
286. Oro líquido
Era un clan ruidoso y alegre. Hijos, tíos, sobrinos, abuelos y parientes lejanos, trabajaban con pasión para obtener “el mejor aceite de oliva virgen extra del mundo”, como decían, orgullosos, en los almuerzos de los domingos.
Sus ancestros les habían transmitido el amor por el olivo, ese árbol milenario; y por su jugo, un zumo exquisito de propiedades maravillosas.
La finca se encontraba en un pequeño pueblo del noroeste de la Argentina. Y un fin de semana de vacaciones, los abuelos invitaron al campo a sus tres nietas, primas entre sí. Fueron primero en avión hasta una ciudad que tenía una iglesia muy antigua, ¡tan hermosa! Y desde allí, hicieron muchos kilómetros en una camioneta enorme –nunca habían subido a una tan grande– que las llevó por un camino largo, donde a los costados había montañas altas bañadas de sol.
El viaje fue larguísimo, ¡pero valió la pena! En el trayecto vieron nubes rosas y violáceas: una parecía un oso, otra un perro, y, había varias como suspendidas delante de los cerros.
Cuando faltaba poco para llegar, aparecieron unos cactus gordos, llenos de espinas. El abuelo, que había estado durmiendo hasta ese momento, despertó de repente, y empezó a hablar:
–¡Estos cactus son tan inteligentes! En toda esta zona, el calor es intenso y casi no llueve. Es por eso que ellos guardan agua en sus cuerpos, la que cae del rocío, o la de la escasa lluvia. ¿No los ven hinchados? Y las espinas son como hojas, pero pierden menos agua.
De todo lo que les contó el abuelo, les pareció entender que los cactus estaban gordos por tomar mucha agua. Y esos árboles y arbustos altos y bajos, con y sin brazos, las acompañaron hasta el campo.
Cuando llegaron, la sorpresa fue grande. Había olivos por todos lados. Estaban cargados de aceitunas –su fruto–, y muchos tenían sus ramas encorvadas de tanto peso. El lugar les pareció diferente a la ciudad. No había semáforos, ni calles asfaltadas. Tampoco era un campo como los que ellas habían conocido en otros paseos, faltaba algo…
–¿Por qué hay poco pasto? –preguntó con cara de asombro una de las niñas. Y ahí la abuela, entusiasmada, empezó a hablar, como si hubiera estado esperando esa pregunta.
– Compramos un campo que era un desierto, el suelo seco y sin nutrientes. Como queríamos plantar olivos, se hicieron pozos profundos, hasta encontrar agua, que se extrae por medio de bombas eléctricas. Después, se le agregan las sustancias que necesita el olivo para crecer. Y ese alimento se le da a cada árbol.
–¿Y cómo les dan de comer, si los árboles no tienen boca? –preguntó una de las chicas.
–La raíz es como la boca de los árboles. Se colocan mangueras, con pequeños orificios, junto a cada olivo, y por ahí salen las gotas con nutrientes, que son absorbidas por las raíces.
Las primas prestaron atención a lo que decía la abuela, pero no podían imaginar cómo comían los olivos… hasta que vieron las mangueras y las gotas que salían, y se dieron cuenta que era como una mamadera, pero para árboles. El sistema servía, los olivos estaban grandes y llenos de aceitunas.
Al día siguiente, mientras paseaban por el campo, escucharon que una máquina gigante se acercaba ¡y el susto que se pegaron! Corrieron a refugiarse detrás de unos arbustos, y Gustavo, el capataz del campo las vio esconderse. Luego se acercó y les explicó que ¡era solo una máquina que cosechaba aceitunas!
–¿Quieren saber cómo trabaja?
–Ahora no queremos saber nada, el monstruo todavía está cerca –dijeron al unísono, casi llorando.
–No es un monstruo, es una máquina que saca aceitunas de los árboles. Hay dos métodos que se utilizan en este campo para cosecharlas: por medio de ese gigante que se mete alrededor de los árboles, y para desprender el fruto, los envuelve y los mueve como si bailaran rock and roll; y también, hay personas, cosecheros, que las sacan con un rastrillo parecido al que ustedes usan en verano, en la playa, para hacer castillos.
Y en ese momento, las nenas se acordaron de que habían visto a unos señores que sacaban aceitunas con algo en la mano, ¿serían rastrillos? Pero Gustavo ya había empezado a caminar y les anunciaba que ahora podrían cosechar sus propias aceitunas. Al escucharlo, las primas corrieron hasta alcanzarlo.
Iban juntas, y mientras pasaban las filas de olivos, descubrieron que, en un mismo árbol, había aceitunas verdes –las de la pizza–, otras moradas y unas negras. Nunca habían visto aceitunas de color violeta; a las negras las conocían bien, eran las que les gustaban a los grandes de su familia.
–¿Cómo es eso que en un mismo árbol hay aceitunas de tres colores? –quiso saber una de las chicas.
–Las aceitunas verdes son las más jóvenes; las moradas, las adultas y, las negras, las maduras, las más viejitas. Y el aceite es fabricado por la propia aceituna, en su interior. Ese jugo luego se extrae. El de las verdes es escaso, pero tiene un aroma exquisito, frutado y parecido al del pasto recién cortado; su sabor es ligeramente amargo. De las moradas se obtiene más aceite, de buen aroma y un sabor riquísimo.
–¿Y el de las negras?
–El de las negras es el menos agraciado… tiene poco aroma y… menos sabor que las otras.
–Hay algo que no entiendo –dijo la mayor de las tres– Vimos también unos árboles con aceitunas pequeñas, otros con aceitunas grandes, y algunos con aceitunas medianas. ¿Cómo es?
–No son todas iguales. Hay diferentes varietales, es decir, diferentes tipos. En este campo hay aceitunas chiquitas que son las de Arbequina; están las medianas, las de Coratina, y otras grandes, las de Picual. Cada uno está en un árbol diferente y sus aceites tienen distinto aroma y sabor. La Arbequina produce un aceite dulce y suave; la Picual, un aceite amargo, y la Coratina… ¡ay, mamita!, un aceite re picante.
Las chicas estaban paradas frente a un árbol de Arbequina y comenzaron a cosechar aceitunas con las manos; no usaron rastrillos porque tenían miedo de lastimarse, y las fueron colocando en unos canastos de plástico grandotes.
Y entonces, apareció la abuela, un poco despeinada, con cara de preocupación…
–¡Hace una hora que las estoy buscando! ¿Dónde estaban?
–Trabajando –dijeron muy serias.
–¡Vengan que el abuelo les quiere mostrar algo!
Y las primas siguieron a la abuela, y luego de andar, se toparon con una gran fábrica, mejor dicho, con la “planta procesadora”, porque la que fabrica el aceite es la propia aceituna. El abuelo las esperaba para hacerles una “visita guiada”. Siempre le gustó ser profesor y quería lucirse con sus nietas.
–Lo primero que tienen que saber es que el aceite de oliva es el jugo de la aceituna.
Las niñas ya lo sabían, pero no dijeron nada, no querían desmotivarlo.
– Y ahora les voy a explicar cómo se extrae ese jugo –dijo, y sonaba un poco solemne, por un momento les pareció un profesor de verdad.
Y siguió dando todo tipo de detalles:
–Las aceitunas que se cosechan se llevan rápidamente a la planta procesadora, que casi siempre está en el mismo campo, cerca de los olivos, así las aceitunas no se deterioran y se obtiene un buen aceite virgen extra. ¡Miren esos camiones repletos de aceitunas recién cosechadas!
Las nenas estaban sorprendidas, nunca habían visto tantas aceitunas juntas.
–Una vez aquí, van por la cinta transportadora, aquella, ¿ven?, donde se les extraen las hojitas que pudieron haber quedado al cosecharlas, y de allí van al molino que las rompe para que liberen el aceite.
–¿Y cuándo les sacan el carozo? –preguntaron las tres a la vez, y al abuelo le dio risa.
–No se saca, aunque parezca mentira, el carozo también tiene aceite.
–Qué raro –pensaron las primas–. Pero era así, iban enteritas al molino.
La abuela les trajo unos guardapolvos y unas cofias –eso que es como un gorro– y les dijo que se lavaran las manos antes de pasar adentro, a la zona limpia. ¡Había que lavarse las manos a cada rato! Ahora estaban en “sector limpio” –el de afuera era el “sector sucio”–, y el abuelo siguió desplegando su exposición:
–Después de pasar por el molino, van a la “amasadora”, esa máquina que amasa toda la pasta, y se liberan las gotitas de aceite que estaban dentro de la aceituna. Luego van a una centrífuga, la que está en aquel costado, y se separa el sólido –cáscara, carozo, pulpa– del líquido. Es parecido al centrifugado de la ropa, pero acá nos quedamos con el líquido y descartamos el sólido. Y de allí, pasan a otra máquina centrífuga, la que está pegadita a ustedes, que separa el agua del aceite.
–¡¿Las aceitunas tienen agua?! –preguntó una de las chicas.
–¡Cuántas cosas por aprender, mis pequeñas! Y sí, como pasa con todos los frutos, en su interior también hay agua.
Y en ese momento, las primas vieron salir un aceite que parecía brillar…, y el abuelo, con entusiasmo, subió la apuesta…
–¡Es oro líquido! Y lo miraron, y lo probaron, y era riquísimo… un verdadero tesoro.
Habían escuchado atentamente, cerquita unas de otras… En fila salieron de la planta y fueron caminando hacia la casa, disfrutando del sabor de ese jugo exquisito, que todavía permanecía en su boca.
Estaban cansadas y contentas a la vez… Nunca olvidarían la imagen de ese “oro líquido”, el zumo de la aceituna.
Al día siguiente amaneció soleado, como todos esos días en el campo, y llegó el momento de volver a casa. En pocas horas estarían nuevamente en ese lugar lleno de cables, humo, autos, semáforos, calles asfaltadas, y donde el ruido es tan fuerte que no se oye el sonido de la naturaleza…
Iban a extrañar esos días en el campo con los abuelos. Ellos habían sabido transmitirles, como sus ancestros a ellos, los secretos de un árbol milenario muy querido por la familia: el olivo.