40. El Rosario de Difuntos

decuadros

 

*I*

Acababa de llegar a Bedmar, mi pueblo, a mi calle, a mi casa, después de recorrer muy despacio la carretera que atravesaba el inmenso olivar en las estribaciones de Sierra Mágina, con todos los árboles en fila, en silencio, cansados, observándome, y mis recuerdos se activaron como lo puede hacer una lumbre a la que se le añaden los troncos de leña seca de las olivas de las tierras que un día fueron nuestras, cortados y apilados en una esquina del corral.

Los más gordos y pesados, debajo, y los más finos y ligeros sobre ellos formando una inmensa pared.

 

Aquella noche cené mal. Un plato de aceitunas negras, rajadas, una ensalada con intenso sabor a aceite y un huevo frito. Como el aceite de mi casa, de mi pueblo, ninguno. Lo he tenido y lo tengo grabado en mis sentidos y aflora cada vez que la memoria me transporta a mi niñez, a mis años felices, cuando el único problema era vivir cada momento.

Su aroma, su sabor y su textura siempre fueron y siguen siendo únicos.

Tenía hambre aquella noche y comí deprisa, pero la cena se me clavó en el estómago y no me dejaba dormir.

 

Allí mismo, en la casa familiar, hacía años había ocurrido lo que mi abuela, siempre de serena conversación, más de una vez había contado a la luz de la lumbre, con el único sonido de fondo del crepitar de las llamas y el olor a leña invadiéndolo todo. Y mi hermano, mi prima y yo la escuchábamos pegados los tres como un todo indivisible, suspendidos en el relato.

 

La recuerdo siempre con un rosario en las manos entrelazado en los dedos delgados, de piel fina y brillante. Y con los ojos entreabiertos o entrecerrados. Nunca supimos si los abría o los cerraba.

Un rosario que ella misma había hecho con huesos de las aceitunas de sus olivas de «La Viña».

«La Viña» era la finca que había heredado de su padre Santiago y a la que más cariño le tenía porque daba la mejor cosecha tanto en cantidad de aceitunas como en la calidad del aceite.

Guardaba los huesos después de haberlos lavado, y los secaba al sol durante veintiún días, los días que, según ella sabía,  la naturaleza necesita para cerrar ciclos, por ejemplo,  las gallinas cluecas del corral incubaban los huevos en ese tiempo y justo al día veintiuno nacían los pollitos ; una vez secos los huesos,  los seleccionaba todos del mismo tamaño, los más pequeños para las Aves Marías, y los más gordos para los Padrenuestros; después los perforaba con una paciencia y una habilidad extraordinarias para terminar pasando, con una fina y larga aguja, un hilo bramante que los mantendría unidos, aunque separados, formando los cinco misterios…

 

Cuando lo terminó le colgó una preciosa cruz de plata, y fue untando cada hueso, cada cuenta con aceite para darles brillo y protección. Con un paño blanco de algodón los frotó con delicadeza y, satisfecha de su trabajo, lo llevó a la iglesia para que D. Antonio, el cura, se lo bendijera.

Y se lo bendijo un veintisiete de junio, día caluroso y seco dedicado a la Virgen del Perpetuo Socorro. Es seguro que desde ese momento se inició una gran devoción en mi familia a esta advocación de la Virgen, que aún se mantiene intacta.

Así que era, además de una obra de artesanía, una pieza de enorme valor religioso y emocional.

 

El rosario lo heredó mi madre y lo terminó bautizando como *»el Rosario de Difuntos»* porque cada día lo rezaba con esa intención, para aliviar las penas de los difuntos de la familia y conocidos del pueblo que aún no habían llegado al cielo y andaban necesitados, según ella, de rezos y de velas.

Lo rezaba en la cama después de acostarse, y se adormilaba con él enredado en la muñeca.

Siempre se quedaba a medias, por el tercer o cuarto misterio, porque el sopor la vencía y entonces, después de comer y terminar de recoger la cocina, en la hora de la siesta, volvía en su empeño de recitar letanías y oraciones.

 

Así llegó a mis manos cuando mi madre, que en paz descanse, dejó de estar con nosotros.

También me encargó que yo siguiera rezándolo por su alma y el por el alma de todos los fieles difuntos necesitados de luz.

Reconozco que no lo rezo a diario, pero lo hago a menudo en su memoria siempre presente.

 

*II*

Juan había muerto joven, demasiado joven en un día gris, preñado de tormenta, cuando un relámpago y un trueno asustaron al burro con el que regresaba de curar las olivas, y su viuda, analfabeta, tuvo que hacerse cargo del negocio, y mantener a sus cuatro hijos pequeños y a su suegra, ya mayor, que vivía con ellos en casa.

La tragedia se veía, se sentía, dolía por todas partes, en las esquinas, en las miradas contraídas, hasta en el campo donde las ramas de las olivas, cargadas de minúsculas aceitunas que aventuraban una buena cosecha, se dejaban caer hasta tocar la tierra, tristes, sin aliento, echando de menos a Juan.

Su refugio, ante tanta soledad y pena, era mi abuela a la que acudía cada atardecer para desahogar su tristeza y rezar, junto a todas las vecinas, un rosario por el eterno descanso de su alma.

Una noche, a los pocos días del sepelio, y después de repetir la monotonía de los Padrenuestros, Aves Marías y Glorias, como era la costumbre entre vecinas y familiares, entretenidas contando lo ocurrido en el pueblo a lo largo del día, escucharon un fuerte golpe seco, un ruido de cristales rotos y vajilla por los suelos y un arrastrar de cadenas.

Se quedaron mudas, sobrecogidas, sin aire para respirar.

Tardaron minutos en reaccionar.

Se miraron sin hablar. Los labios entreabiertos, la boca sin saliva. Solo una, mi abuela, se incorporó dispuesta a encontrar la causa del golpe y de los ruidos.

 

Se ajustó el chal de lana, porque hacía frío, cogió una pestuga que siempre tenía cerca y a mano, «por si las moscas», como le gustaba decir si le preguntaban, y salió de la habitación para bajar a la bodega.

 

No llegó a poner el pie en el primer escalón, cuando un aliento helado le sopló en el cuello, como una caricia fría, como un beso blanco.

Respiró hondo y bajó decidida; despacio se fue acercando al origen del golpe.

Detrás de ella, una tras otra, todas las mujeres, rosario en mano, agarradas a los hombros de la que iba delante, como una reata, la siguieron.

 

Si interminable se hizo la escalera al bajar, más interminable se les hizo subir después de lo que vieron.

Tropezaron, se arañaron las manos de cogerse con fuerza unas a las otras, gritaron sin gritar y casi se terminan ahogando de tanto respirar.

 

Allí, en el fondo negro de la bodega brillaba un punto de luz que oscilaba a izquierda, a derecha, que guiñaba con vida propia. Cuando se quedaba quieto aumentaba de tamaño y brillaba aún más. Parecía de color azul, pero, al aumentar el tamaño, se volvía de un rojo brillante.

Alguien dijo algo sobre las penas del infierno y las llamas eternas…

 

Asustadas, sudando al sentir el calor de aquellas llamas, a empujones atropellados, volvieron a la seguridad de la habitación y al calor de la lumbre.

Allí, todas de pie, hablaban en voz baja de lo que acababan de ver y miraban de reojo a la puerta entreabierta, por si acaso…

 

Mi abuela reunió todo el valor y volvió a rezar un «Ave María» por el alma de Juan. Todas contestaron con una sola voz temblorosa «Santa María madre de Dios». Encendieron siete mariposas en el lebrillo con aceite y agua que siempre tenía preparado.

Y entonces ocurrió.

El golpe seco que escucharon fue descomunal, y el grito que dieron todas juntas se escuchó hasta en el cerro Natín, como llamaba n al Aznaitín.

La habitación, al instante, se llenó de luz y se escuchó con nitidez un «Gracias. Ahora estoy bien».

 

A la mañana siguiente, a la luz de un día nublado, volvieron a bajar a la bodega todas juntas.

No había nada. Ni cristales rotos, ni vajilla por el suelo, nada de la noche anterior…

 

¿Nada?

Todas vieron el punto de luz marcado en la pared.

Sin embargo no hacía frio, no había miedo, ni siquiera tristeza.

Solo consuelo y resignación.

Allí mismo, delante de la marca de luz, mi abuela sacó su rosario del bolsillo del mandil y elevando la voz para imponer silencio, comenzó…»Por la señal de la Santa Cruz…»

Todas la siguieron y se persignaron…

Rezaron el rosario completo, con los Misterios Gozosos, y en el último Gloria, escucharon una voz masculina …»ahora y siempre por los siglos de los siglos»…

Se abrazaron.

Era Juan.

 

*III*

En las reformas posteriores que se fueron haciendo en la casa para conservarla y evitar su deterioro, se picaron las paredes, se pintaron de blanco, se embaldosaron los suelos, se alicataron los baños…

Y la luz desapareció de la bodega.

Desapareció de la vista de todos, pero su fuerza y su energía se mantiene en el mismo lugar, oculta e invisible, pero al mismo tiempo poderosa y penetrante.

 

De todos modos, y por si acaso, como le gustaba decir a mi abuela, sigo rezando el Rosario de Difuntos y, cuando lo hago, me acuerdo de Juan, de mi abuela y de mi madre, y de las olivas dobladas de aceituna de «la Viña».