284. Ea

Alba Olmedo González

 

Aquel olivo la vio crecer, y a su Abuelo morir, como había visto a tantos otros en sus más de 150 años de vida.

De los 120 olivos que había en la huerta de la familia, aquel era su favorito. Era un olivo ambicioso. Su padre le explicó un día que era el rey de los olivos, el que mandaba sobre todos los demás, el que más raíces tenía, el que más olivas daba.

Tenía tres troncos inmensos que emergían de la tierra, colindantes. Y se alzaba desafiante al cielo con una copa que casi no dejaba ver el sol.

—Por cada oliva que cojas del suelo te doy una peseta— le decía su abuela. Así que, cuando tíos, padre y Abuelo ya habían acabado de varear y recogían las mantas, llegaban ellas: las mujeres, a recoger las olivas que se habían quedado fuera.

Coger oliva era su forma de pasar las vacaciones de Navidad. El Abuelo lo preparaba todo para cuando llegaban los hijos de la ciudad, y bajaban todos a la huerta.

—Ciento cincuenta y siete, ciento cincuenta y ocho, ciento cincuenta y nueve…

—Sarita, hermosa, pásame el agua— pedía a veces uno de sus tíos desde la copa de un olivo, vareando desde arriba.

Y ella se enfadaba, resoplaba, y tenía que ir muy concentrada a por la botella de agua que descansaba a la sombra, pensando en el número en el que se había quedado, para no descontarse. Volvía rápido al lado de su abuela, y seguía.

—Ciento sesenta, ciento sesenta y uno, ciento sesenta y dos…

Las mujeres subían antes a la casa: había que hacer la comida. Puchero, olla, cocido. El día grande, carne a la brasa, patatas, pimientos.

Así que ella se subía con su madre, su abuela y sus tías, mientras escuchaba de fondo las conversaciones:

Pos’ ya sé yo qué giro hay que darle a esa— clamaba su madre de repente—. Ella sabe que no está bien lo que ha hecho. Tiene razón el papa, deberías hablar con ellas.

–¿Y yo qué voy a hacer?— se quejaba su abuela— Pues a mí tampoco me paece bien, pero no voy a quedarme sin hermanas.

—Pues igual deberías.

—Ea— decía su abuela.

Ea, qué vamos a hacer. Ea, pues es lo que hay. Ea, hay que joderse. Ea, así es la vida. En los eas de la abuela había resignación, bilis, vida gastada.

Lo que más disfrutaba la pequeña Sara era ir con el Abuelo en el tractor a la almazara de El Rubio a llevar los sacos rebosantes de olivas.

Encima del tractor, paseando entre los olivos, con un estruendo que avisaba a kilómetros, veían a otros varear y los saludaban. Para ella todos eran desconocidos, pero El Abuelo  los conocía a todos.

—Míralo, el Antonio, ¡qué pimpollo va con su nieta! ¿Qué es? ¿La de la Mari?

Su Abuelo gritaba que sí, que ya tenía a todos sus hijos en casa.

Cuando llegaban a la almazara, sus dos tíos ya estaban allí, iban directos al remolque del tractor y descargaban los sacos con fuerza, siempre con el cigarro en la boca, siempre con algo de rabia, mientras las olivas caían por una rejilla y desaparecían tras el suelo.

—¿A dónde van? — preguntaba Sara.

—Mira, por allí esa máquina las pesa y se las lleva— le explicaba su tío.

Detrás de ella, un poco más lejos, se veía una cinta transportadora que se llevaba a las olivas tumbadas, nerviosas, a su destino fatal.

Y entonces venía la parte que más odiaba.

Todos los hombres se ponían a hablar de cosas que no entendía, y levantaban mucho un porrón con mistela y se lo pasaban entre ellos, y se reían. Cada vez más fuerte. Ella le estiraba de la chaqueta al Abuelo, una y otra vez, pero él la miraba y con un aire divertido, le decía: ya, ya… Pero ya nada.

Como no le hacía caso, miraba todo el rato a otros hombres que también llegaban con sus tractores y sus remolques y seguían vaciando sacos. Las olivas se caían a cientos por la rejilla, a la máquina. Jugaba a contarlas rápido, y así ensayar para cuando bajase con la abuela a la huerta.

Un invierno, el Abuelo compró un pavo. Sara lo llamó Manuela.

Todos los días, con el Abuelo y su padre, Sara bajaba al corral a ver a Manuela. Iba todo el camino muy concentrada mirando al suelo, analizando cada roca, cada insecto, cada trozo de tierra embarrado.

Después de una semana bajando a darle de comer, un día lo sacaron fuera del corral.

—Lo vamos a llevar a casa– dijo su padre.

Sara se puso contenta.

El pavo intentaba escaparse, y entre su Abuelo y su padre, con la vara, le iban pegando para que volviera al camino.

—¡Le estáis haciendo daño! ¿Por qué le pegáis? —gritaba Sara.

—No le hacemos daño, como tiene tantas plumas es como si fuera envuelto en almohadas— le explicaba su padre.

Pero no le convencía mucho.

Una vez llegaron a la casa, la dejaron en el comedor a ver la tele. Era la hora de los dibujos.

Cuando preguntó por Manuela, le dijeron que los tíos se la habían llevado al pueblo para que estuviera con su familia.

—¿Y entonces para qué estaba aquí?

—Porque sus dueños no podían cuidarla y le pidieron al Abuelo que la cuidase unos días— dijo su abuela.

El drama llegó en la cena.

Había un guiso con una carne extraña, que no estaba acostumbrada a ver. Su madre le había sacado la cena antes solo para ella. Le preguntó que qué era eso.

—Palomo— dijo su madre.

—Eso no es palomo.

—Claro que es palomo, cómetelo.

—No.

Su madre desesperaba y miraba a su abuela, sus tíos se reían y cuchicheaban en la sala de al lado.

De repente, miró hacia la despensa y vio, como era habitual, dos conejos muertos, colgados desde las patas traseras, esperando para ser deshollados, su abuela los había subido esa misma tarde.

Miró su plato y lo vio claro.

—¡Es Manuela!

Tiró el plato al suelo, con todo el guiso, y salió corriendo.

Bajó a la huerta, se tropezó, se cayó, se levantó y llorando, vio que estaba en la más tremenda oscuridad. Ella y la luz de la luna nueva.

Entonces vio al Rey de los Olivos, y se situó de repente. Buscó su cobijo, y se sentó en una de sus tres grandes raíces. Lloró y lloró.

Al rato vio una sombra grande que se acercaba hacia ella. Se asustó un poco hasta que identificó la figura del Abuelo.

—Sara, ¿qué haces aquí? Venga, vamos pa’ la casa, que es tarde.

—Os estáis comiendo a Manuela –gritó entre mocos.

Pos’ claro— dijo su Abuelo con calma— es lo que hacemos. Y tú también. ¿A qué te gusta mucho el bocata de jamón con tomate y aceite?

—Sí…

Pos’ también hay que matar gorrinos pa’ eso… Venga, vamos pa’ la casa. No te vas a quedar aquí toda la noche.

Y le tendió la mano.

Se levantó y se fue con él, sorbiéndose el disgusto. Los dos iban en silencio. Ella, aceptando la verdad de la vida y creciendo de repente; él, triste de no habérselo podido explicar de una forma mejor.

Ea.

25 años más tarde del incidente con Manuela, al Abuelo le nació una nueva obsesión que amargó su carácter: no convertirse en un abuelo lisiado. Una vez se tomaba sus copitas de orujo después de cenar, negaba con la cabeza y decía a sus hijos y yernos:

—Un buen porrazo en la cabeza, ¿eh? Un buen porrazo en la cabeza y se acabó. Eso de estar meándose uno encima, y que te limpien la mierda del culo… Yo antes que eso me mato. Me cojo la escopeta y me voy al monte y pum…

Todos los días lo pensaba. Todos los días comentaba algo al respecto:

—Sí, sí, aprovechad ahora… Que el día menos pensado ya no estará el Abuelo por aquí… ¿Y quién se encargará de los animales? ¿Y de las patatas? ¿Y de los olivos?

Pos’ quién se va encargar… pos’ yo… —decía la abuela por detrás mientras fruncía una camiseta.

—Sí, tú… pos’ anda que tú sabes…

Pos’ no lo voy a saber, que llevo toda la vida viéndote…

—Toda la vida trabajando como un esclavo, ¿y pa’ qué? Pa’ na’Pa’ que to’ se pierda cuando se vaya uno…

Al final se salió con la suya y se murió como quiso: sin dar por culo a nadie. Tranquilo, en su soledad del campo, bajando a arar.

Una mala pasada del tractor, un giro demasiado brusco en una zanja, y allí terminaron sus 82 años de vida. El tractor le cayó encima y le reventó la arteria femoral. El médico dijo que murió en menos de 3 minutos.

El susto se lo llevó la abuela, que no volvía, no volvía, y este no viene, madre mía, sí que le está haciendo tarde y cuando bajó a buscarlo ahí se lo encontró.

Y bajó a asistirle, pero ya era tarde.

Ni ella sabe lo que pasó en esos momentos, porque su cabeza no le deja recordarlo. No sabe cuánto tiempo se quedó con él llorando, o si subió corriendo en seguida a llamar a su hija para que viniera.

Nadie sabe qué hacer en esos momentos a la espera de ayuda, de auxilio, de alguien.

¿Abrazar al muerto? ¿Hablarle? ¿Qué se le dice? ¿Gracias por esta vida? ¿Te quiero?

¿Se es consciente de que, después de más de 50 años juntos, ese será el último momento a solas o sencillamente la situación sobrepasa y la mente se bloquea?

Cuando un par de días más tarde a Sara le enseñaron el sitio donde había muerto el Abuelo, le recorrió un escalofrío: fue justo enfrente del Olivo Rey.

Y se sentó, como cuando se comieron a Manuela, a llorar en sus faldas.