290. Las lágrimas de los Dioses

Rafael Claramunt Manjon

           

No había doblado la esquina el Maestro Sócrates cuando Jantipa, su esposa, ya lo echaba de menos. No sabía muy bien si estaba en exceso enamorada, o era simplemente que la conversación de su marido, digna de un hombre sabio, le llenaba todo su tiempo y su interés por conocer cuestiones del hombre y del mundo, pero el caso es que su figura llenaba aquel hogar sin un minuto de tiempo mal perdido, un tiempo que por otra parte, no era bien escaso en aquellos años. Jantipa, de hecho, no era una mujer apegada a un hogar solitario y a sus tareas, al contrario, era una esposa bien adelantada a su tiempo; persona culta e inteligente, interesada por todo lo que le rodeaba, tanto en la sociedad como en el mundo cultural en el cual vivía. Quizás por vivir junto al maestro con el que escogió casarse, sí que llenó su vida de conocimiento y razón, que junto a otra persona no hubiera sido posible, y luego su interés y su propia inteligencia hicieron el resto.

Lo cierto es que corría el año 411 a. de C. y Sócrates se disponía a emplear un día más en lo que más satisfacción le reportaba, que no era otra cosa que la educación de las gentes que alrededor tenía, y de esta forma recorría el breve camino hasta encontrarse con sus alumnos, a los que podía llegar a desesperar con sus postulados, a veces alucinantes, a veces contradictorios, pero siempre fascinantes, y sobre todo, siempre provocadores de mil preguntas y respuestas que casi nunca sus pupilos llegaban a comprender del todo. Era lo que el gran maestro llamaba la Mayeútica, el arte de la discusión, o dicho de otro modo, la búsqueda de la verdad a través de conversaciones más o menos mundanas. Esto hacía que cada lección de aquellas enseñanzas del maestro se convirtiera en una lección de la propia vida.

Sócrates no preparaba sus lecciones de una forma demasiado minuciosa, al contrario, intentaba que la improvisación fluyera en su relato de forma que nada ni nadie podía prever lo que iba a suceder al instante siguiente, y posiblemente era eso, lo inesperado de su temática, lo que hacía que los alumnos se interesaran sobre manera en todo lo relativo al Maestro. De igual forma se trataban lecciones acerca del movimiento de los astros que de la creación del mundo o de los temas mundanos que todo pueblo y familia vivía en su día a día. En ocasiones comenzaba hablando o departiendo de un tema determinado, finalizando esa misma charla en algo que no tenía demasiado que ver con el comienzo.

Así, un día cualquiera se dirigió a sus pupilos de la siguiente forma: “Hoy hablaremos de un líquido muy especial, queridos alumnos, un fluído que ustedes conocen muy bien, y que igual sirve para darnos luz que para aderezar o conservar alimentos, el mismo que, aun siendo su origen muy habitual en nuestros campos, no siempre es bien entendido, ni por los grandes señores ni por los pequeños trabajadores de la tierra, que quizás por estar ahí siempre, no lo tratan como se debiera. Me estoy refiriendo al aceite de oliva, dijo el Maestro, que como todos ustedes conocen, surgen de los árboles denominados olivos, u olivas, según la tierra en la que se hable, y que como he dicho antes, se cuentan por miles en todo nuestro Imperio”. Al pronto, uno de los alumnos discutió la afirmación inicial de Sócrates y le contestó: “Si el aceite sale de la fruta de los olivos, y tenemos tantos, e incluso podemos plantar muchos más, ¿por qué no hacerlo y así incrementamos nuestra riqueza?”.

“Mira, querido alumno, replicó el Maestro, si plantamos olivos sin limitación alguna, y por ser tantos, no los tratamos como es debido, haremos que la calidad de su fruto sea inferior, y tanto será que nosotros mismos haremos que no valga prácticamente nada”. El alumno se revolvió en su pequeño banco y continuó la discusión, aún a sabiendas que recibiría alguna réplica más, o varias, según el maestro quisiera, pero aun así preguntó si el abandono era la opción que quedaba. “No dije eso, contestó Sócrates, imagina que tu padre no atiende bien a su tierra, el aceite que tratará será de inferior calidad, y por tanto de menor valor. En la agricultura, como en la vida, mejor avanzar con pequeños pasos que con grandes zancadas, que seguramente nos harían caer, sólo de esa manera nuestro caminar sea el adecuado”.

“El aceite de oliva es un líquido que bien podría considerarse sagrado en nuestra tierra, y todo ello debido a que en cada una de las unciones o ritos de nuestros sacerdotes hacia los Dioses, siempre ha estado y estará presente, y no solo por eso, sino que además llena de vida nuestro paisaje, y por ende nuestra vida”. Los alumnos ya no sabían la siguiente ocurrencia que el maestro iba a tener para despertar su atención, y daba más o menos igual, porque estaban tan enfrascados en el tema en cuestión que con toda seguridad ya no hacía falta. De hecho, para aquellos jóvenes el hecho de relacionar los temas sagrados con el aceite ya suponía un algo singular en aquella conversación, puesto que toda referencia a temas sagrados o a los Dioses suponía un respeto añadido que sin duda les hacía poner una atención especial en aquellas reflexiones del Maestro.

¿Has visto alguna vez a un Dios del Olimpo llorar? Preguntó Socrates dirigiéndose a un alumno. No, querido Maestro, respondió aquel joven pupilo, acaso extrañado de que un Dios del Olimpo pudiera o supiera realizar aquel acto tan humano como era el llanto. Bien, imagina que lo ves por una vez; sin duda, tu impresión será realmente increíble, te harás infinidad de preguntas y correrás a contárselo a todos tal cual lo has vivido, como un acontecimiento mágico. Pues ahora imagina que has visto a un Dios llorar mil veces seguidas, pues te digo que ya no le darás importancia alguna, le quitarás interés y, por supuesto, no irás a contárselo a nadie.

Pues bien, de esta forma hay que tratar el fruto para que por su calidad nos sorprenda, hay que intentar conseguir un aceite que cuando lo probemos nos parezca la primera vez que hacemos algo tan placentero, y para eso hemos de trabajar los árboles justos, hacerlo con mimo, cosechar los días adecuados y a la temperatura correcta, y sólo así conseguiremos la excelencia. Es verdad que no siempre ocurre, pero hay que seguir los pasos marcados, digamos que hemos de tratar el aceite como si fueran esas lágrimas de los Dioses que tanto te sorprendieran la primera vez, y de esa forma jamás dejará de impresionarte. El alumno no quedó muy convencido, pero sí que gratamente impresionado por la explicación.

Aquella breve disertación quedó plenamente impresa en cada una de las vivencias existenciales de aquellos alumnos. La forma cómo el Maestro lo había explicado, la profundidad de la temática compartida, la relación entre lo mundano y lo divino, y cómo no, la realidad de la propia razón frente a la inmaterialidad de lo sagrado o lo divino, en definitiva, lejos de pensar de forma frívola hacia según qué temas, se trataba justo de lo contrario, de encontrar una explicación razonable ante un problema complicado en cuanto a su conocimiento. Este era el secreto de aquel viejo Maestro, que dejó impronta en este y otros temas de cara a una Historia no siempre justa con sus pensadores.

Y bien, puestos a ser injustos, posiblemente venticuatro siglos después de esta lección, aún no hayamos sido capaces los habitantes de aquel viejo Imperio de realizar aquel trabajo que el Maestro explicaba. Quizás no hemos sido capaces de poner aquel líquido verde en el lugar en el que se merece, y todo debido, no a la incapacidad de aquellos que tratan la tierra y la trabajan, sino de elementos más o menos externos que frustran un camino hacia la gloria del olimpo alimentario. Quizás ese ha sido el problema, y tal vez siga siéndolo, el no hacer caso a los maestros y dejarnos llevar por quienes no sufren en sus propias entrañas los problemas de este llamado oro líquido. La cuestión tal vez más sencilla de todas se convierte en la solución más adecuada para un problema, expresar lo que pensamos que es más importante y tratar de aportar un algo no efímero al mundo de este producto tan apreciado por los habitantes del Imperio.

Años después de este relato, Sócrates fue juzgado y condenado por pervertir a la juventud con sus ideas en cuanto a la forma de enseñar. No tuvo ni un juicio justo, ni tan siquiera pretendió que así fuera, tan solo se limitó a no poner ningún impedimento en cuanto al cumplimiento de su sentencia de muerte. Bebió la cicuta tranquilamente, puso en paz su cuerpo y su alma, y en unas horas, murió, y aun así, estaba convencido de que su forma de enseñar era la correcta. No debía ir desencaminado puesto que siempre tuvo la admiración de sus propios alumnos. Murió junto a los suyos, y alumbrado por lámparas de aceite, y fue entonces que echó una mirada al pasado y se acordó de aquella discusión con su pupilo, de aquel aceite que bien podría ser el elixir de las lágrimas de los Dioses.