33. Volvieron a volar
‒No, Manuel. No quiero leer. Está todo tan seco…
‒Entonces no sabes que descubrieron una balsa de agua subterránea en la Serrezuela. Parece que es enorme. Con ella regarán muchas hectáreas.
‒¿De qué quieres hablar, Manuel?
‒Pues de eso, María, del descubrimiento que cambiará nuestra vida a partir de ahora, y le dará otra esperanza a nuestro olivar. No emigraremos. Nos quedaremos para siempre aquí.
‒Ahora ya no puedo cambiar, Manuel.
‒Vamos, mujer, anímate, que esa tristeza te va a enfermar.
Sentados en su azotea, frente al Aznaitín, con el desaliento en sus pupilas, no percibieron que la soñada humedad, extendiéndose por los campos sedientos, estuviera tan cerca. Tan cerca, que estaba dando savia nueva a los resecos olivos centenarios, haciendo prístina la tarde.
‒Manuel, ¿has visto? El sol se ha puesto por Jimena. Ya no hay cielo ni olivar. Se han fundido en un abrazo.
‒Dame la mano, aprieta la mía, y alcemos el vuelo también.
La noche cerró y, posando María sus labios temblorosos en la boca húmeda de Manuel, agarrados, se elevaron por encima de aquella inmensidad verde perfumada de aceites de almazaras con regusto a eternidad.