32. Las mariposas de aceite

Francisco Rodríguez Vargas

 

-Enciende las mariposas, ya mismo dan las doce, empieza el día de los Santos y tenemos mucho por hacer.

-Es que no sé cuántas…

-Siempre igual. Una por cada difunto. Cuenta. Abuelos, bisabuelos, padres…Hazlo, que no puedo más. Con las flores y las coronas me falta tiempo.

Llenó dos lebrillos con agua y aceite, y fue encendiendo las mariposas.

Al depositarlas, nombraba, acongojada, a los difuntos.

Cada nombre, un escalofrío. Siempre pensó que a los muertos había que dejarlos tranquilos, pero su hermana era inamovible.

Lo habían hecho  sus antepasadas, y ahora ellas.

Mientras preparaban, llenaba el aire el rezo de una letanía…,y un helor que sobrecogía. Pero no lo referían.

Dieron las doce…, las campanas tañeron despertando a las ánimas.

Entonces vieron las mariposas de luto elevarse sobre los lebrillos. El ambiente se impregnó con el olor del aceite de Mágina, la tierra que acogió sus cuerpos inertes después de cada funeral.

Por cada uno se plantó un olivo en el carril del cementerio.

Pasó la noche. Amaneciendo, sin mariposas ni aceite, al acercarse al camposanto, en los olivos del camino vieron marcas profundas.

Todos dijeron que serían cicatrices de la edad.

Solo ellas sabían.