
281. Como cabello recogido
Como si fuese hoy, siento el aire fresco y casi tibio que recorre mi cara al final de ese día. El verano había pasado a ser un vago recuerdo, la temperatura descendía y yo comenzaba a sentirme distinta. Estoy en un campo situado en lo alto: extenso, virginal, cubierto de olivos y de colores impresionistas. Bajo los olivos, ya se extiende el gran mantel blanco. Siempre deseé que nadie perturbara la sencillez del lugar, pero la tarea de recoger los frutos tenía que llevarse a cabo y ese conjunto de redes blancas, unidas amorosamente y ubicadas a ras de piso, era algo necesario. El molino comienza a destrabar sus viejas bisagras. Los hombres de un momento a otro irán a las redes a recoger los frutos caídos, luego, las casas se abastecerán de frantoio. Escribo en mi cuaderno: “los olivos como lindas muñecas…”.
Recuerdo, frente a la ventana de mi habitación, un olivo pequeño y gordito, parecía sonreír, su tronco estaba inclinado y sus ramas y hojas asemejaban un largo cabello recogido. A ambos costados del tronco le colgaban dos frondosas “coletas” verdes. Como un gesto maternal, fantaseaba con soltar su peinado. Ese día, todo a mi alrededor se mostraba diáfano: pájaros, abejas, olivos, molino, piedras, espárragos, champiñones, casas y niños. Creo que me estaba enamorando. Estaba lista para aprender a podar olivos y ubicar las redes blancas. Pero ese día, mi papá anunció: “Preparen sus maletas, dejamos La Toscana y viviremos en Sudamérica”. Entré a casa corriendo y tropecé con un espejo: ahí estaba yo con mis dos frondosas “coletas”, tal como el olivo frente a mi ventana. Ese día dejé de ser niña. Salí a respirar y observar. Me despedí de los olivos, tomé una red blanca y la guardé. Me costó mucho cerrar la maleta.