
295. Las lágrimas del Abuelo Capitán
El propietario de la finca Vela Capilla, situada en Sierra Mágina, pasaba las horas sentado en el jardín que precedía a la entrada. Allí, don Eufrasio Santisteban, que así se llamaba el dueño, hacía las cuentas, contrataba a los jornaleros, leía la prensa, o dejaba pasar las horas mientras veía el amanecer o dormitaba al acercarse el ocaso; pero, sobre todo, disfrutaba cuando recibía alguna visita y, saboreando una copa de buen vino, presumía del fruto de la labor que él y sus antepasados habían conseguido. Tiene la finca, para redondear, unos cuarenta mil olivos —decía orgulloso—, es una plantación tradicional en la que ha entrado pocas máquinas y en la que los temporeros que vienen cada año, son recibidos como amigos, y agradecen que los tratemos con afecto y les paguemos lo reglamentado con algunos extras cuando la cosecha es buena. Cada vez que hablaba de los cuarenta mil árboles, el mismo rectificaba: cuarenta mil uno —puntualizaba orgulloso— sin dejar de mirar al Abuelo Capitán, un olivo centenario al que mantenía en la entrada del caserío, solitario en su parterre, a modo de escultura que daba los buenos días a los dueños y saludaba a los visitantes desde su pequeño reino delimitado con piedras pintadas de blanco y verde.
Hacía años que el olivo, fuera por su edad o por el terreno en que estaba asentado, junto a la fachada principal, entre muros que apenas dejaban pasar el sol, no daba aceitunas. Ello no le creaba descrédito, al contrario, su grueso tronco, retorcido como sus años y sus achaques, y sus ramas cortas y adornadas con la pobreza de un remate solo enriquecido por pequeños penachos de hojas, cada vez más oscuras y menos plateadas, le daban la prestancia, autoridad y sosiego que un anciano patriarca de cualquier familia respetuosa da a sus descendientes.
Nada, ni las sequías, ni el granizo, ni las plagas hicieron mella en este viejo testigo de los avatares de la finca, que seguía en pie, majestuoso y solemne, dando cobijo a gorriones y brillo a atardeceres. Pero no todo fueron glorias en la finca y la época que estaba viviendo era especialmente preocupante. La suma de distintas amenazas casi llevó a la ruina al extenso olivar, la plaga de la mosca del olivo en primavera, el calor sofocante del verano, el violento granizo de otoño y las prolongadas heladas del final del invierno, hicieron que la producción bajara a mucho menos de la mitad de lo esperado, que la economía de los propietarios y trabajadores se viera afectada y que las calles se llenaran de temporeros en busca de algún refugio o algo que llevarse a la boca. En ningún momento pareció, sin embargo, que las inclemencias afectaran a Abuelo Capitán, que seguía impertérrito, y recibía las miradas e incluso saludos de cualquier visitante que se acercara a la finca. Solo Tomasín, el pequeño de la casa, nieto de los fundadores, hijo de Rafael, decía que lo veía triste y, aunque sus padres lo calmaban y le decían que no se preocupara, que era viejito y por eso se le doblaban las ramas y caían las hojas, se sentaba en las piedras cercanas y pasaba las tardes con él, bajo su escasa sombra.
Fue en aquellos años dolorosos cuando el dueño de la finca, que, aunque ya había cumplido los sesenta y cinco años, siempre había luchado por sacar el máximo provecho a su plantación, inició un proyecto de cambo junto a su mujer, Amadora, basado en una brillante idea, que expuso, solo a modo informativo, al resto de la familia durante una sobremesa con la presencia, aparte de su mujer de sus dos hijos mayores y la pequeña.
Sentado en la mesa del jardín, frente al Abuelo Capitán, junto a su mujer y rodeado por sus tres hijos, Rafael. Antonio y Capilla, don Eufrasio les expuso su proyecto, basado en el experimento que ya hacía al menos cinco temporadas, Amadora había desarrollado al fondo de la finca, en una franja oculta a la mirada de curiosos y visitantes. Tras una pequeña intervención y poner una botella de vino joven en la mesa, le dio la palabra a su mujer.
—Han sido unos años de trabajo duro y oculto, porque no quería que me tacharais de loca —dijo a modo de introducción—, pero el resultado hoy ya lo podemos disfrutar. Es un espectáculo para la vista y una absoluta innovación en el aspecto, aroma y sabor del producto final, sim perder sus reconocidas propiedades organolépticas. Algo nunca visto que nos ayudará a volver a llenar las arcas, tan necesitadas en esta época que nos ha tocado vivir o, mejor, padecer. Pero antes de seguir —continuó sin esperar comentarios ni responder preguntas—, os riego que me acompañareis hacia el cerro que cierra la finca.
Con miradas entrecruzadas entre ellos, murmullos y gestos de extrañeza, los tres siguieron a sus padres hasta el portón que cerraba la parte más alejada, oculta rodeada de un alto muro. Ninguno de los hijos pudo disimular su asombro, al entrar en aquella zona oculta. Una franja de olivos en los que el rojo brillante de sus hojas destacaba sobre el portentoso color granate en sus troncos y sus ramas vencidas por el peso de lo que parecían fresas, se alzaba sobre el suelo irregular bermellón.
Rafael y Antonio inmediatamente empezaron a pedir explicaciones, Capilla, sin escuchar preguntas ni respuesta, se fue a pasear entre los olivos, a tocarlos incrédula, a olerlos y, tras recibir el permiso de su madre, arrancar un fruto y llevárselo a la boca.
—¿Qué es esto? Parece una fresa, pero sabe a aceituna que, recién cogida del árbol, tiene ya recuerdos de hinojo y tomillo, pero también ciertos toques dulces que contrastaban felizmente entre ellos para obtener una pequeña delicia.
—Perfectamente descrito, hija. Han sido muchas horas de investigación, muchas pruebas, la mayoría de ellas abocadas al fracaso, pero finalmente, tras un complejo programa de injertos, ingeniería genética y manipulación de semillas, lo hemos conseguido. La aceifresa ya es una realidad, y lo atractivo de la imagen del olivar, la resistencia del fruto, la comodidad para el mercado que ya solo necesita la recogida y distribución, pues nuestra aceifresa nace aliñada, y el magnífico sabor y contraste entre la fresa que los ojos ven y las manos palpan, y la aceituna que las papilas gustativas notan, junto a lo atractivo del terreno que, en mucho, supera a los campos de lavanda o girasol, aseguran un éxito innegable a corto plazo. Ya hay emprendedores agazapados en espera de hacerse con algo del negocio, agentes turísticos felices por la nueva oferta y empresarios dispuestos para su distribución y venta.
No recibieron don Eufrasio y su mujer, reproches o dudas sobre la productividad de ese cambio aparentemente tan ajeno a la lógica, sino que, atraídos por el entusiasmo de sus progenitores y convencidos del éxito de la empresa, en poco tiempo cada uno de sus hijos emprendió su propio proyecto. Antonio, a lo largo de la franja izquierda de la finca, obtuvo la olivaranja; Rafael, en la derecha, la platantuna; y Capilla, en el centro, la cirueliva. Cada producto fue un éxito por sus características. Aparte de las descritas de la aceifresa, Antonio defendía su olivaranja por el leve sabor cítrico del fruto que contrastaba con el picor de una buena aceituna picual; Rafael promocionaba su platantuna, que ya salía convertida en aceite envasado en una brillante cáscara amarilla que servía de aceitera, y Capilla, cuando hablaba de su plantación de cirueliva, coqueteaba con los niños, que observaban maravillados las aceitunas gruesas y redondas, verdes, amarillas y moradas, que daban un aspecto irresistible a los platos.
Todos estaban muy ilusionados, menos Tomasín, que les echaba en cara que estaban traicionando a la naturaleza y, ante el desprecio e incomprensión de sus hermanos, se iba junto al Abuelo Capitán, se sentaba junto a él y se explayaba exponiéndole sus razones sin esperar respuesta.
Así fue como Vela Capilla adquirió el aspecto que ya la hacía única. Vista desde el aire, era como un inmenso escudo nobiliario, con cuatro cuarteles, el jefe superior —horizontal de un violento color rojo— y tres particiones en palo —naranja, irisada y amarilla—, todo él rodeado de una alta muralla en la que destacaba una corona dorada pintada en el muro de la finca y, con cuidadas letras góticas, el emblema familiar —Vela Capilla— rematado con dos ramas de olivo en cruzadas sobre un realce de la blanca pared.
Poco a poco la variedad de frutos fue ganando mercado y aportando grandes beneficios a la familia, que superaron con mucho las pérdidas de las temporadas pasadas, y a ello se sumaron los ingresos que se obtuvieron de otras actividades paralelas. Su popularidad se extendió y Vela Capilla se fue haciendo famosa por la peculiaridad y originalidad de los productos y de la propia finca. Así, la casa se convirtió en lugar de reuniones y congresos y sala de celebraciones, y la plantación en destino de guías turísticos. Se instaló una tienda en la que no solo vendían cajitas con olivaranjas, platantunas, aceifresas, ciruelivas o mezclas, y frascos de aceite naranja, rojo, amarillo y multicolor, sino también variopintos objetos de recuerdo. Tanta fue la fama que incluso llegaban excursiones organizadas que bajaban del autobús, visitaban la casa con una copa obsequio y participaban en una cata de aceites, paseaban entre los olivos e incluso sobrevolaban la finca en un globo que una empresa turística había incluido en algunas visitas, para que pudieran observar el curioso e inmenso escudo heráldico que se veía desde el cielo y del que tan orgullosa estaba la familia.
Todos vivían su éxito con una indisimulada felicidad, salvo el joven Tomás que cada vez que sus estudios y trabajo se lo permitían, iba a pasar unos días en la finca y nunca abandonó la costumbre de desayunar o tomar un café sentado junto al Abuelo Capitán, y mantenía el sentimiento de que su centenario amigo estaba triste. Su familia —aunque ya había pasado con mucho la mayoría de edad, seguía llamándolo Tomasín—, ante la insistencia de ese mensaje del joven, que no llegaban a comprender ni creer, había dejado de echarle cuenta, y eso hizo que la soledad compartida de Tomasín y el Abuelo Capitán se mantuviera incólume a pesar de la progresiva separación de cada uno de los miembros del grupo familiar, antaño unidos, y hoy socios comerciales.
Antes de irse a descansar por la noche, de forma sistemática, Tomasín, se acercaba al viejo olivo, lo acariciaba y, si nadie lo veía, le daba un beso. Y fue una de esas noches en que su mejilla rozó una de las resquebrajadas ramas del árbol, cuando notó que algo húmedo le acariciaba la piel. Lo cogió, lo examinó despacio, con curiosidad, y en el momento en que entendió lo que estaba pasando, comenzó a llamar a su familia a gritos.
—¿Qué pasa Tomasín? —Gritó Capilla alarmada.
—¡Mirad, ha vuelto a dar frutos! —contestó al tiempo que señalaba con su dedo humedecido por un líquido transparente, las ramas brillantes y plateadas del anciano árbol.
—¿Qué fruto es ese?, si solo parece agua, será la humedad que hay —espetó Rafael.
—No, venid, acercaos y veréis lo que la tierra dice y el Abuelo Capitán os trasmite de vuestros experimentos.
Toda la familia obedeció, unos por curiosidad, y otros por no herirlo o por no contradecirlo.
—Fijaos, en las ramas más nuevas, entre los escasos penachos de hojas que aún son capaces de crecer.
Y allí estaban, unas pequeñas aceitunas, brillantes, blandas, transparentes, que dejaban ver su corazón ovalado, y que se derretían nada más cogerlas y tenían el suave sabor salado de una lágrima.
—Os lo dije —gritó Tomasín mientras se secaba los ojos con el dorso de la mano ante la mirada incrédula de sus hermanos—, el Abuelo Capitán está llorando.
Nota: La ilustración es un cuadro de la pintora Ana Sánchez Marín.