
292. A buen hambre, caldo de gallina
Curro, apodado el oleas por sus plantaciones de olivos, yace maniatado e inerte bajo uno de sus árboles que, por falta de poda, está acebuchado y sus ramas llegan hasta el suelo.
Gime de dolor. Abre poco a poco los ojos. Es de noche, hay luna llena. Le cuesta ubicarse. Recuerda los golpes y patadas. Su boca sabe a sangre. La lengua se desliza por sus dientes y descubre que, donde antes había una muela, ahora solo queda el vacío hueco. Escupe con rabia. Se incorpora, pero vuelve a caer. Solloza mientras maldice su mala suerte…
El hambre, que no entiende de estómagos, dirigió sus pasos hasta la casa del Damián donde afanó dos gallinas, que dieron buen caldo y acallaron el rugir de sus tripas.
Los secuaces de Damián, que no se andan con chiquitas, se presentaron al día siguiente en su casa. Un error de cálculo muy grave, ya que no se deshizo de las plumas, le inculparon. Sin derecho a juicio justo, pues le pillaron infraganti, le ataron las manos y le propinaron una buena paliza para abandonarle después, dándole por muerto, en su suerte de olivos.
Siente un dolor muy fuerte en su cabeza y estómago. La rígida cuerda, tan áspera, atenaza cada vez más las muñecas. Debe desatarse, pero no puede. De repente una idea cruza su mente y la pone en práctica.
Tras separarse del tronco repta hasta las ramas que por estar a ras de suelo, facilitan que recoja varias aceitunas y frote sus manos con ellas. El aceite que brota de esos pequeños frutos permite que, pronto, quede libre de sus ataduras.
Una mueca de sonrisa ilumina su rostro. Como alma que lleva el diablo, echa a correr por el camino sin mirar para atrás…