28. Las dos reinas del olivar

Maribel Colmenero Pérez

 

Mi tío Luis no tenía hijos, aunque por lo que contaba siempre quiso tenerlos, pero tenía dos sobrinas, mi hermana y yo, que lo queríamos y éramos queridas como esas hijas que nunca llegaron a nacer. Y también era propietario de un olivar, un olivar familiar, telón de fondo de mi historia. Una finca, no muy extensa en hectáreas, pero grande en cuanto a las historias que albergaba, tantas y tan entrañables que hicieron de nuestra infancia la etapa mas bonita de nuestra vida, a pesar de que nuestro propio padre, un hombre serio y distante, no nos lo ponía nada fácil; su dinero no suplía al amor paternal que cualquier hijo reclama y necesita. En esa finca convivían los olivos con árboles frutales y un pequeño huerto donde mi tío cultivaba hortalizas varias, en especial tomates, los tomates más ricos que yo he comido jamás, sobre todo cuando los saboreábamos recién cogidos de la mata. A mi hermana Isabel y a mí se nos iluminaba la cara con una gran sonrisa, un sol de verano, cuando nos invitaba a acompañarlo al campo. Un doble olivo, que nacía del mismo tronco, nos daba la bienvenida. De pequeñas lo veíamos como un gigante bonachón, que movía sus brazos saludándonos, animándonos a entrar, el director de un circo, invitándonos a la función que allí se iba a desarrollar. Y así era. Vivíamos mil aventuras en el lugar, unas propiciadas por nuestra imaginación y, cuando esta fallaba, el tito Luis se encargaba de ponerla en marcha de nuevo.
Mi tío, un hombre sin estudios y sin más cultura que la que la agricultura le había enseñado, era un sabio, por lo menos ante nuestros ojos infantiles. Y no sólo era sabio, sino también mago: solucionaba los problemas con solo chasquear los dedos; con él el color negro no existía, vestía todo de un arcoíris multicolor que no dejaba lugar a la tristeza. Y era un estupendo contador de historias, y un creador de ilusiones; decía que sabía escribir lo justo, sin embargo la oratoria no tenía secretos para él. Su elocuencia a la hora de expresarse, y su habilidad para introducirnos en los mundos que narraba, envolvía todo de un halo de fantasía; convertido en el prestidigitador del circo transformaba aquel humilde olivar en un país de cuento donde, hasta las situaciones más inimaginables, podían hacerse realidad.
Había heredado la finca de su padre y, con trabajo y esfuerzo, la convirtió en más rentable de lo que ya era. El cortijo desvencijado que la presidía lo transformó en una coqueta casa de campo; en ella pasaba los veranos con su mujer, nuestra tía, uniéndonos Isabel y yo en muchas ocasiones a ellos, llenando el hueco y recibiendo el inmenso cariño guardado para esas hijas, tan deseadas como negadas por la vida. Disfrutábamos de atardeceres inolvidables. Mientras la tita pasaba las tardes bordando y cosiendo en la zona más fresca de la casa, el tío Luis nos sentaba a nosotras ante una mesita rústica, en el porche de la vivienda, y nos daba para merendar una rebanada de pan untada con aceite de oliva y tomate, y acompañada por unas aceitunas. ¡Un auténtico manjar! Nos relamíamos mientras el aceite y el tomate nos caía por la barbilla, como unos riachuelos que, para desgracia de nuestra madre, solían desembocar en la camiseta que salía impoluta de casa y regresaba hecha un cuadro. Ningún pan, aceite y tomate tenía aquel sabor. Y, al mismo tiempo que nuestro paladar disfrutaba de esos alimentos, como si del caviar más selecto se tratase, empezaba el juego.
– A ver, mis reinas -nos decía.
Nos llamaba así no solo por el cariño que nos tenía, el que nuestro propio padre no era capaz de transmitirnos, sino porque decía que nuestros nombres eran de reina. Nosotras no entendíamos de eso mucho, pero frente a sus palabras, una montaña de sabiduría, jamás albergábamos ninguna duda; además tenía un gran poder de convicción. Si el decía que nos llamábamos como las reinas… así sería.
En una ocasión, que jamás olvidaré, nos lanzó la siguiente propuesta:
– Hoy os tengo una misión muy especial.
Con su dedo índice señaló hacia los olivos, mientras ponía encima de la mesita un papel arrugado y viejo, lleno de garabatos que, en una primera ojeada, nos parecía un jeroglífico más propio de una pirámide egipcia que de un olivar situado en el sur de España, en el corazón de la provincia de Jaén.
– Ahí os dejo esto. Es el mapa de un tesoro oculto bajo un olivo. Si sois capaces de descifrarlo os llevará directamente al “olivo del tesoro” -soltó esa carcajada tan suya, parecida a la de un Papa Noel que en esos tiempos no conocíamos aún-. Vamos a jugar a los piratas pero en el mar de los olivos.
Isabel y yo reímos también y, entre bocado y bocado de pan con aceite y tomate, tomamos el papel y comenzó la búsqueda. El jugo rojo del tomate y la grasa verde del aceite, como era costumbre, nos chorreaba por la barbilla, y utilizando la mano a modo de servilleta, olvidando las que el tito nos había puesto junto al plato, nos limpiábamos. Luego las manos fueron al papel que terminó pareciéndose más a una obra abstracta que a un mapa del tesoro. Y siguiendo las instrucciones, un tanto complicadas al principio, pero que pronto entendimos, llegamos al doble olivo de la entrada, y nos pusimos a excavar la tierra como si en ello nos fuera la vida. La misión y la recompensa sabíamos que lo merecería. Tuvimos que hacer un hoyo bastante profundo hasta encontrar dos cajitas. Las abrimos y en cada una había una preciosa pulsera: en una ponía I. Fernández y en otra V. Fernández, nuestras iniciales y segundo apellido. Eran unas pulseras muy bonitas, pero no sé ajustaban a nuestras delgadas muñecas.
Corrimos hacia el tío Luis, y lo abrazamos con tanta fuerza que él se quejó gritando:
– Hijas, que me vais a ahogar.
Una vez repuesto sonrió y nos preguntó:
– ¿Os gustan?
– Sí -contesté yo-, pero nos quedan grandes.
– Son para cuando seáis mayores.
– Y, ¿ por qué pone nuestro segundo apellido en vez del primero?
– Tenéis que tener paciencia. Cuando yo me haya ido, y vosotras seáis dos mujercitas, lo comprenderéis.
– ¿Dónde te irás?
– A un lugar lejano -fue su escueta respuesta mientras nos miraba con una melancolía que entonces no entendimos.

Habían pasado veinticinco años desde que aquello ocurrió cuando recibí la llamada de mi hermana:
– El tío Luis ha muerto.
Me lo soltó así, a bocajarro, sin ninguna preparación previa, con la poca delicadeza que la caracterizaba. Noté como si una bala asesina me atravesara el corazón queriendo arrancarme la vida. Tuve que sujetarme para no caerme al suelo. El tío gozaba de una excelente salud, nada hacía presagiar algo parecido.
– Pero… -no pude decir más.
– Un infarto -entendí de la mezcla de palabras y llanto que me llegaba a través del teléfono.
Dado que el tío no tenía hijos y nos quería a nosotras como si lo fuéramos, no nos extrañó en absoluto aparecer en su testamento. Lo que sí nos extrañó fue el contenido de la carta que el notario nos entregó:
“Queridas sobrinas, mis reinas:
Cuando leáis esta carta habrá llegado aquel momento que de niñas os conté y que entonces no comprendisteis. Quisiera que las pulseras que entonces os regalé lucieron en vuestra muñeca. Ahora seguro que os quedan bien.”
Hice una pausa en la lectura y ambas dirigimos la mirada a la joya de la que nunca nos separábamos.
“Os quiero contar una última historia. Antes de casarme con la tita Mercedes, yo contraje matrimonio con otra mujer que murió a los tres años de la boda. Se llamaba Juana, y tenía como vosotras nombre de reina. Tuvimos dos hijas. Como cuando murió mi mujer yo no podía hacerme cargo de ellas pues por entonces mi economía era pésima y mi dolor enorme, pero tampoco quería alejarme de las niñas, las adoptó mi hermana María y su marido, cuya situación económica era excelente.
Sí, María, es vuestra madre… adoptiva. Y vosotras, además de mis reinas sois mis hijas”.
En el testamento nos nombraba herederas de todos sus bienes. No eran sólo el pequeño olivar, como nosotras creíamos, sino muchos más. Nuestro padre había amasado una fortuna que ahorra era nuestra. Más ojalá esto no fuera así y el tío Luis, aunque sin dinero, siguiera con nosotras. No necesitábamos riquezas sino el cariño de aquel hombre que nos hizo felices en nuestra infancia y que había resultado ser nuestro padre. Ahora efectivamente comprendíamos lo que había sido nuestra vida. Tantos cabos sueltos que quedaban unidos y daban forma a nuestro puzle sin terminar.
En la carta nos decía que en el olivar nos esperaba otra sorpresa. Cuando llegamos, en los troncos del doble olivo que nos recibía, cargado de esas aceitunas que tanto nos gustaban y que nos volvía a dar la bienvenida a la finca que ahora nos pertenecía, encontramos grabados nuestros nombres: Isabel Fernández y Victoria Fernández.