
31. The End
La película iba de una chica empeñada en devolver a la hacienda familiar un olivo milenario. Su padre y su tío lo habían vendido desobedeciendo la voluntad de su abuelo, y el hombre no levantaba cabeza desde entonces. No llegué a meterme en la trama. Me perdía en lo que me pareció un lío de conflictos generacionales —dos hermanos mal avenidos cuyos particulares motivos no entendí, un viejo que seguramente habría hecho mejor tomándose las cosas de otro modo, una joven presuntuosa y malhumorada con la que mi innata mansedumbre nunca conectó—, mientras contemplaba incrédulo cómo un pueblo entero, sumándose a la causa, se movilizaba por un simple árbol. Admito que hubo momentos que despertaron mi interés, aunque la mayor parte del tiempo estuve mirando la pantalla como quien ve llover. Hasta pensé, cuando acabó, que habían dejado la historia a medio contar.
Marta, mi novia, que había accedido a acompañarme al cine después de insistirle durante tres semanas, me dijo que el fallo no estaba en el argumento, sino en mí: en mi indiferencia hacia las razones de los demás y mi indolencia ante sus sentimientos, en mi probada ineptitud para darme cuenta de cuándo algo ha terminado.