308. Caminos

Fea Blanco

 

¿Y si tu salvación fuera mi condena?

Llevo caminando junto a ti tanto tiempo que las agujas de mi reloj han desdibujado las horas para marcar sólo los trazos que conforman tu figura. Ni siquiera recuerdo hacia dónde dirigí mis primeros pasos cuando salí de casa. Sólo sé que seguía los tuyos. Los mismos que me han conducido a esta especie de destierro.

Desde aquí, la distancia para llegar a cualquier otro lugar al que pueda llamar hogar me parece tan insalvable que siento que la lejanía me sepulta y me ahoga, y es entonces, cuando menos aire me queda, cuando más cerca de ti me encuentro, y con desesperación vuelvo a llenar mi pecho hasta que duele para esquivar cualquier conexión contigo.

Reina el silencio y, en mi debilidad, a veces deseo ser un fresco arroyo para dejar escapar de entre mi corriente un murmullo constante. Sin embargo, he comprendido que cualquiera que se acomodara en mis orillas para escucharme podría enturbiar mis aguas, y he decidido que nunca las dejaré correr.

He enmudecido y a falta de voz mis ojos han aprendido a hablar. Sólo la luna sabe descifrar el lenguaje que despliega mi mirada y, de noche, cuando mi confesora acude a atender mis delirios visuales, me purga con lágrimas que derrama por mi rostro, como lluvia serena que limpia y apacigua la ciudad.

Vuelvo a hacerme la misma pregunta mientras sucumbo al sueño del que irremediablemente despertaré con la angustiosa certeza de que mi pesadilla aún no ha terminado: ¿y si tu salvación fuera mi condena?

El fin de una guerra civil sólo significa la conclusión de la contienda militar. Durante años, regadas como si fueran un campo de minas, el país conservará candentes las brasas de la represión hacia todo aquel posible enemigo del nuevo orden. Quienes no quedaron señalados, procurarán el anonimato de una vida a media luz que les permita pasar desapercibidos y, relegados a una existencia gris, aguardarán con paciencia la llegada de nuevos vientos que barran las cenizas de la confrontación.

Aquéllos que, por el contrario, tomaron la decisión de declararse abiertamente contrarios, sentenciaron sus destinos a una huida tan incierta como indeterminados son los caminos por los que tendrán que vagar.

¿Y si tu salvación fuera mi condena? Resuenan en mi cabeza ecos de un martirio que no cesa.

Marchamos por tierras de Jaén, lejos de todo aquello que nos era conocido y que nos hacía reconocibles. Sin mapas de navegación que nos muestren el rumbo más acertado, nos adentramos en el mar de olivos que inunda la región como náufragos que anhelan jamás ser encontrados.

Una tierra que clama por manos que la trabajen no excluye, y cualquier diferencia existente entre unos y otros se diluye con el sudor de jornadas maratonianas que, bajo el mismo sol, hombro con hombro, no erigen más credo que el del esfuerzo ni más signo político que el del subsistir.

Al despuntar el alba regresamos a la vereda que abandonamos al oscurecer y retomamos la travesía. A nuestras espaldas, un exiguo equipaje que hace de improvisado camastro allí donde paramos, rara vez bajo techo. Sobre mi pecho, colgado al cuello, el guardapelo de mi madre.

Hacía días que no la veía cuando mi padre me lo entregó. Poco después emprendimos la partida.

Con una diminuta cerradura como cierre, pero sin la pequeña llave que lo abre, aún desconozco qué esconde dentro. Me resisto a creer que sólo contenga un mechón del cabello de mi madre y no desfallezco en mi empeño de vencer, con llave o sin ella, el mecanismo de la minúscula cerradura, porque al abrirlo, al contrario que la caja de Pandora que extendió todos los males por el mundo, sé que hará regresar todo el bien, al menos a mi vida.

¿Y si tu salvación fuera mi condena? Es recurrente el sentimiento de indefensión cuando no se halla amparo.

Con los ojos fijos hacia el frente, impasibles, tratamos de avanzar sin mirarnos. Nuestros labios sellados son el dique para tantos reproches reprimidos que, al no hallar salida, se agolpan y emponzoñan y agrian nuestros semblantes. Tú callas porque quiero creer que la culpa empantana tu lengua en una ciénaga de remordimientos. Yo callo porque no te perdono haber sacrificado mi dicha en nombre de ningún ideal: ¿qué clase de padre arrastra a un hijo al abismo?

Entre olivos, seguimos la estela que otros antes que nosotros han dejado en el horizonte. Pretendemos rendir nuestras extenuadas fuerzas a cualquier cuadrilla que pueda recompensarnos con un par de pesetas o, simplemente, con algo que poder llevarnos a la boca.

Se escucha el trajín de la faena a medida que nos aproximamos al tajo. Mi padre se apresura en dejar en cualquier oquedad la pobre carga a nuestras espaldas. Yo sigo sus pasos. Localiza con facilidad al capataz y rápidamente se dirige hacia él. Enseguida adoptamos una pose sumisa: bajamos la cabeza y anclamos la mirada al suelo. Entonces, mi padre empieza a balbucear confiriendo a su voz un tono de súplica que lo hace la viva imagen de un famélico perro callejero implorando, entre gemidos, algo de comida.

La descorazonadora estampa de unos desdichados padre e hija, fatigados y necesitados de caridad, conmueve y ablanda al mayoral que, sin muchos titubeos, acepta nuestra incorporación a la cuadrilla.

No hay ningún ademán de gratitud, ningún guiño o buen gesto por parte de mi padre. Sólo corre a mezclarse con los otros jornaleros y, sin dilaciones, se encomienda por entero a la tarea.

Yo sigo sus pasos.

Tal vez el influjo de las corrientes de este mar de olivos tan único, o el aroma que desprenden las ramas al ser sacudidas, o, simplemente, el agotamiento, aturden mis sentidos y me liberan del corsé de mi realidad.

Arrodillada y extasiada, me evado, y en ausencia de mi casita de muñecas, jugueteo con aquello que me rodea: un tropel de hojas de olivos y aceitunas.

—No te quedes ninguna atrás… Toda aceituna cuenta, niña—, y con este desdén mi padre cercena mis alas, fulmina mi vuelo, y vuelve a encadenarme a mi cruda existencia.

Aunque no desvío mi mirada del suelo, y a pesar de que intento contener cualquier movimiento para disimular mi perturbación, me retuerzo por dentro de rabia. La ira me subyuga. Aprieto tan fuerte mis dientes unos contra otros que oigo cómo se resquebrajan. Mi cuerpo empieza a temblar y en mi cabeza zumba un enjambre enloquecido que embiste repetidamente. La furia me desborda. Noto cómo mis dientes ceden y se rompen, pero antes de que un tsunami de cólera brote de mi boca y arrase con todo, un cañonazo de dolor hace estallar mis sienes y me desplomo sin sentido.

Cuando vuelvo en sí, un cielo estrellado está velando mi reposo. Despierto sobre el escuálido equipaje que me hace de camastro, escuchando la plácida respiración de mi padre que parece dormir a mi lado. Esta noche no tiene la suficiente oscuridad para poder difuminar lo acontecido durante el día. Reverberan en cada recoveco de mi mente los insistentes tañidos de mi cruel encrucijada: ¿y si tu salvación fuera mi condena?

Con sigilo, como un animal nocturno, me escabullo entre el sopor de las somnolientas horas y, arropada en el lóbrego manto que lo envuelve todo y que provee de tanto secretismo, me marcho.

Cuando la única salida es huir, ni la insondable oscuridad puede socavar ni un ápice el arrojo de caminar hacia lo desconocido.

Paso a paso, uno tras otro, sumando distancias hasta dejar lejos el dolor, voy trazando mi propio camino. Y así, sencillamente andando, aparece la libertad, que entrelaza sus dedos con los míos para recordarme que va conmigo, juega a revolver mis cabellos como buena musa del descontrol y hasta roza con travesura mis labios como una pizpireta canción.

Cuando siento que mi corazón se ha liberado de toda la carga que lo envenenaba; cuando hay un mundo de separación y tantos soles que se hace imposible contarlos, entonces y sólo entonces, paro para recuperar el pulso de mi vida.

Hacía tanto tiempo que no me perdía entre las calles empedradas de una ciudad…, entre sus comercios y escaparates, sus plazoletas y el bullicio de sus gentes… Va cayendo la tarde y las farolas que empiezan a iluminarse llaman al sosiego.

El silencio poco a poco va tomando los espacios que antes ocupaba el alboroto del día a día, y con este mutismo, y con la melancolía que despierta la luz artificial de los faroles sobre las calles vacías, me retraigo en cualquier poyo apartado de un rincón cualquiera de la ciudad.

En este aparte, parece que hasta la libertad se retira en busca de un techo bajo el que descansar, y sin ella, sólo queda soledad y tiempo para reflexionar. Me lamento de mi triste suerte. Asoman las lágrimas que pujan por salir y no encuentro argumentos para convencerlas de que no lo hagan.

—¿No crees, pequeña, que ya va siendo hora de regresar a casa?

La pregunta termina por quebrar mi desgarrada alma, que rompe en un llanto desconsolado.

La bonachona mujer que lanzó con inocencia la invitación asiste resignada a la lacrimógena escena y, entre suspiros, cargada de ropa de cama blanca, como si cada una de mis lágrimas la pusieran al tanto de cada una de mis desventuras y de las de buena parte del país, intenta enjugar mi pena:

—Cálmate, pequeña, esta noche puedes pasarla conmigo… Así me echas una mano colocando estas sábanas… Mañana será otro día.

Fue de este modo cómo me rescató Marcela y pude conocer a una bondadosa mujer ya entrada en años, a la que la guerra civil había dejado un gran corazón totalmente desangelado y una vivienda con muchas alcobas sin dueño. Aunque rota, tratando de aferrarse a la vida, se recompuso haciendo de su hogar una casa de huéspedes, y a la vez que ocupaba con viajeros de paso las estancias vacías, mantenía llenas las alacenas y a raya dolorosos fantasmas que sólo maltrataban su frágil cordura.

Ella me brindó su mano y yo la tomé, y desde entonces hasta hoy han transcurrido casi dieciocho meses con todos sus días, que transcurren haciendo de la casa de huéspedes un lugar confortable para todos aquéllos que hacen un alto en su camino. Algunos de ellos son ya clientes asiduos, y de cada uno de ellos hemos aprendido sus rarezas y peculiaridades.

Al señor Echegaray, viajante de herramientas y aperos del campo, hombre de corta estatura, de carácter despreocupado y amante del comer, le pirra mojar un buen pedazo de pan tierno en aceite de oliva antes de cada comida. Dice que le ayuda a prevenir ardores y digestiones complicadas.

Agotadas las reservas del dorado elixir estomacal del señor Echegaray, y como buenas anfitrionas, me dirijo al comercio de doña María para hacer acopio de más. Subo la cuesta que va a parar a la avenida principal recordando las muchas anécdotas que el señor Echegaray nos ha relatado a Marcela y a mí, y distraída, esbozo una sonrisa involuntaria agradecida de poder tratar con personas tan entrañables.

De repente, una sombra se me interpone y me obliga a frenar en seco. Agitada, rápidamente salgo de mi ensimismamiento y puedo distinguir claramente el obstáculo.

—No puedo creer que seas tú, Esperanza… Cómo has crecido… Y cómo te pareces a tu madre—, apunta con una mezcla de emoción, satisfacción y alegría quien me cierra el paso

Escuchar mi nombre después de tanto tiempo y en boca de un desconocido me aterra, provocando el tiritar de rodillas y mandíbula.

—Tranquilízate, por favor, Esperanza, no era mi intención asustarte—, me solicita apurado el misterioso señor.

—¿Quién es usted? —alcanzo a decir con un pobre y casi inaudible hilo de voz.

—Lo siento, Esperanza, no tengas miedo… Yo…, yo… Digamos que soy un pariente muy cercano que, como tú, me vi obligado a huir -, añadió el caballero.

Se agachó un poco para ponerse a mi altura y, con su rostro frente al mío, me dedicó una sonrisa para transmitirme confianza.

—Dejémoslo aquí; no quiero ponerte en peligro… Desapareceré y seguramente no volveremos a vernos jamás —y prosiguió—. Pero antes de irme, te pido una cosa: prométeme que no seguirás los pasos de las mujeres de esta familia… Prométemelo, Esperanza —me urgió con tono agorero —, o acabarás como todas ellas, entre rejas o peor…

Al percatarse del colgante que pendía de mi cuello cortó de inmediato su discurso y su cara mudó a la palidez de un cuerpo sin vida.

—Esperanza, es el guardapelo de tu madre… —me dijo dirigiendo su mirada al objeto—. Lo siento, no sabía que… —sus ojos empezaban a humedecerse—. ¿Alguna vez te contó que antes de que fuera suyo le perteneció a la abuela Leonora? —mientras continuaba, su mirada parecía perderse en tiempos lejanos —. Fueron mujeres formidables… De la cuna a la tumba… —y al decir esto acarició el colgante.

Apreté el guardapelo con fuerza, como si sólo yo supiera realmente el valor del mismo. Entonces, con total familiaridad, acercó sus labios a mi frente y plasmó un casto beso.

—Me voy, Esperanza… Te pido una cosa más, por favor: atiende a tu padre… Él no tiene la culpa de quedar prendado de una temeraria… Él sólo es… Un tonto enamorado.

Y de la misma manera que apareció, de súbito, se marchó, y quedé plantada en mitad del desorden que había originado en mi cabeza, agarrando el guardapelo de mi madre, como si fuera el único punto de sujeción en este torbellino de dudas que había desatado.

Regreso a casa de Marcela como una sonámbula. No encuentro pautas que me lleven al entendimiento y a la calma. Estoy intranquila, ausente y perdida.

—Buen aceite de oliva este —señaló el señor Echegaray mientras degustaba su pedazo de pan empapado en él—. Se nota que viene de Jaén.

Y aunque no esperaba respuesta por mi parte al ver mi cara de preocupación, el señor Echegaray lanzó estas palabras al aire con el ánimo de disipar el tono fúnebre de la estancia.

—Volvieron los fantasmas, ¿verdad, pequeña? —me interpeló Marcela —. Y, desgraciadamente, seguirán volviendo hasta que no te reconcilies con tu pasado. Y no podrás disfrutar de una vida plena hasta que no lo hagas —y esbozó una media sonrisa apesadumbrada ante la imposibilidad de llevar a cabo ella misma su propio consejo.

Decidí entonces desandar lo andado, volver al punto de partida y asomarme de nuevo al precipicio. Me sumergiría otra vez en el mar de olivos en busca de algún rastro de quien quizás, realmente, desde el comienzo sólo hubiera sido una víctima más de esta truculenta partida de ajedrez.

Pensé que al llegar a Jaén sólo encontraría débiles indicios del camino que mi padre hubiera podido proseguir en su huida, pero, para mi sorpresa, no había movido un solo pie de aquellas tierras.

Lo encontré entregado en las tareas de un olivar del que, según había podido averiguar, lo habían hecho responsable de su cuidado. De espaldas a mí, pude ver la decadencia que los meses transcurridos desde nuestra separación habían causado en su físico. Su pelo había encanecido y su cuerpo tenía visos de haber decrecido, con brazos y piernas enflaquecidos.

—Hola, papá… —me atreví a decir.

Se detuvo al escuchar mi voz.

—¿Qué haces aquí todavía…? —pregunté extrañada.

—Pensé que si alguna vez acudías a mí en busca de ayuda, regresarías al último lugar donde estuvimos juntos por última vez —repuso con serenidad.

Fruncí mi frente y ladeé un poco mi cabeza como un animal lastimado que no entiende su dolor.

—Papá, yo…

No me permitió añadir nada más, como si conociera con antelación cuál era la causa de mi presencia allí.

—Encontré la llave del guardapelo de mamá…

Y ofreciéndomela sobre la palma de su mano abierta, me invitaba a cogerla.

Un día deseé que al abrir el guardapelo de mi madre todo volviera a aquel tiempo en que fui feliz, y nunca pensé que mi deseo se cumpliera y de la forma en que lo hizo.

Al introducir la pequeña llave en la diminuta cerradura, la luz inundó el interior del broche, del que emergieron trece palabras grabadas como trece rosas que despiertan al nuevo día. Trece palabras que ofrecían respuestas. Trece palabras que habían marcado mi camino antes de haber llegado a este mundo y que, aún hoy, tienen el poder de cambiarlo todo.

“De la cuna a la tumba”, me dijo aquel desconocido, y, sin duda, mi madre actuó en consecuencia. Ella no podía mirar hacia otro lado.

Cuando alcé mi cabeza para buscar con la mirada a mi padre, un velo de lágrimas cubría mis ojos. “Tonto enamorado…”, me repetía mientras atropelladamente corría para fundirme en un abrazo con él.

Nunca habría obtenido la más mínima explicación sobre nuestra situación por parte de mi padre. A pesar de ser consciente de mi sufrimiento, eligió no traicionar la memoria de mi madre. Ciertamente, era un tonto enamorado cuyos labios habían quedado sellados para siempre con el lacre eterno de la lealtad y del amor, sentimiento que no extingue ni la muerte.

Aunque no hay palabras, entre nosotros ya no hay silencio, y apoyados el uno en el otro, nuestro llanto va formando aquel fresco arroyo que un día soñé dejar correr. Hoy las lágrimas de alivio son tantas que el arroyo es un río, y el murmullo, un grito. Un inmenso grito lleno de esperanza que hace resonar con fuerza las trece palabras que sin ser consciente han guiado mi vida: “Nunca dejes de creer que puedes hacer de este mundo un mundo mejor”.

Y así, entre olivos, y después de tantos pasos y de tantos caminos recorridos, abrazada a mi padre, rodeada por sus brazos y envuelta en un manto de calidez y de paz, recupero una sensación que creía olvidada para siempre: vuelvo a sentirme en casa.