37. El niño y el viejo

Sergio Raya Fernández

 

Había una vez un niño de doce años llamado Ángel que vivía en un pequeño y hermoso pueblo de la sierra. Era un lugar tranquilo y sencillo, con casas blancas, empinadas colinas y estrechas calles, rodeado de un mar de antiguos olivos. Allí no había grandes mansiones, solo hogares de gente humilde dedicada al campo, que cuidaba sus huertos y, cuando llegaba el momento, cosechaba las preciadas aceitunas.

Ángel siempre había sido un niño alegre y feliz, risueño y juguetón. Era feliz, original, espontáneo y curioso, pero ahora herido. Últimamente encontraba consuelo perdiéndose entre los olivos, lejos de sus miedos y tristezas.

Ángel tenía dos padres, algo que el niño ni siquiera se planteaba que fuese raro, lo que sí le preocupaba, y mucho, era que uno de sus padres, Sergio, estaba enfermo, bastante enfermo por lo que pudo averiguar. Los adultos decían que tenía cáncer. Había oído decir que no tenía cura, lo cual le parecía muy injusto.
El niño evitaba estar en casa, donde ahora solo encontraba dolor, caras serias, tristeza y enfermedad. No soportaba ver a su padre postrado en la cama cada dos por tres, sin fuerzas, sin ganas de hablar, con una expresión desconocida que le provocaba angustia, tan diferente a la que siempre había tenido, sonriente, bromista, seria cuando le estaba regañando… ¡oh, cuanto daría porque su padre le volviese a regañar! En los escasos momentos en los que lo llamaba su padre, él huía llorando, buscando refugio entre los olivos. Llegó hasta un promontorio donde se encontraba el olivo más antiguo y allí, exhausto, se sentó apoyado en el árbol, llorando y gritando al atardecer. Fue entonces cuando cayó en la cuenta que alguien le estaba observando. Cerca de allí vio una pequeña cabaña de madera muy vieja y destartalada. Desde una de sus ventanas vio a una persona que le estaba mirando. Era un anciano canoso y delgado, de cara estrecha y morena, con infinidad de arrugas. ¿Cuantos años tendría? ¡Parecía viejísimo!
El viejo le hizo un ademán con la mano invitándole a ir a acercarse. Titubeando Ángel se acercó a escasos metros de la ventana por dónde se asomaba el hombre.
– Niño, ¿qué te pasa, y ese grito?
– Mi padre está malo, dicen que no se va a curar, y no me parece justo.
– ¿Tú eres el hijo de esos dos hombres que viven juntos?
– Ey, que están casados, no solo «viven juntos».
– Bueno, bueno, lo que sea… sé lo que le pasa a tu padre, nada bueno. Y no tiene remedio, así que asúmelo, cuanto antes lo hagas mejor.
– No puedo- dijo Ángel lastimeramente.
– Te aferras a un pasado que ya no va a volver, niño. En fin, perdona, a veces soy un poco duro. Hummmmmm, ¿sabes cuantos niños han venido aquí a llorar bajo ese olivo? – le preguntó señalando con una mano callosa al árbol al que había ido a llorar.
– No, ni idea.
– Muchos, ni me acuerdo. Pero lo que sí sé es que tus lágrimas no son en vano.
– De todas formas no es asunto tuyo, solo eres un viejo que vive aquí solo y no habla con nadie.
– Vaya, que impertinente. Si vienes a llorar aquí, es asunto mío, niñato. Así que me vas a escuchar porque te voy a contar una historia. Olvidarás tus problemas durante un rato y mal no te hará, ¿a que no?
– ¿Qué historia? No sabes que tipo de historias me gustan – dijo Ángel.
– Cualquier historia, si es buena y aprendes algo merece la pena, pequeño borde. Así que calla y escucha atentamente. «En un enorme y viejo olivar había un olivo que solo tenía una aceituna, madura y solitaria, que destacaba sobre las demás aceitunas verdes de otros árboles. Sin embargo, la aceituna tenía un profundo miedo: temía caer al suelo. Sabía que al caer comenzaría un viaje incierto y desconocido, que no sería fácil ni seguro. La aceituna temía al cambio, a lo que pasaría después de caer. Así que se aferró a su rama con todas sus fuerzas. Pasaron los días y la aceituna se mantuvo firmemente agarrada, negándose a caer. Las otras aceitunas verdes la miraban sorprendidas y temerosas, ya que sabían que tarde o temprano también ellas caerían. Un día, un suave viento recorrió el olivar susurrando entre las ramas. El viento, viejo amigo de los olivos, notó como la aceituna madura se resistía y decidió hablar con ella. «Aceituna», le susurró reconfortantemente, «tú eres fruto de la vida, naciste para viajar y cambiar. Caer no es el fin, sino el comienzo de algo nuevo. Has madurado y ahora es momento de seguir tu ciclo vital. ¿Por qué tienes miedo?» La aceituna respondió temblorosamente, «Tengo miedo de lo desconocido, del dolor, del cambio, de dejar este árbol que me ha protegido y al que quiero». El viento le contestó: «Entiendo tus miedos, pero no puedes evitarlo. Cambiar es inevitable y necesario. Solo cambiando puedes cumplir tu propósito y transformarte en algo mejor». Y con esas palabras el viento sopló más fuerte, liberando a la aceituna de su rama. Y mientras caía, la aceituna sorprendida sintió un gran alivio. Al tocar el suelo no encontró el fin que temía, sino el comienzo de una nueva aventura, una nueva etapa en su vida. Y así, la aceituna finalmente entendió que caer no es el fin, sino el comienzo de algo nuevo.» Porque en la vida, al igual que las aceitunas, todos tenemos nuestro momento de caer, pero cada caída nos lleva a un nuevo comienzo, nos mejora, nos enseña – concluyó el anciano sonriendo al niño con unos dientes sorprendentemente blancos.

El niño no dijo nada intentando procesar el cuento, no sabía qué pensar.
– Gracias, me tengo que ir. Mis padres estarán preocupados, llevo mucho rato fuera.
– Adiós gorrión, aquí me tienes para lo que quieras- le dijo el viejo guiñándole un ojo.

Al llegar, su otro padre no mencionó las lágrimas en su rostro. Cenaron en silencio y Ángel subió a su habitación sabiendo que no dormiría bien, como ninguna noche desde que su padre enfermó. Al día siguiente, antes de salir de casa, se asomó al cuarto de su padre. Los médicos estaban allí, hablando con él y realizando procedimientos que él no comprendía. Su padre lo vio y lo llamó entre toses y sin apenas aliento: «Ángel… hijo mío, ven por favor, no me hagas esto, necesito darte un abrazo». El niño dio unos pasos vacilantes obedeciendo a su padre por la fuerza de la costumbre, pero no pudo soportarlo más. Se dio la vuelta rápidamente y salió corriendo, bajando las escaleras de su casa de dos en dos mientras gritaba sin parar «¡No, no no, no…!. Salió de casa y corrió sin parar perdiéndose de nuevo entre los campos, entre los olivos. Se sentía perdido en un mar de confusión y miedo, de impotencia, sumergido en una ola de angustia que lo envolvía constantemente, en algo demasiado grande para un niño tan pequeño. Recordó el rostro tembloroso de su padre, su voz frágil llamándolo, y un nudo se formó en su garganta. Cada vez que lo veía de esa manera su corazón se encogía, pensaba que se le iba a romper, y a veces casi lo deseaba, así acabaría toda esta pesadilla de una vez. Sentía una tristeza enorme y profunda, y un deseo tremendo de volver atrás en el tiempo, a esos días en los que su padre era un hombre fuerte y lleno de vida. En su deambular cada árbol parecía recordarle los momentos que compartió con su padre, como cuando le enseñó a montar en bici por esos caminos pedregosos, como se reía cuando se caía de la bici y le quitaba importancia, diciéndole «Venga, arriba, que aquí no ha pasado nada, no te quejes tanto y vamos a seguir, que si no no vas a aprender a montar nunca». ¡Oh Dios!, ¿dónde estaba ese hombre al que quería con todo su corazón y que ahora parecía tan cambiado, tan irreconocible?

Gritaba y lloraba, intentando liberarse de la sensación de desamparo, de la impotencia que lo abrumaba. Solo era un niño, ¿cómo podía enfrentarse a la posibilidad de perder a su padre? ¿Cómo podía seguir adelante, sabiendo que su mundo tal como lo conocía estaba a punto de desaparecer, que pasaría cuando su padre ya no estuviera?

Sin saber muy bien como llegó de nuevo a donde el viejo de la cabaña. No sabía qué hacer, tampoco se atrevía a llamar a la destartalada puerta que parecía a punto de caerse, así que se sentó en el suelo abrazándose las rodillas y cerró los ojos intentando calmarse, respirando profundamente como su padre le decía que hiciera cuando se ponía demasiado nervioso.

– ¿Hola, aquí de nuevo? – preguntó el viejo, haciendo que Ángel diera un respingo del susto. Miró hacia arriba y vio la cabeza del anciano asomada por la ventana.
– Sí, lo he intentado, de verdad.
– ¿El qué?
– Lo del cuento de ayer, lo de la aceituna, el cambio, la nueva etapa. Creo que lo que me querías decir es que esto que me está ocurriendo me servirá de algo, que aprenderé. Pero es demasiado difícil, no puedo hacerlo, no soy lo suficientemente fuerte ni valiente.
– Ah vale, entiendo. Bueno, no te preocupes, no todo el mundo es fuerte, y está bien así. Incluso en los débiles hay fuerza y aunque ahora no la encuentres seguro que la encontrarás, confío en ti. ¿Quieres hablar, quieres contarme algo?
– Es que no quiero decirlo, nos sé ni siquiera como decirlo.
– Recuerda que has venido aquí por algo, tus pies te han llevado hasta mí, y tranquilo, que aquí estás seguro. No le contaré a nadie lo que me digas, será nuestro secreto – concluyó el hombre.
– Vale, es, supongo que es por mi padre. Intento acercarme a él, quererle igual que antes, pero no es él, ese no es él. Es que no se me ocurre nada, no sé qué hacer – dijo con lágrimas en los ojos.
– Ah, entiendo, creo que estás bloqueado, o que intentas arreglar algo que no tiene arreglo y lo sabes pero bueno, aún eres joven… eh… ¿me permites contarte otro cuento?
– Claro, supongo… creo que para eso he venido. Está bien.
– Perfecto, pues aquí vamos. «En un río vivía una pequeña gota de aceite. Esa gota caída al agua desde una aceituna llevada por un pájaro, había decidido que su misión sería subir río arriba hasta su nacimiento en las montañas. Todos los días la gota de aceite luchaba con ímpetu para subir el río. Avanzaba un poco, pero siempre retrocedía, terminando el día más abajo de donde había empezado. Los peces, las ranas e incluso las piedras se reían y diciéndole que era inútil, que debería dejarse llevar corriente abajo y disfrutar, pero la gota no escuchaba, era tozuda y no se rendía. Un día, agotada y desanimada, la gota decidió descansar en la orilla. Estando allí llegó un viejo salmón que sabía de los esfuerzos diarios de la gota. El pez se acercó y le preguntó por qué luchaba contra la corriente cuando todos fluían con ella. «Creo que debo luchar», contestó, «quiero ir a la cima, es donde debo estar». El salmón sonrió y la miró. «Pequeña, a veces creemos que debemos ir contra corriente para ir donde pensamos que debemos estar. Pero, ¿has pensado que tal vez la corriente nos lleva precisamente donde necesitamos ir?». La gota reflexionó un momento. «¿Y si el pez tiene razón? ¿Y si, en vez de luchar me dejo llevar?». Sin dudarlo, decidida, la gota de aceite saltó desde la orilla y se dejó llevar por la corriente. Y mientras flotaba comenzó a ver cosas que antes no había visto: los reflejos del sol en el agua, los peces de colores jugando y saltando, los pájaros bañándose y las flores de colores meciéndose en la orilla. Por primera vez la gota de aceite se sintió en paz y comenzó a disfrutar del viaje.» A veces, Ángel, es importante fluir con la vida y no resistirse a una corriente contra la cual no podemos luchar. No todas las cosas en la vida requieren lucha y resistencia, a veces lo mejor es dejarse llevar.

El niño se levantó, se sacudió la tierra del pantalón y tras despedirse del anciano se fue caminando lentamente hacia su casa, perdido en sus pensamientos. No tenía ganas de ir allí, a ese lugar donde tan mal lo estaba pasando, pero era el único hogar que conocía.

Ángel estaba en la mesa al mediodía, mirando su plato y la silla vacía de su padre Sergio. Sin hambre, preguntó si podía irse a su habitación. Su otro padre le pidió que le diera un beso a Sergio antes de subir, quien estaba en la cama, cansado. Ángel, a regañadientes, accedió, besó a su padre dormido y salió corriendo a su cuarto. Allí, desahogó su angustia gritando y llorando, usando la almohada como consuelo.

Al día siguiente se despertó cansado pero decidido y volvió a salir al campo. Había decidido pedirle ayuda al viejo. Ya no podía más, necesitaba que alguien le dijera lo que tenía que hacer.

Al llegar a la cabaña encontró la puerta cerrada, esperó afuera mientras por su mente pasaban escenas de su padre en la cama, su otro padre llorando en privado y las miradas de lástima de la gente. Finalmente se acurrucó y sin darse cuenta se durmió.

– Ey, despierta – le susurró el anciano, rozándole la cara con una rama de olivo.
– Ah, hola, no sé cuando me he dormido, solo recordaba todas las cosas malas que me están pasando.
– Ajá- asintió el hombre.
– No es justo, ¿no crees?, ¿porqué me pasa esto a mí, qué he hecho yo?
– ¿Eso crees?
– Sí, todo esto es muy injusto- dijo frunciendo el ceño.
– Vale, creo que te puedo contar una historia que te ayudará.
– Pero no quiero otra historia, quiero que me digas qué hacer, cómo hago para que me deje de pasar esto que me está pasando.
– Eso lo tienes que averiguar tú solo, eso es algo que nadie más que tú puede hacer. Yo solo te puedo ayudar buscar esa solución.
– Vale, cuéntamelo entonces – dijo el niño sollozando, rendido.
– Escucha atentamente. «Había una vez un joven olivo cuyas ramas todavía no tenían aceitunas como resto. ¡Que suerte tenían los otros! Un día, un pájaro decidió hacer su nido en sus ramas. Al principio estaba un poco enfadado «¡Tengo poco espacio y encima ahora tengo que compartirlo!». Pero con el tiempo se dio cuenta de que le gustaba la compañía del pájaro, su trinar y ver cómo crecían y aprendían a volar los pequeños polluelos. Poco a poco comprendió que había cosas más importantes que tener las ramas llenas de frutos, y entendió el valor de compartir tiempo y momentos alegres con los demás. Una noche, una terrible tormenta azotó el campo. Los árboles viejos, con sus duras y pesadas ramas llenas de aceitunas no pudieron resistir el viento y la lluvia y cayeron al suelo. El olivo joven, con sus ramas más flexibles, soportó la tormenta. Al amanecer, vio a los árboles mayores destrozados y tirados en el suelo y pensó en las dificultades que cada uno enfrenta, dándose cuenta entonces de lo afortunado que era. Ya no les tenía envidia a los árboles viejos ni se sentía triste por tener pocas aceitunas. Cada uno tiene sus propias pruebas y lo que él pensaba que era una desventaja en realidad le había salvado. Desde aquel día pensó diferente. Apreció cada día y cada visita del pájaro. Entendió que aunque la vida puede ser difícil, también tiene alegría y amor si uno se para a apreciar las pequeñas cosas. Y así, el joven olivo se convirtió en un árbol viejo y sabio, bajo el que muchos niños buscaban cobijo, un árbol que apreciaba el tiempo que pasaba con sus seres queridos, porque no sabía cuánto tiempo le podía quedar con ellos.» Porque Ángel, aunque pienses que te están pasando cosas injustas, date cuenta de que hay quienes lo están pasando mucho peor.

Ángel abrió muchos los ojos al comprender y echó a correr, pero paró en seco, se dio la vuelta y corrió a abrazar al viejo, que sonrió con alegría y gratitud. Luego se fue a la carrera hacia casa. Abrió la puerta de un golpe y subió las escaleras irrumpiendo en la habitación donde estaba su padre enfermo. Se fue hacia él, se subió a la cama y lo abrazó con todas sus fuerzas.
– Lo siento papá, lo siento, lo siento, perdóname, lo estabas pasando mal y yo encima comportándome como un tonto, como un egoísta, perdóname, te quiero mucho – no paraba de decir entre lágrimas.
Su padre, sorprendido y emocionado lo abrazó lleno de alegría y paz.
– No tengo nada que perdonarte, bobo. Sé cómo te sentías. Te echaba de menos y no quería irme sin abrazarte aunque fuese una última vez. Yo también te quiero, más que a mi vida.

Ángel le contó lo que había hecho estos días en el campo, le habló del anciano, la cabaña y los cuentos. Y su padre le sorprendió diciéndole: «Me apetece salir al campo, me vendrá bien el aire libre y el sol». Así que al día siguiente el niño llevó a su padre de la mano a la cabaña del viejo, pero su padre, mirando al olivo, le dijo que estaba cansado y quería descansar. Se sentaron debajo del viejo árbol.

– Ven hijo, siéntate conmigo, quiero abrazarte un rato mientras descansamos.

Y así lo hicieron, ambos se fundieron en uno y se quedaron abrazados con los ojos cerrados, sin pensar en el tiempo, escuchando el suave roce de las ramas de los olivos mecidas por el viento, en paz consigo mismos, y felices al fin.