza que nos brinda tanto amor y nutrición en cada bocado, en cada gota de aceite, en cada hoja que danza al viento.

Así, con el sabor de la aceituna aún en mis labios, me despedí del restaurante con el corazón lleno de gratitud y la promesa de seguir cultivando la admiración por los regalos que la naturaleza nos ofrece a diario.

Hoy te vi y te sentí, amor mío, mi gordita, y ahora vuelvo a casa para dormir, esperando soñar contigo. Porque cada año te produciré con mis propias manos, para disfrutar de tus bonitas aceitunas en el restaurante. Además, copiaré unas hojas de olivo para hacer una corona y la pondré en casa como un cuadro en la pared, para demostrarte cuánto te quiero. También pondré unas hojas bajo mi almohada para tener un sueño contigo. Te dejo por ahora, pero quiero que sepas que mañana te visitaré otra vez, y nos encontraremos de la forma que tú quieras.

Y así, entre sueños de aceitunas y coronas de olivo, nos alimentamos mutuamente. Cada año, nuestras manos entrelazadas cosecharán la bondad de la naturaleza y la transformarán en un festín para nuestro amor. En cada hoja que caiga y en cada aceituna que nazca, encontrarás mi amor por ti, arraigado y eterno.

El hombre, que por coincidencia amaba a Oliver, se acostó. El viento suave y el día lleno de aventuras en el restaurante lo habían cansado, y se sumergió en un profundo sueño. ¿Y qué soñaba? Soñaba que en un plato había aceite de oliva y aceitunas negras y verdes, que comenzaban a bailar. El hombre no podía creerlo y se quedó mirándolos mientras danzaban. Formaban círculos y, con sus hojas, se movían como un abanico. Era pura magia.

De repente, el aceite y las aceitunas se transformaron en seres diminutos con cuerpos de aceituna y alas de hojas de olivo, que lo rodearon con alegría. Lo invitaron a unirse a su danza, y él lo hizo sin dudarlo.

Juntos giraron y danzaron en perfecta armonía, creando figuras en el aire con sus movimientos gráciles y llenos de energía.

Mientras bailaba con estos seres mágicos, Oliver se dio cuenta de que el verdadero tesoro no radicaba en el aceite o las aceitunas, sino en la belleza y la magia de aquel momento. Se sintió agradecido por la experiencia única y prometió cuidar y respetar aún más la naturaleza que le brindaba tanta maravilla. Y así, en medio de aquel baile encantado, Oliver encontró una conexión más profunda con el mundo que lo rodeaba y con su propio ser.

El hombre se despertó con una sonrisa en la boca, feliz por un sueño tan bonito. Se levantó de la cama y comenzó a bailar, recordando su sueño y cantando:

 

Mi negrita y verdita,  

con sabor y con amor,  

te comes con la cerveza,  

el aceite en la tostada,  

y la hoja en la pared.

Ji ji ji ji ji, súper feliz,  

con la cerveza en la mano y en la tostada el aceituno temprano,  

las hojas en la pared danzan, en un juego que al alma alcanza.  

Así el hombre baila y canta, en un mundo de encanto que encanta,  

donde el amor y el sabor se entrelazan, en un sueño que el corazón abraza.