41. Campos dorados

Manu Mitchell

 

El sonido de la ciudad se hacía cada vez más insoportable, hasta tal punto que me impedía dormir con normalidad.

Ese viernes, después de salir de trabajar decidí coger una pequeña mochila, llenarla de un par de mudas de ropa y coger el coche hacia Martos. Necesitaba evadirme, dejar atrás ese ruido constante de la ciudad y volver a respirar ese aire tan característico de mi pueblo querido, y también sentirlo cerca a él, a mi abuelo.

Lo primero que hice al llegar al pueblo fue subir al Castillo de la Peña, dónde cada atardecer me llevaba él. Desde ahí arriba podía presenciar todo el pueblo y los inmensos campos de olivos que había a su alrededor. Nunca se me olvidarán esas tardes contigo, abuelo, y jamás se borrará de mi mente tu voz diciendo la frase que siempre me repetías:

“Cariño, cada día a esta hora puedes ver la realidad de los campos de olivos: campos bañados de oro, un tesoro incalculable que más de un cazatesoros querría encontrar”.

Y este día no podía ser menos, a la hora de siempre estaba en el Mirador del Castillo de la Peña, escuchando tu voz en mi mente y contemplando esos campos dorados, esos campos bañados en oro, una imagen mágica que conseguía transportarme a aquellas tardes de mi infancia.

Hoy, abuelo, diez años después de verte marchar, a aquel lugar del que no se puede retornar, puedo decir que tú también eras como esos campos de olivos, pues el mundo simplemente podría ver a una persona, pero por dentro tenías un corazón y un alma dorados de valor incalculable, al igual que de ese fruto del olivo podemos sacar ese líquido dorado que es un bien muy preciado.

¡Cuánto me haces falta, abuelo!