288. La pequeña ayuda

Lilí Marlén

 

Temprano en la mañana, nos levantamos todos para correr unos diez kilómetros. Íbamos a correr campo través por los olivares, pasaríamos por todos los caminos hasta llegar al centro del pueblo.

Cristina había preparado un desayuno suculento: tostadas, huevos fritos, jamón serrano, queso y fruta. Estaba buenísimo. Sé que no es lo recomendado, pero me llevé un termo de café conmigo en la pequeña mochila que colgaba a mi espalda.

Hacía frío, me puse antes de salir una chaqueta que abrigaba, las medias largas y un pantalón de deporte fino; sabía que subiría la temperatura cuando subiera el sol, por eso también llevaba la mochila.

A las seis salimos todos como una piña, era un momento feliz. Estaba aclarando cuando a un lado del camino nos cruzamos con un olivo caído. Su porte era bello, pero su cuerpo estaba ladeado, quejoso; de entre la tierra asomaba llorosa una gruesa raíz, nos dio pena.  Pensamos que debió ser un fuerte viento de esa noche y un mal anclaje lo que lo había derribado. Pero vivía, sus hojas seguían verdes, sus frutos: gordos y tersos.

Verdes, negras y violáceas verdosas, tan hermosas aceitunas deseábamos salvar. No conocíamos al propietario de la parcela, pero decidimos salvarlo. Algunos del grupo regresaron a sus casas para buscar palos para frutales y unas correas para exterior, una pala y un pico. Todos reunidos cavamos una zanja, preparamos los palos y empujamos el árbol hasta enderezarlo.

Estaba tan hermoso que nos sentamos bajo su sombra para tomarnos un refrigerio. Lo bautizamos con el nombre de don Pepito. Desde entonces, es una parada obligatoria. No hemos podido probar sus olivas, pero sigue creciendo majestuoso y sus frutos carnosos son la envidia del huerto.