305. Nostalgia dorada

Carla Gómez Núñez

 

Respiro la hierba de vuelta en mi pueblo natal, sintiendo la grava que piso, bajo la cual ahora a mi padre despido, – agricultor que dedicó toda su vida al campo rindiendo un trabajo excepcional. Quejábame yo de niño al pasar todos los domingos sacudiendo olivas, agachado, cogiendo frío. Jamás lo oí a él criticar tan bello oficio que en su día no fui lo suficiente maduro para apreciar.

Observo ahora los olivos y en su sombra me cobijo ante el doloroso abismo de su partida. Medito bajo sus ramas, envidioso de las que se acarician gracias al viento, el mismo movimiento que a mí de él me aleja y que hace que ya no lo volveré a abrazar nunca más. Les pregunto a mis centenarios amigos, si también darán amparo a mis hijos, el día que llegue el momento de mi partida. Una lágrima resbala por mi mejilla, como las gotas del rocío que a las aceitunas dan aún más brillo especial.

Me fui en busca de oficio y mil manjares he comido durante años visitando bares, hoteles y castillos, pero jamás habrá sabor comparable a una tostada de aceite con pan. Querida Sierra de Cazorla, no me guardes rencor por haber hecho una nueva vida en la ciudad. Por las noches la luna me lleva de vuelta a tus campos, a cuando era un niño inocente pensando en mi abuelo y en mi padre conmigo para siempre. Todo parecía eterno. Verdadera época dorada, con doble sentido, entre ramas de olivo y matorral.