
287. Aquel era mi árbol
Aquel era mi árbol. Gracias a Rubio, mi inseparable amigo cánido, leal, fiel y honesto como no habrá otro jamás, me acostumbré a pasear por parajes y paisajes que nunca había imaginado tener a tan sólo unos cientos de metros de casa. Pronto descubrí por el innato instinto de mi compañero, incalculable y envidiable, por cierto, que las pisadas sobre la tierra te hacen conectar con aspectos de la naturaleza que son capaces de transformarte desde tus propias entrañas, por lo que no había día que no caminase al amparo del cielo, ya estuviera azul o gris, húmedo o despejado, entre los robustos troncos de los olivos que me rodeaban, esos que tantas veces había visto y de los que tan poco sabía.
Y si ensalzo la figura de mi amigo no puedo olvidarme de mi otra compañera, esa que conoce todos mis secretos, esa que escucha todos mis pensamientos sin importar su naturaleza: mi libreta. Los tres formábamos un buen equipo. Casi siempre íbamos juntos, y consideraba que no había mejor forma de aprovechar el tiempo que salir a pasear con ellos. Dejaba que Rubio explorase e investigase a su antojo y placer, yo mientras me desahogaba escribiendo sobre los entresijos de mi existencia. Un día se produjo la magia, se creó la simbiosis que necesitaba para encontrar un estado superior de paz y bienestar. Creo que, sin saber cómo, fue él quien me llamó. Aquel que, como digo, era mi árbol. Allí me senté, a su sombra, con su pata como respaldo y con sus hojas sirviéndome de cobijo, con la hierba que crecía a sus pies haciéndome de alfombra y hasta pensé que sus aceitunas eran capaces de alumbrar aquella estampa digna de cualquier paisajista. Esa tarde escribí y escribí, liberé mi alma mientras la brisa agitaba las ramas de aquel olivo cuyo sonido me inspiraba y elevaba hasta hacerme sentir más creativo que nunca. Incluso Rubio, que tendía a desaparecer de forma voluntaria intentando, creo, experimentar el sentimiento de la soledad, se quedó revoloteando cerca, intentando siempre no perder de vista nuestro trono.
Pasaron las horas, anocheció e irremediablemente volví a la realidad. No negaré que aquella primera vez y algunas sucesivas me costó encontrar la linde de vuelta, pero me esforcé por aprender de memoria un camino que sabía que recorrería habitualmente por el resto de mis días. Y es que, como te estoy contando, aquel ya era mi árbol, ya no podía ser de otra forma. Cada día acudía hasta allí y sentía tristeza y desazón si por algún motivo tenía que saltarme la visita.
En una ocasión, al estar acercándome a mi árbol, noté que un hombre, casi anciano pero vigoroso, merodeaba por el lugar. Al verme se aproximó poco a poco con la intención seguro de que notara su presencia. Tras el cordial y amable saludo que tanto caracteriza a la gente de campo, me preguntó por mi paseo precisamente por aquel paraje. De manera espontánea y natural le respondí que venía a ver mi árbol, como de costumbre. Él, con cara de desconcierto me preguntó qué quería decir eso de mi olivo, expresándome que aquellos olivos eran suyos. Yo, asombrado, no pude hacer otra cosa que responderle con otra pregunta:
—¿Todos estos olivos son suyos?
—Claro, hijo. Esto es una explotación. Casi todos los olivos que puedes ver desde aquí pertenecen a mi finca.
—Me parece increíble… ¿Pero de dónde saca usted tiempo para disfrutar de todos ellos? De hecho, es la primera vez que le veo por aquí…
—¿Disfrutarlos? ¡Al contrario! Requieren mucho esfuerzo, mucho trabajo para que den fruto y poder vivir de ellos. Pero dime, ¿por qué dices que este árbol es tuyo?
Le expliqué de la manera más honesta todos los sentimientos que suscitaba en mí el reposar bajo aquellas hojas verdes. Verlos florecer en primavera, comprobar cómo poco a poco, a lo largo de aquel cálido pero lluvioso verano, iban saliendo aceitunas que con el paso de los días cambiaban de color. Primero empecé a verlas de un verde que hacía que se camuflasen con el resto del árbol. Después tornaron a un morado que en pocas ocasiones he encontrado en la naturaleza, hasta finalmente, tal y como estaban ahora, encontrarlas de un negro tan alegre que parecían sonreír al brillo del sol. Conforme le hablaba a aquel señor, de facciones duras curtidas por el trabajo y la edad, pero con ojos sinceros como un niño, su rostro cambiaba, a veces incrédulo, otras comprensivo y a veces cómico, pensando que me interrumpiría para soltar una carcajada. Tras ponerle al corriente, quedó enmudecido, me parece que lo aturdí con tanta palabrería.
—Bueno hijo, lo siento, pero… es que todos estos árboles, incluyendo este, son míos…
—¿Qué le parece si se lo compro?
—¿Comprarme un olivo? ¡Vaya tontería!
—¿Por qué? Podemos llegar a un acuerdo.
—Pero verás… Sustituir un olivo no es tarea fácil… Tendría que arrancarlo y poner otro… ¿Acaso sabes los años que tiene este árbol? Y el nuevo que ponga tardaría años en alcanzar el rendimiento que he conseguido con este. Además, ¿tienes tú algún sitio para poner este olivo?
—No señor, además no tengo intención de hacer eso. Sería incapaz de separar este árbol de su tierra, este es su sitio. Aquí está con los suyos, recibiendo los plácidos rayos del sol, ofreciendo su ser a la naturaleza, bailando con los vaivenes del viento… Sería un crimen mover este olivo de su sitio.
—¿Entonces? No te comprendo, chico, de verdad.
—Quiero poder decir que este es mi árbol, quiero poder hacerlo con propiedad.
—¡Pero es que en este momento no se ni cuánto puede valer un solo olivo! Además, yo lo necesito para sacar provecho de su aceite.
Dudé un momento. Creo que los dos nos comprendíamos. Nuestras miradas hacían estallar destellos de empatía. En ese preciso instante, Rubio volvía con la lengua fuera de tanto trasiego, pero con los ojos rasgados de felicidad. Paró junto a nosotros y fue junto al árbol, bajo su sombra. Con sus patas delanteras sacudió un poco de tierra haciendo un hueco en el que se dejó caer satisfecho tras una tarde de inocentes aventuras.
—Se me ocurre algo. Yo correré con los gastos de este olivo. Será una forma de que el árbol sea mío y suyo a la vez. Usted hace sus labores por igual con todos los árboles pero este correrá de mi cuenta. Será como si lo comprase, pero usted sigue obteniendo su aceite.
—Es tan raro lo que usted me está proponiendo que no acierto a comprender si es verdad lo que está ocurriendo. ¿No ves que aquí hay cientos de olivos? ¡Cómo calcular!
—Bueno, supongo que usted llevará las cuentas de todos los gastos, ¿no?
—Desde la gasolina que consume el tractor hasta los jornales que tengo que pagar a la cuadrilla para que me ayuden a recoger la aceituna.
—Pues sería tan sencillo como hacer la división y decirme cuánto cuesta mantener este olivo.
El hombre rio. Pero no fue una risa con la que sentirme imbécil, sino lo contrario. Fue una risa cómplice, quizá por la inocencia de mi propuesta o quizá por ver que, aunque de una forma distinta a la suya, comprobaba por fin que alguien compartía su amor por el olivo, que alguien lo valoraba tanto como lo hacía él, porque detrás de las arrugas de su cara y de su aparente indiferencia cuando se refería a la finca como cientos de árboles, allí estaba su vida. Toda su vida. Lo noté sobre todo en un gesto, cuando casi acabada la risa quedó una sonrisa y giró su cabeza para mirar el horizonte. Ahí se veía su pasado, años de trabajo, de esfuerzo, de fatiga… pero al fin y al cabo de arraigo, de pasión por su tierra, por sus tierras, por sus frutos y por los frutos de su trabajo. Después de aquello, el hombre se fijó en Rubio. Hablamos un rato sobre los animales, sobre cómo sería la cosecha que ya estaba al caer y algo me contó sobre su familia. Después, como si nada hubiera pasado, pero dando por hecho que volveríamos a encontrarnos, nos despedimos.
Sin embargo, no fue así. El destino siempre tiene guardadas sorpresas tan variopintas que lo más recomendable es entrenarse cada día y para saber reír y saber llorar. Tras varias visitas a mi olivo sin coincidir con el entrañable señor, la empresa para la que trabajaba entonces me trasladó lejos, a un lugar en el que me era imposible volver ni siquiera por cortos períodos de tiempo y al que no podía renunciar considerando que era una de las pocas y grandes oportunidades que nunca se me habían presentado. Podía hablar con familiares y amigos valiéndome de las nuevas tecnologías, pero no podía hacer lo mismo con mi árbol, aquél al que tanto eché de menos, aquél que me recordaba siempre que lo visitaba que mis raíces estaban donde las suyas, que su tierra era la mía, que su fruto era el más exquisito de los manjares, ese que colgaba sobre mi cabeza cada vez que me sentaba a escribir.
Cuando pasaron años, muchos años, tuve la oportunidad de volver. Volvía a casa, un lugar que no sabía cómo lo encontraría. Las noticias de los últimos años no eran halagüeñas, muchas de las explotaciones habían dejado de ser rentables. La tierra, arrasada por la sequía y frecuentes plagas había hecho imposible que algunos agricultores pudieran seguir viviendo de aquello. ¿Qué habría sido de mi amigo? Bueno, lo más probable es que ya no estuviese entre nosotros, había pasado mucho tiempo. Mirando por la ventanilla del tren ese pensamiento me produjo nostalgia. No fue tristeza lo que me invadió, porque el recuerdo que tenía de aquél hombre aún era nítido, y veía felicidad y plenitud en sus ojos. De hecho, era la única imagen que tenía en mente cuando, tras las visitas de rigor después de haber llegado al hogar, me dispuse por supuesto a ir a aquel paraje y rememorar viejos tiempos.
Caminaba por aquellos caminos, hoy irreconocibles por el paso del tiempo. La sensación ya no era la misma, ahora caminaba solo, ya no me acompañaba el tintineo de los pasos de Rubio curioseando hasta la más pequeña de las piedras del camino, y la libreta hacía tiempo que había dejado de sacarla de casa por mis problemas de vista y pulso. La sensación que me invadía era extraña, y efectivamente ocurrió lo que me temía. Cuando pude empezar a divisar el paraje, sólo vi tierra, tan árida y tan seca que aparentaba no inmutarse ante ninguno de los pasos que se pudieran dar sobre ella. Continué avanzando, y llegado a un punto me sentí estremecer, no podía seguir caminando, me temblaban las piernas. Mis ojos empezaron a derramar lágrimas, quizá serían las únicas gotas que regaran aquella porción de suelo desde hacía meses. Sin embargo, entre tanto temblor y agobio, entre las sacudidas del pecho por los sollozos que no podía reprimir, mi boca se iba estirando cada vez más y mis labios se encogían para esbozar una sonrisa como nunca antes había sentido.
Sí, amigo, allí estaba. Señorial, imponente, presidiendo el horizonte. Poniendo a aquel paraje la única pizca de relieve que se podía adivinar. El sol lo iluminaba, ninguna de sus hojas se movía y el silencio dominaba el cerro. Sus enormes ramas me saludaban a lo lejos, me pedían que me acercara, que llegara hasta él. Casi me arrastraba ya. Me acordé de Rubio, eché de menos mi libreta, y rememoré una escena que jamás había vivido pero que para mis adentros seguro que fue así: vi a aquél señor, llorando como yo ahora, arrancando los olivos de alrededor quizá para proponerse algún otro tipo de plantación… pero rodeando este, acercándose a él para acariciar su tronco y oler sus hojas. Sin duda, entre su llanto también hubo lugar para un recuerdo hacia mí, y con una sonrisa le dijo al viento: amigo, aquí tienes tu árbol.