36. Cinéreo
1955
José Gutierrez de los Ríos, al que todos llamaban Pepito, observaba desde la ventana del cortijo. El viento soplaba suavemente entre los olivares, llevando consigo el fresco aroma de la tierra y las hojas. A lo lejos, veía a Antonio trabajando con los caballos, bajo el duro sol de la tarde. Desde el primer día, sintió una conexión silenciosa que no hacía más que crecer. Él, un joven de dieciocho años, vivía en el enorme cortijo de su adinerada familia en la provincia de Jaén. Con cabello castaño claro, ojos azules y piel blanca, era una persona sencilla a pesar del lujo que le rodeaba. Encontraba refugio en los libros, en los largos paseos por el campo y en los juegos con sus hermanos menores. Los padres de Pepito, dueños de muchísimas hectáreas de olivares, eran muy conocidos en la región. Los olivares no solo eran el sustento económico de la familia, sino también un símbolo de su legado. Los árboles, con sus troncos retorcidos y hojas plateadas, habían sido testigos de generaciones de trabajo arduo y dedicación. Cada cosecha de aceitunas era un gran evento, donde el bullicio de los jornaleros llenaba el aire de energía, voces, y cantos. Esos trabajadores, sin embargo, vivían en una precariedad constante, ganando salarios míseros mientras los padres de Pepito se veían a sí mismos como seres superiores, ciudadanos de primera clase.
La llegada de Antonio, un joven de veinte años contratado como mozo de cuadras, trastocó la apacible y rutinaria existencia de Pepito. Antonio, alto, de mirada verde e intensa, moreno y fuerte, no pasó desapercibido para él. Desde el primer cruce de miradas, una chispa invisible comenzó a encenderse entre ellos.
Pepito, siempre observador y curioso, lo seguía discretamente por cada rincón del cortijo, llevando un libro en las manos y fingiendo que leía. Antonio se entregaba a sus labores con una fuerza y dedicación que fascinaban al joven señorito. Pese a ser un empleado, se comportaba con una dignidad que contrastaba con la altivez y rudeza del resto de trabajadores. Cada gesto, cada mirada furtiva, cada sonrisa disimulada entre ellos, iba construyendo un vínculo que se fortalecía con el paso de los días.
2010
Un día, un señor mayor llamado Antonio entró en la gestoría dónde yo trabajaba con paso firme, como siempre hacía, y me dijo con una voz cascada por sus setenta y cinco años de edad:
—Buenos días, Alberto, me han hablado muy bien de ti y necesito tu ayuda con unos papeles del cortijo.
—Gracias. ¿Quién le ha recomendado? —pregunté, curioso.
—Eso es lo de menos, niño —respondió, evadiendo la pregunta.
Con el paso de los días, los meses y las constantes visitas de Antonio, descubrí que el anciano era el encargado de gestionar una de las fincas de olivares más grandes de toda la provincia de Jaén, perteneciente a un distinguido soltero rico al que llamaban Pepito. Curiosa forma de llamar a un adulto, pensé. A medida que iba conociendo más sobre el cortijo y la finca, comenzaron a surgir en mi mente imágenes vagas y difusas de mi infancia. Me vinieron a la memoria recuerdos de haber vivido en una finca similar hasta los cuatro o cinco años, recuerdos del campo, de una infinidad de olivos y un enorme cortijo que para mí parecía un castillo. Añoraba esos días, y cada vez que pensaba en ellos, me invadía una profunda nostalgia. Hace tiempo mis padres me habían contado que cuando yo era pequeño trabajaron para un señor muy rico en el campo, antes de mudarnos a la ciudad.
—Es curioso —le dije un día a Antonio mientras miraba unos papeles—, mis padres trabajaron en un lugar parecido cuando era un niño. Tengo recuerdos vagos de un cortijo grande y muchos olivos.
Antonio levantó la mirada, sorprendido y con una leve sonrisa en el rostro, pero no dijo nada.
Poco a poco, con el tiempo, mi relación con Antonio trascendió lo meramente profesional y se convirtió en una sincera amistad. Cada año, tras la cosecha de aceituna, Antonio me regalaba una botella de un aceite especial, llamado ‘Cinéreo‘, de sabor excepcional, diciéndome que era único y que muy pocos lo habían probado.
—Es especial, ¿sabes? —me decía Antonio con una sonrisa nostálgica.
1955
En la España de 1955, donde la moral y las costumbres eran rígidas, la relación entre Pepito y Antonio era todo un desafío, peligrosa y prohibida. Antonio, con el ímpetu y la valentía de la juventud, era más atrevido, mientras que Pepito, consciente del riesgo que corrían si los descubrían, le insistía en mantener su relación oculta y disimular en todo momento. Una relación entre dos hombres no solo era vista como un pecado, sino que también podía arruinar la reputación de la familia de Pepito y condenar a Antonio a una vida aún más precaria.
Comenzaron a encontrarse en la penumbra, de noche. Elegían lugares apartados, donde las sombras los ocultaran. Bajo las ramas de un viejo y robusto olivo, iluminados apenas por la pálida luz de la luna, se entregaban a sus sentimientos. El susurro del viento entre las hojas y el crujir ocasional de una rama rompían el silencio de la noche, mientras el aroma del campo los envolvía. Sus besos eran urgentes, sus caricias ansiosas, como si cada encuentro pudiera ser el último. En esos momentos robados, el tiempo se detenía, todo lo ajeno a ellos dejaba de existir.
Antonio, con su carácter vivo y resuelto, y accediendo a las exigencias de Pepito, tomaba todas las precauciones necesarias para que no los descubrieran. Dejaba señales sutiles para indicar un encuentro: una piedra colocada de manera previamente pactada, una rama quebrada en un camino apuntando en una dirección concreta. Pepito interpretaba estos mensajes y se escabullía en la oscuridad para reunirse con él. Cada vez que quedaban, hablaban y compartían sus sueños, sus secretos, sus miedos y esperanzas de un futuro donde pudieran vivir juntos sin esconderse.
Con el paso de los días su relación se fue fortaleciendo. Se escribían notas en pequeños trozos de papel que escondían en lugares secretos. Antonio, más audaz, a veces trepaba hasta la ventana de la habitación de Pepito para pasar unos breves pero intensos momentos juntos. Había días en que la tensión era casi insoportable, cuando algún miembro de la familia de Pepito o un trabajador del cortijo sospechaba algo. En esos momentos de ansiedad, debían disimular, actuar con indiferencia, con el corazón en un puño por el miedo a ser descubiertos.
2010
Con el tiempo, mi amistad con Antonio se fue haciendo más grande. Me contaba historias de su juventud, de cómo había llegado a trabajar en el cortijo, y poco a poco empecé a intuir la verdad detrás de las palabras, a leer entre líneas, aunque pensaba que eran imaginaciones mías. No, no puede ser, me decía. Una tarde, mientras tomábamos un café, Antonio me habló sobre Pepito.
—Pepito ahora está en una residencia de ancianos —dijo Antonio con voz quebrada—. El Alzheimer me lo ha quitado, aunque físicamente siga aquí. Todos los días voy a verle, pero no me reconoce. Es como si, después de todo lo que hemos pasado y sufrido para estar juntos, ahora no pudiéramos estarlo. Siento que estoy perdiendo a mi amor, como si él hubiera muerto justo ahora que por fin no tenemos que ocultarnos.
Me sorprendí al escuchar la confesión de Antonio. Aunque estaba acostumbrado a las parejas gays en la actualidad, nunca había pensado que también pudiera haberlas antes, en la época de Antonio y Pepito. Me sentí algo estúpido por no haberlo considerado antes.
—No puedo imaginar lo difícil que debió de ser para vosotros en esos tiempos —dije, admirando la fortaleza de Antonio y Pepito. Desde ese día comencé a verle con otros ojos.
De vez en cuando, y con la confianza que ya tenía con Antonio, iba a visitar a Pepito en la residencia. Él estaba allí, inexpresivo, tapándose la nariz de vez en cuando con un viejo pañuelo. Yo le hablaba y le preguntaba sobre su vida, pero él, en la mayoría de las ocasiones, me miraba con una expresión perdida, de desconcierto. Los médicos me aconsejaban que no albergara demasiadas esperanzas, ya que, dada la avanzada edad de Pepito, era poco probable una mejoría. Era incapaz de comprender cómo era posible que en estos tiempos no hubiera una cura para una enfermedad tan terrible como el Alzheimer.
1955
Las noches se convirtieron en su refugio, y el olivo bajo el cual se encontraban, en su lugar seguro. Había algo especial en ese sitio, como si las ramas del viejo árbol les protegieran y arroparan. ¿Cuántos dramas, muertes, risas, fiestas, lecturas o historias de amor habían sucedido bajo estos centenarios olivos? Pepito guardaba como un tesoro un pañuelo que le había dado Antonio para que se acordara de él. Un pañuelo impregnado con el olor de Antonio, de los campos, del aceite de oliva. Ese aroma le daba fuerzas para soportar los días llenos de fingimientos ante sus padres, de miedo a ser descubiertos y de aguantarse las ganas de gritarle a todo el mundo que estaban juntos.
No obstante, no todas las veces que se juntaban eran momentos de amor y pasión. Había noches en las que Pepito lloraba en el hombro de Antonio, temeroso de su relación, de su futuro, con miedo de lo que podría pasar si alguien los descubría. Antonio, más fuerte y protector, siempre sabía qué decirle para calmarlo, asegurándole que, mientras estuvieran juntos, podrían con todo.
Sabían que tenían que tener cuidado, que su relación era un riesgo constante. Y aunque por su situación y condición habían pensado en dejarlo, no podrían evitarlo, su amor era real. En un mundo que los rechazaba, habían encontrado en el otro un refugio, un hogar, un consuelo.
Un día la tragedia golpeó a la familia de Pepito de forma devastadora. Un accidente de coche se llevó la vida de todos los miembros de su familia, excepto la suya, ya que ese día se había quedado en casa fingiendo una ligera fiebre para aprovechar el viaje de su familia para estar con Antonio sin la vigilante mirada de sus padres. Aunque heredó todo, Pepito estaba sumido en el luto, el dolor y la tristeza, especialmente por la pérdida de sus hermanos pequeños. Antonio, siempre a su lado, fue su apoyo, brindándole consuelo y ánimo durante sus momentos de recaída. Gradualmente, Antonio se hizo cargo de administrar la finca, ya que Pepito no tenía conocimientos ni interés en hacerlo.
2010
La noticia de la muerte de Antonio me trastornó profundamente. Se había convertido en más que un cliente, se había convertido en un amigo, casi en un padre. A medida que pasaban los días, empezó a rondarme una idea: visitar a Pepito en la residencia de manera más regular, quizás semanalmente. Aunque su enfermedad le impedía acordarse y reconocer a nadie, alguien tenía que acordarse de él, no se merecía estar solo, sin visitas. No podía permitirlo.
Navidad de 2015
Decidí visitar a Pepito por la mañana en lugar de por la tarde, ya que había quedado con mi familia para tomar algo antes de la cena de Nochebuena y no quería dejar de ver a Pepito en este día tan especial. Al llegar, me senté a su lado y, con la esperanza de provocar alguna reacción, le mostré una botella de aquel aceite especial que Antonio me regalaba todos los años, ‘Cinéreo‘. La noche anterior, preparando las cosas para la cena de nochebuena, descubrí que todavía me quedaba alguna botella y se me había ocurrido la idea. Quizá reconociera el aceite que hacía Antonio todos los años. Al principio, Pepito parecía estar sumido en su propio mundo, mirando por la ventana como se mecían los árboles de la plaza, a los niños correr, a la gente bebiendo en las terrazas de los bares, pero poco a poco, noté un cambio en su mirada, vi como poco a poco estaba regresando desde muy lejos. De repente, enfocó sus ojos en la botella y luego en mí. Me conmoví hasta las lágrimas.
—Mi aceite, mi aceite especial —murmuró Pepito con voz cascada y ronca—. Gracias. He esperado mucho tiempo. Antonio ya no está, ¿verdad? Sabía que ese día llegaría. No creo que yo tarde mucho en reunirme con él. Qué suerte tenéis los jóvenes, que podéis amar a quién queráis, libremente. Gracias por venir a verme, y aunque a mí se me olviden las cosas, por favor, sigue viniendo. Eres un sol.
Tras pronunciar estas palabras, me puso en la mano su viejo pañuelo, acarició con cariño mi cara y volvió a dirigir su mirada hacia la ventana, quedando de nuevo en silencio. Salí de la residencia emocionado y contento, guardándomelo como recuerdo.
Un mes más tarde, fui sacudido por una llamada de la residencia, informándome de la muerte de Pepito. Me dijeron que no tenían a nadie más a quien llamar. Me comentaron que desde Navidad se había dejado, que no quería comer nada ni moverse de la cama, como si hubiera decidido irse de este mundo. Aquella noche, asistí al velatorio de Pepito, un evento sombrío con poca concurrencia, y al día siguiente por la mañana al entierro, al cual acudieron aún menos personas. Una vez terminado todo, volví cabizbajo al trabajo. Nada más llegar a la oficina me recordaron los compañeros que tenía que ir a la notaría para un trámite que tenía pendiente de un cliente y que cumplía ese mismo día. Una vez allí y terminado ese trámite, para mi asombro, el notario, amigo mío después de tantos años trabajando juntos, me llamó a su despacho. Al verme intrigado me dijo que no me preocupara, que no era ningún trámite de trabajo, sino de un asunto personal. Me dijo que él era el albacea tanto de Pepito como de Antonio, y que era el encargado de ejecutar su testamento. Para mi asombro me dijo que los dos me habían dejado en herencia todo su patrimonio y bienes. Además, también me habían dejado un sobre.
Con el corazón acelerado y las manos temblando, cogí el sobre de las manos del notario y lo abrí en ese mismo instante, bajo su curiosa mirada.
La carta databa de más de veinte años atrás:
“Querido Alberto, soy Pepito,
Si estás leyendo esto, Antonio y yo ya no estamos en este mundo. Nuestra vida ha estado marcada por la injusticia, la intolerancia y el sufrimiento, por las restricciones de nuestra época, los prejuicios y el temor constante de ser descubiertos. Nuestro amor siempre fue verdadero, pero en un principio nos teníamos que ocultar, teníamos que llevarlo en secreto. El estatus de mi familia y que obviamente éramos dos hombres lo hacían imposible. Antes de darnos cuenta de cómo éramos realmente, de nuestro verdadero ser, Antonio tuvo una relación con una mujer que lo abandonó al enterarse de «los gustos» que tenía, dejándole a cargo de su hijo recién nacido: tú, mi querido Alberto. Decidimos criarte juntos, en mi enorme y solitario cortijo, dándote a escondidas todo el amor del mundo. Tu carita tan bonita, tu risa contagiosa… tú y tu padre me ayudasteis a salir del pozo en el que me hundí con la muerte de mi familia y de mis pequeños hermanos. Y aunque la alegría que nos diste fue inmensa, también lo fue nuestro temor. La gente sospechaba, hablaban de por qué el hijo del mozo de cuadras se estaba criando en el cortijo del señorito, y de por qué el mozo pasaba tanto tiempo con ellos. Nosotros, jóvenes, asustados e inexpertos, tomamos la decisión, una de la que me arrepentiré toda la vida, la de confiarte a una familia de jornaleros de confianza para que te cuidara, como si fueses su hijo. Durante todos estos años, desde las sombras, hemos seguido tus pasos, añorando poder hablar contigo, abrazarte, comerte a besos. A la familia que conoces como tus padres adoptivos les estaré siempre agradecido. Y tú, mi amor, eres el hijo de Antonio… nuestro hijo.”
Levanté la vista del papel, sin poder hablar, con las lágrimas rodando por mis mejillas. No podía pensar con claridad, tenía tantas preguntas…¿cómo me había podido cambiar la vida tanto en un instante?
Un mes después, ya más tranquilo y aún asumiendo todavía mi nueva situación, me mudé al cortijo que había heredado, ahora mi hogar. Lo primero que hice fue dar un paseo por los olivares que habían sido testigos del amor de mis padres, mis verdaderos padres, Antonio y Pepito, imaginándomelos besándose a escondidas, con miedo. Cuando se hizo de noche encontré un viejo olivo. Me senté cansado bajo sus ramas y al ver el tono grisáceo de la luz de la luna sobre los campos, comprendí por qué el aceite ese tan especial que todos los años había hecho Antonio se llamaba ‘Cinéreo’, el color pálido de la luna, y comprendí que mi vida había sido tejida con los hilos invisibles de un verdadero amor, un amor que había sobrevivido a los tiempos difíciles que les había tocado vivir. Decidí seguir con su estela y continuar con la producción de ese aceite con tanto significado para mí, aunque ahora le cambié el nombre por el de ‘Antonio y Pepito’, honrando así el legado de mis padres y el amor tan trágico y maravilloso que habían vivido.