
315. Si mis olivos hablaran
Lo miré desde la puerta de la finca como si fuera la primera vez.
Llevaba más de 20 días sin regar.
Los mismos motivos de siempre; la escasez y el encarecimiento del agua, la ausencia de precipitaciones.
Me acerqué a él y le dije en voz alta: “Resiste amigo”.
Si mis olivos hablaran, hablarían de su nacimiento en las zonas de medianía de un pueblo situado en una pequeña isla atlántica, de la dureza de enraizar en la tierra caliza volcánica. Hablarían de las sequías interminables, de la búsqueda de agua por los subsuelos de la finca.
Recordarían las plagas sobrevenidas y conversarían sobre el azote de los alisios en los días de verano, el calor y la calima.
Si mis olivos hablaran, contarían las vidas de varias generaciones. La de mi tío Cristóbal, que allá por 1900 plantó un esqueje de acebuche, que, injertado con olivo, me recibe hoy como tallo erguido que alcanza la altura de seis metros. La de mi padre Cándido, que, iba podando las ramas y cargando peso en ellas para crear lo que hoy es una escalera hacia el cielo. La de mi madre Francisca, que, en tiempos de ordeño, desde ese tronco de ahora dos metros, se quejaba de que las aceitunas más hermosas siempre estuvieran más cerca de su vista que de sus manos. La de mi hermano menor y mía, que crecimos con ellos, escalamos sus ramas, cosechamos y compartimos sus frutos. La de la vida de mi hija, que, acompañándola en forma de ramo al ayuntamiento, prometió su amor a mi yerno.
Hoy, después de dos días de lluvia intensa, viendo sus brotes verdes, me acerco a él de nuevo.
Si mis olivos hablaran, que cuenten historias del pueblo, de la finca de mis padres, de mis nietos y bisnietos.