307. Un mago

Kurtinaitis

 

La mujer del ganadero fue pregonando por todas partes que había soñado con sardinas y jureles que caían más allá de las nubes, cerca de las estrellas. Eso, con certeza, suponía el nacimiento de algún ternero o una visita inesperada. Así que, cuando el alcalde convocó a los vecinos en su casa, una de las tres o cuatro más grandes de la comarca, la aldea entera intuyó el motivo de la reunión y acudieron todos, y todos, no nos engañemos, tampoco eran tantos.

Con el vecindario reunido en el patio del regidor, este procedió a presentarles a un hombre de pequeña estatura, moreno, de hombros y espalda fuertes y mirada marrón verdosa. No dijo palabra alguna sobre su lugar de procedencia, estado civil u ocupación. Solo advirtió que, como elegidos por la providencia, los allí presentes estaban a punto de experimentar sensaciones jamás imaginadas. Entonces, como si ese comentario formase parte de una señal convenida entre ambos, el visitante sacó un recipiente de cristal con un líquido espeso de color verdoso, al que un agricultor equiparó al de bellos jardines de la capital. Desconcertante, sin duda, porque, a pesar de que nadie dudaba del conocimiento sobre plantas de aquel vecino, todos sabían que jamás había salido del pueblo. El extranjero, ajeno al revuelo, fue vertiendo el líquido por encima de los mendrugos de pan, previamente colocados en hileras por la mujer del alcalde en la mesa de piedra con filigrana de madera que cubría parte del patio, y esperó.

El primero en rescatar uno de los trozos fue el herrero, un tipo con fama de buen catador. Tras olisquear el corrusco dictaminó que el líquido impregnado desprendía una mezcla de aromas a hierba y frutos secos. Le resultó increíblemente agradable, no recordaba haber percibido algo semejante jamás. Después lo engulló de un solo bocado. No debió de disgustarle, porque sin pedir permiso tomó otro pedazo ante la mirada desaprobatoria del alcalde y la rápida reacción del resto de vecinos, todos comprendieron entonces que, si no querían quedarse sin participar en aquella experiencia casi mística, era el momento de actuar. La estancia comenzó a llenarse de suspiros de sorpresa y aprobación que rápidamente suplicaron otro milagro como ese que hablaba de panes, pero sin peces, con extra de líquido mágico.

Lo sucedido a continuación, a pesar de haber sido ellos mismos testigos, ni siquiera varios meses después, cuando se encontraban en las inmediaciones de la fragua o a la puerta de la iglesia, eran capaces de discernir si fue real o fruto de algún encantamiento.

¿Los hechos?… El forastero pidió una gran cacerola y después vertió en ella un generoso chorro de lo que en ese momento nadie dudaba sería una pócima mágica con sabor a cien cosas o ninguna a la vez. Ellos mismos fueron testigos de que no introdujo mantecas de vaca o cerdo en aquel recipiente libre del desagradable olor a grasa fuerte que se formaba en los hogares a la hora del guiso.

Cuando el líquido comenzó a chisporrotear en el cuenco de metal, el alcalde, ya convertido en ayudante, cómplice y corista del improvisado cocinero, introdujo en la cacerola trozos de carne ante el estupor de escépticos que no daban crédito a que prendiese el calor en aquella ambrosía, nada semejante a manteca firme, grasienta y tan favorable a la buena combustión.

«Esto se llama aceite de oliva», pronunció al fin, y como primeras palabras, el forastero en el mismo idioma con el que por esos lares los hijos hablaban con sus madres, las mujeres con sus maridos y hasta el cura con Dios, cuando venía a dar misa el primer domingo de cada mes. «Aceite de oliva», comenzaron a repetir todos en alto, creyéndolo parte de un hechizo y formando un continuo eco con el nombre del invento. Cuando los trozos de carne estuvieron completamente cocinados, la mujer del alcalde los sacó del fuego y fueron dispuestos en una fuente.

Hasta el fornido herrero tuvo reparos en probar una comida que en ningún caso era posible que hubiese llegado a freírse en un líquido fino y delicado, que en crudo les había parecido delicioso, pero dentro de un recipiente calentado al carbón no les ofrecía ninguna confianza. El forastero cogió uno de los trozos de carne, lo acercó a su boca, lo introdujo suavemente y lo masticó mientras el resto era consciente del pequeño hilo de «moje” que caía de sus labios. Fue entonces cuando pronunció su sexta, séptima y octava palabras: «Delicioso, sin duda», eso dijo. El alcalde, observando que el ánimo seguía sin prender en la concurrencia, imitó uno a uno los movimientos del forastero, demostrando que él también, cuando quería, podía masticar sin hacer ruido y antes de tragar del todo el bocado convino en «delicioso» como la expresión más acertada y la repitió.  Y entonces, sí, uno tras otro, todos los habitantes de la aldea, alertados por la mujer del ganadero cuando soñó con pescado caído del cielo y reunidos allí por orden del alcalde, se lanzaron en tropel a probar la comida.

La experiencia, tal y como profetizó el alcalde, enlazó lo místico con lo mágico, ¿acaso no es lo mismo?, y dejó a todos los habitantes atónitos ante aquel milagro acaecido gracias a un líquido verde que volvía digerible comida solo apta para bestias.

Cuando el forastero marchó, dejó a su anfitrión el aceite sobrante como obsequio. Muchos dudaron que el alcalde volviese a compartir con nadie algún mendrugo rociado con la asombrosa sustancia y, mucho menos, que la carne contagiada con todo un bosque de esencias volviera algún día a perfumar sus paladares.

Durante algún tiempo las leyendas sobre el aceite de oliva fueron creciendo en función de los sueños o fantasías en duermevela que tuvieron los vecinos tras la visita del forastero. El hombre que arreglaba los tejados y cualquier objeto dañado, ya fuese de madera o de metal, contó que una noche se le presentó su difunto padre y le confesó que el líquido verde provenía directamente de las lágrimas de ángeles expulsados del Paraíso.  El marido de la panadera juraba sobre bollos recién horneados que aquel aceite casi mágico no era otra cosa que jugo extraído del canto de las aves en primavera, por eso no era tan vasto como las sustancias obtenidas de animales, qué duda cabe, menos delicados y sin talento para la música.  Los que andaban a la que saltaba, hombres sin oficio ni beneficio que iban de aquí para allá, aunque pocas veces llegaban a su destino dudaban incluso de que aquello hubiera sido real. Como mucho, aceptaban que un líquido parecido al oro solo podría salir de minas a muchos metros por debajo de sus pies.  Por último, los borrachos del pueblo, que no concebían otra forma de lograr una bebida embriagadora que no se lograse a base de la destilación del mundo conocido y hasta de la razón, hablaban de alambiques por donde pasaban bayas, frutos silvestres y un ingrediente secreto que el forastero ocultó desde el momento en que sacó la botella del bolsillo izquierdo del abrigo, como ellos solían hacer con lo suyo.

Al final casi todos tenían su propia teoría acerca de la composición de aquel elixir bautizado como aceite de oliva, y nadie escuchaba las explicaciones de los otros o del alcalde: el más viajado, uno de los pocos que sabían escribir y el único sensato cuando se mantenía lejos de la mujer del ganadero. El pobre hombre relataba a quienes querían escucharle el origen de un líquido que provenía de regiones con temperaturas más cálidas que aquella aldea del demonio, donde durante muchos meses solo crecían hielo y supercherías. Si nadie quería escucharle, se repetía a sí mismo lo que le contó el forastero sobre hileras interminables de olivos de las que no se divisaba principio ni fin, de sus frutos, algo más pequeños que las ciruelas, que adornaban los parajes del sur de España y los convertían en campos verdes, mezclados con más verde o negro dependiendo del color de la aceituna.

Las explicaciones del alcalde eran ignoradas porque, puestos a elegir, son más atractivos los cuentos y los sueños que los libros de texto.

Ni siquiera varios meses después la gente se terminaba de creer lo sucedido. A veces se juntaba un grupo cerca de una de las tres o cuatro casas más grandes de la comarca y recordaban al hombre al que descartaron como sacacuartos o buhonero de medio pelo por su economía de las palabras. En esas reuniones, el mismo agricultor experto en plantas que resaltó los matices verdosos del aceite el día de la exhibición afirmaba que forasteros amigos de toda confianza le habían asegurado que el desconocido era un reputado médico de la capital. Desconcertante, sin duda, porque, a pesar de que el agricultor era de largo el más sociable y buen conocedor de plantas, de todos era sabido que no tenía conocidos más allá de lo que se divisaba desde la torre del campanario…, y desde ese punto no se veía otra cosa que bosque y más bosque.

Sin ánimo de ofender a los practicantes del noble oficio de la medicina, la mayoría de los habitantes dictaminaron que el forastero portador  del líquido milagroso conocido como aceite de oliva no podía tener otra ocupación distinta a la de esos  tipos que llegaban  a pueblos más grandes o a la mismísima  capital con trucos de ilusionismo en los que  desaparecen mujeres  de largas piernas o salen de la chistera ungüentos mágicos, como  aquel aceite, que unos decían que sabía a fruta especiada, otros a guisos con hojas aromáticas, y todos coincidían en que era capaz de guisar la carne sin olores desagradables.

«Un mago», dijo en una ocasión la panadera levantando la cabeza para que no cupiese duda de la responsable del hallazgo de la palabra que mejor definiría para siempre al hombre del líquido milagroso. «Un mago», coincidieron desde entonces el resto.