
291. El olvidar
Apenas amanecía y una joven ya corría a través de las hileras de olivos y la tierra arada. Las ramas y las hojas puntiagudas, sedientas del agua que no brotaba ni del suelo ni del cielo, arañaban su cuerpo de recién parida, buscando la compasión y el consuelo en su piel, como beatas desesperadas.
Jadeando y malherida, finalmente llegó al cortijo antes de que las chicharras colmaran el aire con sus quejidos. Traspasó el umbral del hogar hacia donde el lamento de una criatura arañaba las paredes, la viguería y hasta las mismísimas entrañas de Lucía. Se acercó despacio, con el lino de su camisa empapado de alimento mamífero. Por muchos motivos las lágrimas empezaron a erosionar sus mejillas como una rambla inundada en otoño.
–Mi niño –susurró en voz baja, mientras lo alzaba y lo acunaba en sus brazos. El bebé abrió instintivamente la boquita, cuando el olor a leche espesa y caramelizada le envolvió como una manta en invierno. Buscó el pezón, angustiado por la larga separación, dando cabezazos nerviosos contra el regazo de Lucía.
–Sshh… –consoló la madre, sintiendo el alivio instantáneo de la leche abandonando sus pechos.
Los pasos alejados de la señora de la casa sacaron a Lucía del ensueño, y resignada no tuvo más remedio que devolver a su hijo a la cuna. Esa fría cuna que sellaba su trato con un matrimonio infértil: un apellido, un cortijo y un extenso olivar. Todo a cambio de su renuncia como madre.
Se despidió con suavidad, susurrándole secretas promesas de leche y abrazos para el día siguiente. Al salir una caterva de chicharras empezaron a atosigarla con sus sonoras barrigas, como demonios riéndose de sus desgracias, sabiendo que al amanecer siguiente volvería a por otro encuentro furtivo más.