294. Mi último anillo

Alberto Guaita Tello

 

Sé, siento, que es el último atardecer que observo. Que mañana, cuando el sol salga, no habrá nadie para observarlo.

No tengo queja, he visto muchos más de los que los hombres son capaces de recordar.

Mi vida ha sido mucho más larga que la de los que me trajeron a esta parte del mundo.

El primer recuerdo que guardo en el centro de mi ser, en el más profundo de mis anillos, es el sentir la humedad atravesando una fina rendija de la dura coraza que me rodeaba. Aquello me despertó e inició en mí una cadena de acontecimientos y cambios… radicales. Me henchí del agua que me llegaba, tanto que reventé mi armadura en dos mitades desde el interior, convirtiéndola en dos escudos mientras desarrollaba la primera de las que serían millones de raíces.

Profundicé en la tierra, donde sentía que me brindarían más de ese agua y del alimento que me estaba haciendo crecer. Pronto empecé a sentir una suave y caliente caricia que venía desde la dirección contraria. Necesitaba alcanzarla y utilicé mi raíz para impulsarme hacia la ignota superficie a la vez que seguía hundiéndome en el esponjoso suelo.

Estaba creciendo en dos direcciones a la vez.

El calor que tanto me atraía fue haciéndose más evidente, seguí trepando, apartando la tierra, abriéndome paso con lenta y determinada paciencia hasta que lo sentí. Un cosquilleo primero, un estallido después. Pasé, de lo que no sabía que era la oscuridad absoluta, a quedar cegado por la luz, por la pura energía que me golpeaba y que devoré con avidez.

Quería, necesitaba… más.

Las dos mitades de mi semilla, los cotiledones con los que había llegado a aquel paraíso de luz y calor, pasaron de un blanco lechoso a un verde intenso.

Cuando aquel bombardeo de luz primero se debilitó y luego cesó, me quedé muy confundido.

Me centré de nuevo en seguir creciendo hacia abajo, en seguir recogiendo lo necesario para poder tomar más del preciado presente que había recibido aquel primer día fuera de la tierra.

Vinieron más días, y más noches. Pronto supe que se trataba de un ciclo sin fin de luz y tinieblas, y que ambas me eran necesarias. Algunos días, la cantidad de luz y calor eran menores, pero a cambio llegaba más de la bendita agua desde los cielos.

Quería, necesitaba… más.

Ansiaba crecer.

Mis raíces fueron desarrollándose, anclándome al suelo, a la par que me crecían hojas ovaladas y duras. Mis cotiledones, ya vacíos de contenido y de utilidad, se marchitaron y cayeron al suelo, donde volverían a formar parte de la tierra.

Empecé a notar unos ecos en mis raíces; tardé semanas en darme cuenta de que eran otros seres como yo. Sus mensajes eran tan complejos que no los entendía, pero me di cuenta de que no era el único que disfrutaba del sol y de que este iluminaba a muchos más.

También empecé a ser consciente de los seres que se movían sobre la superficie o se arrastraban bajo ella. Eran tan variados en formas y tamaños, que para algunos, mis raíces eran mundos sobre los que reproducirse,otros eran tan grandes como para poder devorar parte de mis hojas o mis ramas.

Todo era equilibrio, todo era paz.

Empecé a entender los mensajes que me llegaban a través de la red de raíces que cubrían el mundo. En algunos lugares llovía de menos, en otros lo hacía de más, o las langostas u otros seres habían devorado parte de la vegetación.

Ya tenía un par de finas ramas y al menos un centenar de hojas, cuando sucedió lo que me trajo a estas tierras desde el lugar que me había visto nacer.

Primero sentí una sombra que se extendía sobre mí, luego algo, una mano nudosa, recorrió mis hojas y mis ramas, inspeccionándolas con atención en busca de pulgones u otra plaga. Sentí cómo cercenaba mis ramas por la mitad. Después, algo duro pasó a toda velocidad junto a mí, hundiéndose en la tierra, cortando parte de mis raíces que tanto me había costado desarrollar. Siguió excavando a mi alrededor, golpe a golpe.

De pronto, el silencio.

Lancé un grito de agonía, pero ya no estaba conectado a la red de raíces y no creo que nadie lo escuchase.

Sentí un tirón.

De pronto, mis raíces estaban expuestas al sol. Me sentí morir por el dolor y la quemazón, pero aquellas manos envolvieron el tocón de tierra en el que había crecido en un trapo de arpillera, que anudó a la base de mi tronco, que por entonces era del grosor de una aceituna.

*

El joven romano, al que pertenecían esas manos, estaba sacando del suelo del plantío trás la modesta domus de sus padres, los árboles que habían brotado de los huesos de olivo que había ido plantando. Estaban en el momento perfecto, con luna menguante de octubre, para sacarlos y llevarlos al mercado.

Se quitó el sudor del rostro.

Estaba feliz de que aquellos huesos de oliva hubiesen brotado. Los había traído su padre, Longinus, desde Judea, donde había pasado los últimos de sus XXV años de servicio al imperio. Le había contado que venían de un lugar muy especial, un monte lleno de olivos cerca de la propia Jerusalém.

Siendo hijo de unos agricultores de la región de Lacio, los había recogido durante una de sus patrullas buscando a los condenados y escurridizos zelotes. Parecían olivas gruesas y sanas, terminadas en punta, como le gustaban a su pater. Longinus era un hombre parco en palabras, que parecía haberse traído muchos demonios de vuelta consigo y que a menudo pedía perdón a gritos en mitad de sus sueños.

El chico fue empaquetando hasta L de aquellos olivos, los otros C los plantarían en la finca que rodeaba la domus familiar, que le había sido otorgada a su padre por el imperator Tiberio, tras cumplir sus años de servicio. Así, su padre se aseguraría que sus hijos y sus nietos tuvieran con qué ganarse el pan y la sal cuando él no estuviera.

Aquella tarde vino a visitarles un vecino que era mercader. Tras discutir con su padre el precio de los plantones de olivo, pagó una parte de ellos en sal, otra en sestercios y los cargó en su carro de bueyes con destino al cercano puerto de Ostia.

De allí viajarían en un onerarius desde la península itálica al sur de Hispania, donde ya los fenicios habían empezado a plantarlos al menos un milenio antes. Así no les faltaría buen aceite de oliva a los ciudadanos romanos de la provincia.

*

Sentí el roce con las hojas de otros olivos. Estábamos todos muy juntos. Noté algo extraño, en lugar de estar firmemente fijado al suelo, estaba moviéndome.

Al cabo de unos días, al despuntar el sol nos descargaron y estuvimos detenidos durante la mitad de un día, para luego pasar a movernos de nuevo. El movimiento era distinto. En lugar de ser una serie de violentos traqueteos, íbamos como mecidos por el viento. Sentí una gran cantidad de agua muy cerca, pero cuando, tras un salto brusco cayeron sobre mis hojas algunas gotas, la noté extraña, densa y muy cargada de sales.

Volvíamos a estar juntos una gran cantidad de pequeños árboles, apiñados y con el sol donde no debía estar. Todos tuvimos que ir girando nuestras hojas para adaptarnos a aquella nueva y extraña situación.

Al cabo de unos días, algunas de nuestras raíces empezaron a sobresalir de sus envoltorios de tela y pudimos comunicarnos nuestro estupor ante lo que estaba sucediendo. Aquel viaje duró muchos días, y en los últimos, el agua con la que nos regaban era cada vez más salobre. Muchos de los míos murieron durante aquella larga travesía. Cuando por fin dejamos de movernos y mecernos, volvieron a quebrar nuestras raíces para separarnos.

De nuevo llegó el silencio, la soledad.

Volví a sentir el traqueteo del camino enlosado.

*

La nave atracó en Malaca, la antigua Malaka de los fenicios, ahora tan romana como Luperca, la loba capitolina. Desde allí, enviaron su preciado cargamento de plantones de olivo hasta la próspera ciudad de Castulo, donde se vendieron en el mercado. Otro joven, no muy distinto a quien los había plantado y preparado para el viaje, se acercó junto a sus padres. Seleccionaron los que vieron más sanos y se los llevaron a su olivar, donde ya había algunos olivos que habían pasado de generación en generación. Eran árboles milenarios cuyas raíces ya habían sido regadas con la sangre de fenicios, iberos y romanos. Aquellos nuevos árboles aumentarían la producción del campo y verían a su vez pasar ante ellos la vida y la muerte de muchos.

*

Unos días más tarde volví a sentir cómo mis raíces se hundían en el suelo. Pronto las heridas del viaje empezaron a sanar y la lluvia eliminó el molesto salitre de mis hojas. La tierra era algo distinta y al principio intenté no extenderme más allá del terrón que era lo único que me quedaba de mi tierra natal. Pero era una buena tierra, fértil y oxigenada por las lombrices.

Con el paso del tiempo, crecí, crecí mucho.

Mi antes liso tronco fue retorciéndose y se recubrió de una dura corteza. Los humanos procuraban que no creciesen demasiadas plantas cerca de mí, para que no me quitasen alimento y que yo pudiera darles a cambio gruesas aceitunas, como la que yo había sido hacía ya tanto tiempo.

Mis raíces ya habían crecido lo suficiente como para poder localizar a algunos de los que habían sido mis compañeros de viaje. El sol había dejado de cambiar de posición como lo hiciera durante nuestro viaje, y ahora todas mis hojas estaban enfocadas con el ángulo preciso para poder disfrutar de su acariciante calor.

A lo lejos, con el pasar de los siglos, las ciudades se desmoronaban y de nuevo resurgían, con otros nombres, pero siempre con la misma gente en ellas, que invariablemente acudía a recoger el regalo que les hacía, mi fruto, en el que almacenaba la energía que provenía del sol. Lo consumían de innumerables maneras tras quitarle su amargor. Con el aceite que de él extraían en sus almazaras, no solo se alimentaban y curaban sus heridas, sino que lo utilizaban para ahuyentar las tinieblas de la noche, quemándolo en lámparas y para ungir tanto a sus reyes como a sus enfermos.

Durante cientos de años, utilizaron varas de madera para hacer caer mi fruto al suelo, aunque a última hora, empezaron a utilizar artilugios que me hacían vibrar, haciendo caer no solo las olivas sino buena parte de mis hojas.

Parecían estar volviéndose más codiciosos, no dejando una sola oliva para el resto de los animales que correteaban por la tierra o se arrastraban bajo esta.

Debido en buena medida a esa codicia, algo fue desequilibrándose en el agua, en la tierra y en los cielos.

El cielo hacía mucho que había dejado caer su última lágrima de lluvia y ahora permitía llegar con demasiada fuerza los rayos del sol, que nos azotaba con sus lenguas de fuego. La tierra se secó, se cuarteó y se abrió en mil bocas que clamaban por una gota de agua. Pero las lluvias no volverían a regar esta tierra cuarteada. Mucho maldijeron al astro rey por su crueldad, cuando él solo seguía haciendo su trabajo, traernos luz.

Yo antes la acogía con mis hojas y, junto al agua y la tierra, la convertía en parte de mi ser. Luego, mis frutos se convertían en parte del alimento y del cuerpo de los hombres y las bestias del campo, que a su vez volvían a ser con el tiempo parte de la tierra y del agua que junto a la luz caía de los cielos sobre mí. Yo permanecí, mientras hombres y bestias se agostaban generación tras generación. Estuvimos mucho tiempo alimentándonos los unos de los otros, dándonos vida. Fui parte de muchos seres y muchos fueron parte de mí.

A lo lejos, de nuevo, las ciudades ardían y se desmoronaban, solo que esta vez ya no habría nadie para volver a ponerlas en pie ni para volver a habitarlas.

Ya nadie vendría a por mi regalo.

Ahora estoy seguro, este es mi último día.

Una brisa, la última que podré sentir, tórrida a pesar de que el sol ya es poco más que una muesca en el horizonte, acaba de arrancar mi última hoja marchita. Observo el resto de los escasos cuerpos aún en pie de los que durante cientos y miles de años me acompañaron. Si uno no se fijase en su sequedad y en lo quebradizo de la poca corteza, que aún los recubre como una mortaja, aún podría imaginar que cuando vuelvan las lluvias sus copas reverdecerían.

Mis raíces, que antes sentían a cientos y miles como yo, se saben ahora solas. Los ecos del resto de plantas y animales se han ido extinguiendo después de años de compartir angustiosos mensajes, de sequías, fuegos incontrolados y envenenamientos.

Los hombres habían exprimido demasiado la fina y delicada corteza del mundo y ya nada crecería en ella, ni siquiera aquello que habían considerado plagas por no servir a sus designios.

Ojalá al menos quedase una pareja de carboneros, para que pudiese escuchar su trino y notar el cosquilleo de sus patas sobre mi corteza.

Mi última noche ya me cubre.

He escrito mi último anillo.

Mañana saldrá el sol, pero ni ellos, ni yo, ni nadie, lo verá.

Esta roja y reseca bola de tierra seguirá vagando, vacía, alrededor del sol, hasta que él también se apague.