32. Memoria de un olvido

Violeta

 

No me apetecía quedar con él,  pero había transcurrido tanto tiempo desde la última vez que nos viéramos  que no tuve el valor necesario para negarme. Ya había rechazado  dos o tres  invitaciones   anteriores,  no recuerdo con qué pretextos. Supongo que me  justificaría   por la distancia, ˗él seguía viviendo en el pueblo y yo me mudé a la  costa del sol˗ , o por   estar muy  atareado ayudando a mi hija María, que había empezado, por entonces, a trabajar como profesora asociada en la Universidad y le venía de perlas que tanto su madre como yo  le ayudáramos con el crío, sobre todo, cuando el papanatas de su pareja y  padre de la criatura  dio la estampida.    Haría cosa   de diez años que no   veía a Enrique.  Fuimos íntimos en su tiempo. Desde la infancia, pero el tiempo, eso que antes tanto nos uniera,  la distancia y el olvido lo separó.

<<Tengo algo importante que decirte>>, fue el lacónico motivo que esgrimió Enrique para el que nos volviéramos a ver.  Esta vez de un modo que no admitía  evasivas.

Nos conocimos en la escuela y nos caímos bien enseguida.  Nuestra amistad  fraguó con la rapidez y la contundencia  del cemento. Nos complementábamos muy bien.  Enrique era quien ponía voz a nuestras conversaciones y yo me limitaba a acompañarle en  segundo plano en la ejecución práctica de aquellas ideas que no paraban de surgir en su cabecita que más bien parecía una olla en ebullición de  fantasía.   Yo me limitaba a escuchar. Nunca me ha gustado  mucho hablar y menos el hablar por hablar  y a medida que crecía  menos aún  si esto suponía  el tener que  luchar para poder intervenir y que no te interrumpieran. La gente tiene la mala costumbre de no dejarte terminar tus frases o  bien acabarlas ellos.  Prefiero, en estos casos, que son la mayoría de las veces,  seguir callado y escuchar o aparentar que escucho. A la gente  del pueblo este proceder le parecía extraño y  solía decir de mí  que tenía mala memoria para recordar los nombres (sobre todo los apodos)  y otras cosas y   que eso era porque no prestaba  suficiente atención a la gente cuando hablaba.  Que era un ensimismado.  Enrique compensaba mi mutismo.  Hablaba por mí. Era   algo más corpulento  e intentó  (sin demasiado éxito)  convertirse en mi protector en el colegio.  Berridos, un personaje muy peculiar, agresivo y enfadado con el mundo desde que nació, me tenía enfilado. Era grandullón, de cabeza y cuellos enormes,  nervioso y de no muchas luces, que hablaba atropelladamente y a gritos ( por eso, supongo que le apodarían  berridos) y  que siempre andaba buscando gresca.

<<Verás cómo ya no se mete más con nosotros>>, me decía Enrique al verme con la cara ensangrentada tras sufrir una embestida de ira de  berridos.

Pero nunca  era la última.

Las fincas de olivos del padre  de Enrique (que luego heredó él)  y de las de mi madre (que luego  herede y trabajé yo hasta que las vendí a mis cuñados) no quedaban demasiado lejos una de la otra, pero las separaba  el cerro de la ermita de la Virgen de Gracia.  Un cerro que marcaba la divisoria entre dos mundos de olivares. El de la campiña al norte, donde Enrique tenía sus preciados olivares  y el de la sierra al sur, donde  yo tenía los míos, de no abundante cosecha, pero de mucha más calidad.

De camino  de la costa al pueblo  para reunirme con Enrique tenía  la extraña sensación de estar realizando un viaje dentro de otro viaje.  Un viaje por el tiempo (hacia atrás) a través del espacio. Regresaba a mi pasado olvidado  y a mis orígenes.  Al poco de ir conduciendo el paisaje alrededor de la  autovía  me recordaba  al paisaje de lo que fue mi vida   décadas atrás. Olivares a ambos lados de la carretera, como gigantescos ejércitos de verde y plata  guardando filas sobre al territorio  perdiéndose a través del espejo retrovisor.

La hacienda donde habíamos quedado era un complejo hostelero y turístico enclavado en el corazón del olivar jienense. Era verano y al salir del automóvil la bienvenida a mi tierra consistió en  una soberana bofetada de calor. Entré al restaurante y al fondo reconocí la silueta de Enrique. Al lado de nuestra mesa había otra con un hombre y una mujer relativamente jóvenes vestidos de manera muy elegante que hablaban  alegremente   mientras hojeaban las enormes cartas del restaurante  desplegándolas entre  sus manos.

⸺ Qué alegría verte, Enrique. Diez años no son nada –dije extendiendo una sonrisa como quien despliega un abanico.

⸺Catorce años, Manuel, desde la última vez que nos vimos- corrigió mientras me abrazaba  dando  sonoras palmadas a  mi espalda  y arqueando el pecho para dejar un pequeño espacio entre nosotros.

Noté a Enrique envejecido, quiero decir más avejentado  de lo que debería. Tenía ojeras y un aspecto demacrado. No sé si él pensaría igual de mí. La vejez  no nos la revela  el espejo sino la mirada al  rostro de con quién  una vez compartimos   juventud.

⸺¿Qué tal va todo?-pregunté pensando  en que el   misterioso motivo del encuentro. ⸺¿No echas de menos el pueblo, el campo, los olivares?˗  preguntó en respuesta a mi pregunta-Todo aquello fue tu vida como lo ha sido para mí.

Me froté el entrecejo con el dedo índice y pulgar en un gesto involuntario de cansancio. Una señal subliminal de que estaba arrepintiéndome de haber hecho más de trescientos kilómetros  para  acudir a la cita.

⸺Cuando María  encontró trabajo en la costa  primero arrastró a su madre. Ya sabes. Cuidar del  nieto y todo eso.  Al principio fue por temporadas y,  luego, cuando el imbécil de su pareja se largó  esas temporadas se fueron alargando hasta que  dejaron de ser temporadas para ser algo  permanente  y   no supe decir que no. Quizás en el fondo también yo quería cambiar de aires.  Cuando vendí la casa y los olivares a mis cuñados  no había vuelta atrás. ¿Y tú, cómo sigues?

Enrique  clavó su mirada  en mí como dos puñales.  Noté como su atención se escapaba del momento presente  hacia el  pasado huyendo por entre los inmensos olivares que se observaban  tras las cristaleras del restaurante y el silencio  quedó inundado por la conversación de la pareja  de la mesa contigua. Los observé de reojo. La mujer era  atractiva. Tendría unos cuarenta años, cabello y tez morena y el hombre algunos  kilos de más. Me entretuve  en jugar a ser detective. Imaginé que sería  una comida de trabajo o  Esposa y marido; Amigos o, tal vez,  amantes. Estaba en estas cavilaciones cuando Enrique reanudó la conversación:

⸺Seguir, lo que es  seguir, sigo como siempre. Mi hijo el mayor se quedó con los olivares.  Le echo una mano. Buscándole temporeros; Casas vacías  en el pueblo para alojarlos y  un sinfín  de pequeñas cosas más.  Le va bien. En apenas diez años ha quedado limpio con el banco y ha logrado ampliar las lindes de la finca.

⸺¿Amplió tu finca?, ¿por dónde? ¿por la finca de los Majuelos ? ̶  pregunté sorprendido.

La finca de los Majuelos pertenecía a los Mayenzos. Una familia, en tiempos acomodada, con la que la familia de  Enrique mantenía una larvada enemistad. Que su hijo hubiera  ampliado la finca justo por  ahí seguro que le habría brindado una doble satisfacción que  me fue confirmada rápidamente con el esbozo de  una sonrisa maliciosa  en la boca de Enrique. Aquella sonrisa me hizo recordar cuando me explicaba los supuestos continuos feos y afrentas  que les hacían los Mayenzos  durante  nuestras colas esperando turno en la almazara de la cooperativa para descargar nuestros remolques cargados de aceituna y de esperanza.

Llegó la camarera para tomarnos nota. Una joven morena hipertatuada en los brazos e imagino que en el resto de su cuerpo.  Mientras Enrique estudiaba la carta yo miraba de reojo a la mujer de la mesa contigua. Era ciertamente resultona  y comenzaba a sentir una pequeña envidia por el  hombre que estaba sentado frente a ella.

⸺ ¿Qué tal  Eva? ¿Está bien? –dijo Enrique tras dejar la carta sobre la mesa- Joder, me gustaría verla también a  ella, aunque ahora  me da envidia ver a los matrimonios que llevan tanto tiempo juntos.

Intuí que él ya no estaba con su mujer, pero no recordaba su nombre y no sabía cómo continuar.

⸺¿Por qué te dan ahora  envidia los matrimonios que llevan tiempo?

La atención de Enrique volvió a perderse por entre aquellas hileras de olivares tendiendo hacia  el horizonte  lo que aproveché para saborear la copa de vino  poniendo el interés en la conversación de la mesa de al lado.  La opción marido y mujer o pareja  quedaba descartada. La mujer acababa de decirle  que  su marido había reservado un viaje con ella y  sus hijos para la semana siguiente.

⸺Sigo casado, técnicamente –especificó Enrique–, pero es  pura pantomima–dijo  tras  regresar de su viaje imaginario por el tiempo y los olivares.

Seguía sin acordarme del nombre de su esposa por más que me estrujaba la sesera como una esponja  a la que se quiere  sacar toda el agua después de darte una ducha.  Me venía  el nombre de Nuria, pero ese era el de la hija –tampoco me acordaba de nombre del hijo que había continuado con el olivar–  Por más esfuerzos que hiciera  no daba con los nombres sepultados y olvidados  en el pozo de mi memoria  por más que me estrujara    y decidí  dar otro trago a la copa de vino.

⸺Hace unas semanas vi  a  aceites.  Estaba en un chiringuito de playa comiendo,  cruzamos la mirada en un par de ocasiones, pero se hizo el loco. Igual no me reconoció.  Aceites era el mote de  Francisco  un amigo común de Enrique y mío. Le llamaban “aceites”, porque su abuelo, un hombre con mucha visión comercial para la época y la mentalidad de entonces  fue el primero en montar una cooperativa allí. Yo nunca me dirigí a él con ese apodo.  El nieto, Francisco, tenía madera de líder y gracias a él la cooperativa logró que se modernizara y mejorara la producción y el envasado del aceite.

⸺Es un hijo de la gran puta-dijo con los ojos encendidos como ascuas.

Encogí los hombros y dibujé una mueca con forma de interrogación en la boca. Respiré hondo y preferí, antes de preguntar por qué decía eso de él, mojar una sopa de un estupendo aceite de degustación que la camarera nos había servido mientras marchaban nuestros platos.  Echaba de menos el picual, mucho más picante que la variedad hojiblanca más extendida en la costa malagueña , mucho más suave y de sabor más apagado para mí gusto que el excelente picual que estaba degustando y cuyo picor en la garganta reavivaba mis recuerdos olvidados  en el pueblo.

⸺El aceites no tuvo mejor ocurrencia que liarse con mi mujer –prosiguió–. Lo sabías ¿verdad? Por eso lo has mencionado.

Meneé  la cabeza de un lado a otro como si así pudiera borrar en el aire mis palabras anteriores.

⸺Para qué has querido que viniera a verte-pregunté con  tono molesto.

⸺…

Aproveché para levantarme e ir a los aseos. Allí me encontré con el hombre de la mesa de al lado. Acaba de sacar una caja de condones de un dispensador y ante mi sonrisa involuntaria y  pícara me devolvió un gesto de desdén. En mi cabeza ya solo quedó en pié  la opción de amantes y al acercarme al urinario experimenté una ligera excitación sexual pensado en qué haría aquella pareja  tras los postres. Cuando regresé  a la mesa me encontré con Enrique sumido en  un profundo silencio y el contraste de una animada conversación en la mesa contigua.

⸺Recuerdas la cena que diste en tu casa como despedida cuando decidisteis abandonar el pueblo y marcharos  a la costa –dijo Enrique al advertir mi presencia.

Aquella observación me cogió desprevenido. No recordé al momento aquella cena aunque en mi ayuda surgieron algunas imágenes del fondo de mi memoria  que, vagamente como la luz entre la niebla querían  corroborar sus palabras.

⸺Diste un pequeño discurso–prosiguió Enrique– sobre lo que significaba la amistad. Lo recuerdo perfectamente. Decías que la amistad requiere tiempo y mimo y también para que nunca se perdiera el no  esperar mucho ni de la amistad ni de nada porque, en general, como con todo,   cuanto menos se espere  mejor, y así lo     poco o mucho que te encuentres  se valora mucho más.

⸺Todo eso dije yo –pregunté sorprendido.

⸺Sí, lo recuerdo como si el discurso lo acabaras de decir ahora.  Lo estoy viendo. Eva a tu lado; mi mujer cuando de verdad lo era, enfrente y   el hijo puta del aceites con su sonrisa tan falsa chocando su copa contra la mía. El muy cabrón.

⸺Vaya, sí que tienes buena memoria – dije, pensando que para una buena amistad  quizás no conviniera tenerla demasiado buena.

⸺Te veo feliz, Manuel –dijo casi como sorprendido.

⸺”…”

Por contraposición no era difícil intuir que él no lo estaba.

–Estuvimos trabajando en nuestra juventud –continuó– y etapa adulta por nuestros olivos. Deslomándonos. De manera entregada. Aquellos olivares no es que formaran parte de nuestra vida, eran sencillamente  nuestra vida  y tú, de repente, sin más, un buen día te marchaste del pueblo y adiós y ya casi parece que no te acuerdas de  eso, de  tu pasado. Parece que no te importe y quizás, en el fondo, tengas razón y eso sea lo mejor.

⸺Tú, en cambio, sigues con tus tierras, tu hijo las lleva y trabaja  y las ha ampliado, no veo porque tú no debas de estar también feliz. Yo, como los olivos, me  adapto a lo que hay. Me entregué a ellos hasta que la vida me encaminó a otro lugar.

⸺Han encontrado  el cuerpo de  berridos.

⸺…

⸺Aún no lo han identificado.  En el pueblo dicen que un grupo de espeleólogos durante una visita a la cañada de las mieses se perdieron por las grutas y buscando la salida   se encontraron un esqueleto. Imagino que ahora lo estará  analizando la policía científica y los forenses.

⸺Igual se trata de los huesos de otro-dije con el miedo estrujándome la garganta.

⸺No digas gilipolleces, Manuel. Qué  otros huesos más que los de  berridos  iban a  estar allí.

⸺…

⸺Menos mal que cuarenta años, menos los huesos se comen todo.

Sentí un opresión tal  en mi cabeza que comenzaba a recordar en un instante  todo el olvido de años con  el que había intentado sobrevivir.

Cerré los ojos y comencé a recordar como si hubiera ocurrido hace un instante todo lo durante tanto tiempo intenté con todas mis fuerzas  olvidar para siempre. Nuestra idea era darle un escarmiento. Vengarnos de todas las afrentas y bofetadas que nos daba  Berridos sin venir a cuento. El plan lo urdió (como siempre) Enrique. Consistía en dejarlo abandonado y medio desnudo  en la quinta puñeta  y de noche a kilómetros y kilómetros del pueblo lejos de cualquier carretera o camino.  Para nuestra sorpresa Berridos se mostró dócil  cuando me vio apuntarle con una escopeta que Enrique cogió a su padre y  obedeció sin rechistar nuestras órdenes. Se metió en la parte de atrás del Land Rover sin decir una sola palabra y ningún grito. Aunque por mucho que gritara al ser  las ferias del pueblo aquello pasaría desapercibido. Enrique y yo  nos sentimos en aquel momento seres mágicos y poderosos domando a un feroz dragón. Supongo también que  Berridos al ver mi pulso poco firme cerca del gatillo le hizo comprender que lo mejor sería  seguirnos la corriente. A Enrique su padre le había enseñado a conducir el Land Rover  y aunque aún le quedaban unos años para sacarse el  el carnet de conducir sabía manejarse perfectamente con él, conduciendo por entre las lomas y vaguadas como si estuviera en un rally.

Berridos dijo algo para distraernos e  intentó zafarse. Se abalanzó sobre mí. No sé cómo paso. Solo oí el ruido de un disparo y Berridos abrazarse sobre mí con una mirada infinitamente perdida.

Perdida para siempre.

 

El silencio hizo que volviera  a abrir los ojos y  la luz del restaurante inundó de nuevo mis retinas.  Masticamos bocados,  silencio y dolor un buen rato, sin mirarnos a la cara  hasta que pudimos recomponernos como quién recompone un espejo roto uniendo  los trozos de cristal  conociendo  ya que  la imagen  que devuelva ese espejo atravesada por mil suturas   nunca será igual.

Al rato  seguimos hablando de cosas de la actualidad y cosas intrascendentes mientras las manecillas del reloj hacían su trabajo. Intentábamos así desviar con palabras el enorme tráiler de toneladas de recuerdos que venía directo a nosotros para aplastarnos. A través de la cristalera vi como los que estaban antes en la mesa de al lado abandonaban el lugar cada uno en un coche diferente, pero con la intuición de que iban a amarse  en alguna habitación de hotel o donde fuera.

A la despedida brindamos con una copa orujo con la que la camarera nos obsequió  a pesar de que tenía que conducir para el camino de vuelta y quedamos emplazados para no dejar pasar tanto tiempo para el próximo encuentro. Esta vez con Eva.  Aunque los dos ya sabíamos que lo mejor noticia sería el que no nos volviéramos a cruzar nunca más en la vida.

Pensé en la pobre madre de Berridos.  Imagino que cuando le dieran la noticia del descubrimiento del esqueleto de su hijo sería como morir  por segunda vez en vida. Quizás yo también estuviera ya, de algún modo, muerto en el lodo de la desmemoria  como aquel olivo que, de repente, un buen día comienza a secarse.  La única posibilidad para resistir  era el olvido. El olvido de lo que fue mi vida en el pueblo con sus olivares y  su influjo mágico  anclando  con un amor infinito a una tierra  de todos y  de nadie. Solo del  tiempo y la memoria.

Y del olvido.