
301. El olivo
En el pueblo, como en casi todos, hay un olivo monumental en la plaza mayor, tan viejo que nadie, ni los más antiguos del lugar, recuerda quién lo plantó, ni cuándo. Por su aspecto, ya se ve que es un árbol milenario, que ha contemplado impasible el paso del tiempo.
De una protuberancia a ras de suelo, nacen numerosas raíces que se adentran en la tierra y se intuyen profundas y robustas.
El tronco es áspero, inclinado, retorcido, lleno de agujeros como carcomido, rechoncho y de madera dura… La corteza, agrietada en las viejas, lisa en las jóvenes, demuestra su resistencia a los años. Así que despega se va ramificando.
Las ramas, como brazos abiertos, da vida y cuerpo al árbol.
La copa redondeada, tupida, vista a distancia parece recién salida de la peluquería, toda ufana, orgullosa de su imagen, aunque no demasiado alta.
La hoja es de un verde grisáceo, como si el polvo del camino se hubiera pegado. La hoja estrecha, alargada, en forma de punta de lanza, tiene diferente tonalidad en cada lado, más oscura, más clara.
El fruto globoso, elipsoidal, termina siempre en la mesa, entero o exprimido, aceituna o aceite.
Recuerdo aquel paisaje inolvidable, aquel mar de olivos que cubría llanuras y cimas, que se extendía más allá del horizonte, y aquellos caminos tan bien alineados, como trazados a regla, como unas crenchas en aquellos campos que nunca se acababan, y los acebuches que copaban en el terreno pedregoso, en los matorrales, más allá del olivar.
¡Qué belleza! ¡Qué gozo contemplarlo!
Por encima de nuestras cabezas sobrevuela una paloma blanca con una rama de olivo en el pico, presagio de paz y larga vida.