41. Corazón de aceituna
Las manos manchadas de tierra han sido siempre un símbolo de orgullo en la familia. Mi propio padre solía decir que la marea nunca sería tan brava como las ráfagas de aire caliente que azotan el olivar, ni tan salada como la gota de sudor de la frente trabajadora. Aunque poco sabía él en comparación con las épocas anteriores, tanto como puede sucederme a mí mismo, incauto, procurando escribir una historia que no me pertenece, pero que he guardar en papel antes de que mi mente la olvide.
Ya se sabe que no hay mayor dolor que abandonar los días jóvenes entre la neblina del pensamiento, lo que constituye la propia historia de uno. Es así como, recostado en una camilla de sábanas lisas, es dolorosamente notorio adivinar como su mente divaga, lejana de lo que un día fue su hogar, atravesando la bruma de las cataratas y la espesura de los párpados. Tan hondo lo mantuvo en su memoria que arañaba los campos con manos tintadas de verde, sustituida ahora por densas sopas.
Alguna que otra vez, no obstante, se escapaba de la monotonía de las ideas una chispa que parece fruto del avivado fuego del pensamiento. Parecía que el blanquecino de su tono se iluminaba con el recuerdo; los labios se arqueaban en letras, las letras se colocaban como soldados que enfilan palabras y éstas poseían la crónica de su vida:
Una vez llegó tarde a casa. Hacía rato habían sonado las campanas de la iglesia y ya no quedaba apenas rastro de comida en unos platos dispuestos para las fieras que rodeaban la mesa. La madera vacía llenó con astillas el estómago de aquel hombre. Pobre aquél que luchaba por sacar escasos cuartos con los que alimentar al resto, aún cuando él mismo carecía de alimento. ¿Cómo poder expresar que había sido despedido de la lustrosa fábrica? ¿Dónde podía encontrar un anciano una nueva labor, además carente de una extremidad? ¿Cuánto durarían las pagas, las sobras, las migas de pan? Pero, ¿cómo pedir a unos infantes que abandonen el colegio para trabajar? ¿Cómo poder arrebatarles el ingenio y la sensibilidad y convertir a niños en esperanzadores salarios?
Así pues, fue a mi abuelo a quien le tocó la peor parte: madrugar para arrancar el fruto sagrado del suelo seco y olvidar contar números y relatos. No aprendió a leer, pero sí a sacar a flote a dos cansados mayores y tres hermanos hambrientos. Nunca supo negociar, pero sí encandilar a los vecinos con una garrafa dorada. No conoció la inocencia, pese a que supo renunciar a ella cuando tocaba hurgar en la tierra. Incluso llegó a conocer la división a los diez años, cuando era una cartilla la que le mandaba cuánto comer.
El olivar se agrandó con el paso de los años hasta que otro anochecer brotaron un par de alianzas del suelo que le dieron una promesa y una esposa. Sin embargo, aquél que echó raíces en la tierra nunca se separa de su origen: el peso de la necesidad lo obligó a permanecer anclado en dicha tarea. Aró olivos y vendió hilos de oro; caminó cansado por un pasillo en el que se grababan sus botas caladas durante el verano hasta que la vejez lo condenó a los pasatiempos de revistas y a los cuadernillos de quioscos.
Es obvio que primero son tus congéneres los que dejan de interesarse en su historia. A tan terrible suceso le sigue la renuncia de la memoria. A veces se mezclan momentos y eras, ayeres y entonces; otras, las frases desaparecen a mitad de una exhalación de derrota, cuando no se sabe cómo rellenar el silencio del olvido. La enfermedad tiene la culpa. Simula ser una apisonadora de fotografías en las que uno ya no se reconoce, una tormenta que desordena los tesoros del baúl de la memoria, un huracán que devora las neuronas.
De repente, una tarde como aquélla que marcó su infancia, pasó por mi cabeza plasmar su historia. Siempre comenzaba narrándola con el ímpetu de un ave que navega por paisajes de olivos hacinados, aunque se dejaba hundir entre la maleza poco más tarde. Entonces reparé en que las lechosas páginas nunca se llenarían de tinta que, al igual que su arrugada piel, se habían convertido en papiros vacíos. Sólo estas arrugas explicaban una edad que no le correspondía cuando olvidaba cómo dirigir la cuchara, cuando sus labios se sellaron en dos finas líneas disgustadas y sus pupilas se perdieron en la ventana.
Aquel libro iba a ser escrito por un heredero que desconocía el esfuerzo de su abuelo. Tal vez no lo había sentido en mis carnes, amodorrado por la inteligencia externa de la tecnología y la época de las máquinas. Aquel libro nunca saldría a la luz, puesto que quien lo narraba era ajeno al sufrimiento y poder de recolectar el oro de su ciudad.
Si bien alguna vez he escuchado que el tiempo todo lo cura: el día después de que el viejo viudo asemejara una estatua de madera frente a una televisión que representaba desgracias – siempre ignorada, ya puestos, pues nadie podía representar las suyas -, nacía de él la sabiduría en forma de gotas de rocío.
– Dile a la abuela que apague el horno: puedo oler como se quema la carne desde el sofá.
– Le mandaremos una carta.
Eran esos momentos cuando debía arrancar con maña las imágenes que aún lograba rememorar. Me fue posible hasta que, una noche en la que yacía la luna demasiado callada, faltó una cama por ocupar en casa, un cuerpo viejo que hiciera rechinar el colchón. El hospital olía a suavizante y despedida, a talco y pesadilla. El ambiente de la residencia no variaba, pero pareció resucitar la cordura de aquel anciano vestido de trapo:
– Las mañanas eran duras porque el sol quemaba los hombros bajo la camisa. Agacharse pa’ recoger las aceitunas y levantarse pa’ golpear los troncos de los árboles… Pero las noches eran crueles: podían ahogar al más inquieto en el silencio. Ni siquiera el invierno es tan frío como la guerra. Podía escuchar la sombra del estruendo por muy lejos en el tiempo que quedara ya.
Cuando era tiempo de nevada, aquellos jóvenes dispuestos debían arreglárselas emigrando en busca de nuevas oportunidades. Según contaba, el invierno del que el hombre más se acordaba era el mismo en el que alcanzó la mayoría de edad.
El servicio militar se volvió el acontecimiento más temido por su generación, pero él clamaba que la dureza de los callos de sus manos le arrebataron el posible sufrimiento. Eso sí: no le quedaban amigos, pues juró que nunca disfrutaría de la compañía de otra persona tras haber sido testigo – con sus dos pequeños bultos negros que parecían emerger de afiladas mejillas como montañas – de la muerte de inocentes reclutas en una de esas precarias acampadas. No fueron los primeros y tampoco los últimos. Él mismo cobró la furia de la contienda en sus piernas, de las que quedaron una y un bastón de su madera soñada.
Nada lo libró de entregarle el corazón a una muchacha a la que vio desfallecer poco más tarde. Me pregunto ahora, con la mirada fija al pasado, si fue por aquello que la vida le regaló la amnesia, pues la indiferencia le fue imposible de mantener.
– Había noches que sobrevivía a base de un trozo de pan y aceite… No había ni una perra para gastar. – Suspiro. Tos. Se rascaba la sien con un dedo encogido. Sus ojos se quedaban fijos en mis pupilas, esperando una pregunta -: ¿Hablabas de algo?
Los párrafos quedaban a medias, la conversación se difuminaba en el somnoliento aliento del hombre y desaparecía su valor. Ahí era hora de recoger los papeles y marcharse; cruzar la entrada y saludar a quienquiera que estuviera en casa. Tal vez la historia se repetía y yo también llegaba tarde. Quizá, si me hubieran avisado, nunca habría creído a quien me hubiera confesado que aquel sería mi último encuentro con el anciano que se encorvaba en su asiento buscando el cigarro.
Meses más tarde llamó la recepcionista. Su voz revelaba modestia e incomodidad, pese a que pretendía ser consoladora. Desearía decir que había estado ocupado, que mi trabajo – una oficina donde se rellenan papeles sobrios y sin vida, de letras aburridas – me robó la posibilidad de volver, pero lo cierto es que seguí visitándolo en una rutina impuesta.
Pasearse por su habitación para comprobar que nada quedaba de él opacaba mis ganas de continuar con las crónicas. Es demasiado triste comprobar como el alma muere antes que el cuerpo; la piel queda trasparente, la mandíbula débil, los ojos cristalinos, sin vida. Sin embargo, pese a que pareciera haber visitado un escultor que moldeara la tosca piedra en personas que se negaban a respirar, continué envolviéndome de la esencia del olivarero antiguo.
Le leía el correo de vez en cuando. Más bien leía en voz alta las facturas que llegaban, la publicidad cansina que atosigaba y, pocas veces, poemas de Miguel Hernández:
– “Aceituneros altivos,…”
– Decidme… – dudaba, buscando en los resquicios de la memoria – en el alma: ¿quién…?
Dicen que lo último que muere en una persona es su recuerdo. Aún me pregunto cómo aquel señor que olvidó hablar movía sus dedos para empapar el tenedor en lo que él una vez hubo dedicado sus días. No consiguió borrar el conocido sabor del aceite, ni siquiera los versos dedicados a éste, que admiraban la pureza del producto. Sus cenizas olían a esfuerzo, a la atmósfera dorada de Jaén – y en ella se dejaron morir y enterrar.
Mentiría si dijera que, a pesar de entristecerme su marcha, deseé que, tal vez en un infinito en el que no existe el dolor, pueda cultivar la juventud hundiendo las manos en el campo mojado, recogiendo la riqueza de los olivos.
Su última narración prefiero guardarla donde nadie pueda escucharla. Celebro haberla podido expresar frente aquéllos a quienes quería y quienes le quisieron de vuelta, mas confirmo que sus últimos segundos fueron los más lúcidos que los que en un pasado hubo tenido. Podría decirse que carece de una buena historia que enganche en sus líneas al público atrevido, pero ésta no debe ser plasmada en linóleo, sino en lo conseguido tras tantos años bajo el suelo labrado. Por ello la dejo conmigo, en el corazón de un aprendiz, y espero que aquéllos que la lean logren verse reflejados en la mirada de los mejores maestros.